En Isaías 52:13 a 53:12 encontramos la cuarta y última gran profecía mesiánica que constituye el centro de la segunda división de este libro, no solo exteriormente sino también en cuanto a su contenido. Las otras profecías las encontramos en los capítulos 42:1-4; 49:1-6 y 50:4-9. Podemos decir que esta gran profecía constituye el punto culminante de todas las profecías del Antiguo Testamento acerca del verdadero Siervo de Dios, el Salvador, no solo del pueblo de Israel sino también del mundo entero. Ciertamente, no encontramos aquí la relación entre Cristo, como cabeza, y los rescatados que ahora pertenecen a su Iglesia y forman su cuerpo. En la época del Antiguo Testamento, era un “misterio” que solo podía ser revelado después de la obra de la redención y de la venida del Espíritu Santo (Romanos 16:25-26; Efesios 3:1-11). Sin embargo, todos los que creen en el único Dios verdadero, sin tener en cuenta la época en la que viven, gozan de bendiciones comunes: el perdón de los pecados, la nueva vida y una esperanza bienaventurada. Para todos ellos, este pasaje tiene una estimación particular.
Al final de los tiempos, Israel, es decir la parte creyente de este, el remanente, se volverá pública e interiormente a su Dios. La aparición del Señor Jesús, el Siervo de Dios en otro tiempo rechazado, le traerá la liberación definitiva de todos sus enemigos y de todas sus faltas. El pasaje que está ante nosotros fue escrito con vistas a ese glorioso momento. En cuanto a nosotros, creyentes de la época actual, conocemos su significado y su valor; alimenta nuestra fe en la maravillosa persona del Señor Jesús que describe.
Los maestros judíos, que en otro tiempo aplicaban generalmente este texto al Mesías, ahora ven en el “siervo” al conjunto del pueblo. Según ellos, los sufrimientos descritos aquí se refieren a este pueblo. Y apoyándose en esta interpretación, sostienen que en esta división del libro, Israel es designado varias veces como siervo de Jehová (véase 41:8-9; 42:19; 43:10; 44:1, 2, 21; 45:4). Pero pasan por alto otros pasajes que hablan claramente del siervo como siendo una sola persona (42:1; 49:3, 5, 6).
El texto que tenemos ante nuestros ojos se compone de cinco “estrofas” de tres versículos cada una, en las cuales se expresan por turno Dios mismo, el profeta y el remanente que, en cuanto a su responsabilidad, se identifica con los judíos del tiempo de la vida terrenal de Cristo.
Exaltación del Siervo de Dios (52:13-15)
“He aquí… mi siervo…”. En los mismos términos que en el capítulo 42 (v. 1), Dios llama la atención sobre su Siervo. Toda su vida terrenal, con su punto culminante en la cruz, es caracterizada en la primera parte del versículo. De él solo, Dios puede decir: “Mi Siervo se portará sabiamente” (52:13, V.M.). Según Isaías 11:2-3, tenía todo lo que hacía falta para eso: “Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el temor de Jehová”. En total acuerdo con la voluntad de su Dios y Padre, con conocimiento de causa y voluntariamente siguió el camino que lo conducía a la cruz. Y ahí, en sus sufrimientos y en su muerte, en lo que tenía la apariencia de la mayor derrota, cumplió el propósito eterno del amor y de la gracia de Dios.
La segunda parte del versículo 13 nos presenta los resultados de su obra. Aquel que, como hombre, se humilló tan profundamente, ha sido elevado por Dios (Mateo 23:12; Filipenses 2:5-11). En las tres etapas indicadas aquí —“será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto”— podemos ver la resurrección, la ascensión y la glorificación del Señor a la diestra de Dios. Su posición suprema será manifestada a los ojos de todos en el momento de su aparición en gloria (Isaías 2:11, 17; Marcos 16:19; Efesios 1:20-21; 1 Pedro 3:21-22).
El contraste entre los “sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11) es presentado luego bajo otro aspecto. En el versículo 14 y al principio del 15, el asombro de muchos hombres de otrora a propósito del Siervo está puesto en paralelo con el asombro futuro de muchas naciones y reyes cuando lo verán.
Primero, la venida y la manifestación del Mesías en humildad y humillación en nada correspondían a la espera del pueblo judío que hubiera preferido verlo venir como liberador del yugo romano tan detestado. Además, su conducta perfecta, caracterizada por el amor y la obediencia, sacaba a la luz sin contemplaciones el pecado y la maldad del hombre. Esto le valió el odio implacable de los jefes del pueblo, odio que alcanzó su punto culminante en la crucifixión. El pensamiento de sus sufrimientos y de sus consecuencias es tan sobrecogedor que la Palabra está dirigida por un instante al Siervo mismo: “Como se asombraron de ti muchos”. La razón del asombro está indicada en la frase introducida como un paréntesis: “de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”. El Nuevo Testamento nada nos dice a propósito de su “parecer” ni de su “hermosura”. Sin embargo, podemos pensar que no solo los terribles tratos sufridos en los últimos pasos de su camino hacia la cruz, sino también la constante vista del pecado y de sus terribles consecuencias para los hombres —consecuencias de las cuales se había encargado durante su vida— han dejado sus marcas sobre nuestro muy amado Señor (53:2-4; Salmo 69:10).
Pero cuando aparezca por segunda vez en la tierra, no como otrora en humillación sino con poder y una gran gloria, todo será muy distinto. No solamente el remanente judío creyente (que tenemos ante nosotros en el capítulo 53) sino también “muchas naciones”, se asombrarán de él, y “los reyes cerrarán ante él la boca”. Asombrados y mudos de respeto, los pueblos y sus soberanos lo confesarán como “Rey de reyes y Señor de señores” (49:7; Apocalipsis 19:16). Como la reina de Saba ante Salomón, verán las glorias del Señor Jesús, glorias que no han imaginado y que sobrepasan todo lo que han oído; entonces lo glorificarán (Isaías 52:15; 1 Reyes 10:7). Ciertamente, entre esas naciones y esos reyes, algunos no serán condenados en el momento del juicio de los vivos, sino que participarán de la bendición del Milenio (Mateo 25:31-40).
Sufrimientos y desprecio (53:1-3)
La pregunta: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?”, sale sin duda alguna de la boca del profeta (véase Juan 12:38; Romanos 10:16). La expresión: “el brazo de Jehová” evoca casi siempre su poder (40:10; 51:9; 52:10); aquí designa su revelación en la persona de su Hijo que, en su profunda humildad, consiguió la más completa victoria sobre el pecado, la muerte y el diablo. Hasta ahora, Israel no ha tenido el discernimiento de esto.
Pero, en el tiempo de la tribulación de Jacob, aquellos que forman parte del remanente creyente y que habrán esperado la liberación por el Mesías serán liberados de todas sus opresiones por su aparición, y volverán, por el arrepentimiento y la conversión, a Aquel que sus ancestros rechazaron. En el capítulo 9 (v. 6), vemos cómo los judíos creyentes reconocerán al Rey que vendrá para liberarlos como siendo el niño que en otro tiempo les había nacido y el hijo que les había sido dado. Zacarías también anuncia este encuentro: “Mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito… Y le preguntarán: ¿Qué heridas son estas en tus manos? Y él responderá: Con ellas fui herido en casa de mis amigos. (Zacarías 12:10; 13:6). Al remanente le sucederá lo que le sucedió a Tomás a quien el Señor Jesús tuvo que decir: “Porque me has visto, Tomás, creíste” (Juan 20:29).
Este encuentro del remanente con el Señor de gloria, como también el arrepentimiento y la conversión que le acompañan, están descritos en los siguientes versículos. Los judíos creyentes reconocerán, en el Mesías que aparece para su liberación, al Salvador de Israel y del mundo, al enviado de Dios, aquel que su pueblo —con el que se identificarán totalmente con profunda humillación— ha despreciado y rechazado cuando vino la primera vez.
Y verdaderamente, su primera aparición no tenía nada impresionante exteriormente. La “tierra seca” de la cual salió evoca el estado del pueblo judío que no tenía ninguna vida espiritual. Ahí subió como “renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca”. El “renuevo” y la “raíz” son símbolos de la fragilidad y de la debilidad, pero también de la vida que, en los libros proféticos del Antiguo Testamento, hacen referencia al Mesías.1 Mientras el pueblo de Dios y el mundo entero mostraban que estaban muertos y sin frutos, él, el Hijo de David y el Hijo de Dios, viniendo en la más profunda humildad, cumplió el eterno consejo de Dios y todas las promesas del Antiguo Testamento. Sin apariencia exterior, sin nada para llamar la atención, no obstante era la manifestación de Dios en carne y el objeto de todo su contentamiento.
Los judíos lo despreciaron, a él, que a sus ojos no tenía “parecer… ni hermosura”. No había venido como rey en su gloria, sino como siervo obediente. Incluso un judío creyente como Natanael preguntó: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Juan 1:46). Un día, el remanente confesará, con profunda tristeza, que le vio sin atractivo para que le deseara (Isaías 53:2).
El versículo 3 describe cómo el Señor fue despreciado y deliberadamente desechado, puesto de lado en particular por los conductores espirituales del pueblo. Lo llamaron “un hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores”. Afirmaron: “Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios”, y se pusieron de acuerdo entre ellos para expulsar de la sinagoga a quienquiera lo confesara como el Cristo (Mateo 11:19; 12:24; Juan 9:22).
Fue “varón de dolores, experimentado en quebranto”. Fue así porque “llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (v. 4). ¡Cuántas veces suspiró y lloró en presencia de la enfermedad y de la muerte! (Marcos 7:34; 8:12; Juan 11:33-38). Aunque siendo él mismo totalmente exento del pecado y de sus terribles consecuencias, entró en ellas de manera tan completa que fue el hombre de dolores, no solamente en la cruz sino también durante toda su vida terrenal. Y sin embargo, su pueblo al que tanto amaba no ha querido nada de él. Se escandalizaban de él, y se apartaban de él como de alguien tan desfigurado que no se podía mirar (véase 52:14), no obstante, no porque asustaba sino porque se menospreciaba: “fue menospreciado, y no lo estimamos” (véase Mateo 13:57; Marcos 6:3).
Arrepentimiento y conversión del pueblo (53:4-6)
Un día, el remanente de Israel confesará ante Dios y ante los hombres que, en Cristo Jesús a quien tanto despreciaron, tendrían que haber visto el amor de Dios que se había revelado. Con un completo desconocimiento de su propio estado y de la maravillosa gracia divina, los judíos pensaban que Jesús era el objeto del desagrado de Dios y que por eso fue “azotado” y “herido” por él. No veían que, en la curación de los enfermos, en la liberación de los endemoniados y la resurrección de los muertos, hacía suyos los dolores y las enfermedades de los hombres. Porque cuando nuestro Señor hacía sus obras de liberación, sentía y llevaba perfectamente, en espíritu, todo el sufrimiento que resultaba del pecado (véase Marcos 1:41). Sus milagros no eran simples demostraciones de poder; siempre eran pruebas del amor y de la misericordia de Dios. “Nuestras enfermedades” y “nuestros dolores”, que tomó sobre sí mismo durante su vida, no solo se referían a las enfermedades corporales, sino también a las del alma (v. 4; véase v. 3; Mateo 8:17). Sin embargo, no podemos deducir de estas palabras que, el Señor Jesús habiendo llevado nuestras enfermedades, ya no tenemos que sufrir de ellas. Aquí se trata de los dolores que el Señor encontró entre su pueblo terrenal, durante su vida aquí abajo.
La obra de expiación constituye sin duda alguna el más alto grado de sus sufrimientos. Pedro relaciona los versículos 5 y 6 con la obra de Cristo en la cruz: “Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”; tomó sobre él el justo juicio de Dios que habíamos merecido (1 Pedro 2:24-25). Un día, el remanente creyente comprenderá que a causa de “nuestras rebeliones” y de “nuestros pecados” Cristo fue herido y molido, y solo sus sufrimientos bajo el juicio del Dios justo y santo podían traer la paz y la curación. Las expresiones “el castigo de nuestra paz” y “su llaga” se refieren a sus sufrimientos de parte de Dios y no a las padecidas de parte de los hombres (v. 5). El remanente judío solo recibirá el pleno conocimiento de este hecho en el momento de la aparición de Cristo. Por lo contrario, los cristianos ya saben que Cristo hizo “la paz mediante la sangre de su cruz”. Ha venido a ser “nuestra paz”. Aquel que está justificado por la fe en Cristo posee la “paz para con Dios”, eterna e irrevocable (Colosenses 1:20; Efesios 2:14, 17; Romanos 5:1). Pero, ¡cuánto tuvo que padecer nuestro Señor por eso!
Después de la mención de las rebeliones y de los pecados por los cuales Cristo tuvo que sufrir y morir, el miserable estado del pueblo terrenal de Dios es puesto en evidencia. Reconocen: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino” (v. 6). ¡Cuán a menudo el Señor Jesús, conmovido de compasión, pudo ver a su pueblo “como ovejas que no tienen pastor”! Es un estado en el que una gran parte del pueblo judío y de la humanidad persiste hasta hoy (véase Mateo 9:36). Cada cual, por naturaleza, va por su propio camino, un camino que conduce a la perdición eterna. Solo Cristo puede salvarnos; porque Dios hizo caer sobre él la iniquidad de todos nosotros, nuestra culpabilidad y nuestro castigo.
- 1El “renuevo” (hebreo: joneq; compárese con Ezequiel 17:22) es una rama pequeña y delgada, o un brote; la “raíz” (hebreo: schoresch; compárese con Isaías 11:1, 10) puede al contrario designar tanto la raíz misma como el brote que sale de ella.