La mirada hacia adelante

2 Timoteo 4

El invierno se acercaba. Iba a hacer frío en la prisión de Roma. Al apóstol Pablo le iba a hacer falta el capote que había dejado en Troas en casa de Carpo. Y, ¡qué mejor que Timoteo viniese pronto, ya que, a medida que se aproximaba el invierno, el recuerdo de muchos corazones constreñía el del apóstol! “Ya sabes esto, que me abandonaron todos los que están en Asia…” (2 Timoteo 1:15). Esperaba poder reconfortar su corazón con la visita de su “amado hijo” (v. 2), con el cual tenía una comunión de pensamiento más profunda que con ningún otro. Sin embargo, por el momento, Lucas, “el médico amado” (Colosenses 4:14) estaba con él, de manera que no estaba absolutamente solo.

Esta escena está impregnada de una gran solemnidad. El fiel apóstol que había dicho: “De ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo” (Hechos 20:24), estaba cerca de confirmar su palabra con los hechos. Si, desde su prisión, antes había animado a los filipenses diciéndoles: “Regocijaos en el Señor siempre”, y expresado su confianza: “Sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe” (4:4; 1:25), ahora escribe a Timoteo: “El tiempo de mi partida está cercano” (2 Timoteo 4:6).

Pablo no es el único siervo que sintió la soledad en sus últimos días. Parece que es bastante frecuente que ésta sea la última barrera puesta en la carrera de la fe.

¿Cómo superó el apóstol este obstáculo? Ante todo dirigiendo la mirada hacia adelante, a lo lejos, más allá del día cercano en que debía ser juzgado por los jueces inicuos de este mundo; tenía la mirada puesta en el día en que el “juez justo” le daría “la corona de justicia”. Pablo se entregaba con entera confianza al juicio de este Juez. Podía decir en verdad: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7-8).

Solamente aquel que mantiene la fe y una buena conciencia (véase 1 Timoteo 1:19) puede hablar así. En esto no hay ningún elogio para sí mismo; pero, como el Señor lo dijo: “El que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios” (Juan 3:21).

¡Cuán deseable es esta proximidad al Señor! Aun cuando, en la práctica, nadie puede compararse con el apóstol, el camino de su vida de fe es un ejemplo para cada uno de nosotros.

Pero Pablo no mira solamente hacia adelante; evoca también sus recuerdos. Entonces aparece ante él la imagen de Prisca y Aquila. Su hospitalidad y colaboración fueron eficaces para él desde el comienzo de su servicio en Corinto, de inestimable valor. Habían trabajado juntos haciendo tiendas, y en el Evangelio. Los dos lo habían seguido de Corinto a Éfeso, habían permanecido allí y trabajado en la obra del Señor (Hechos 18:3, 18-19). Después de un tiempo de actividad en Roma, volvieron otra vez a la región de Asia Menor. Su devoción fue tan grande que habían expuesto su vida por el apóstol (Romanos 16:4). Vivir juntos tales experiencias tejen lazos profundos, que son un motivo de agradecimiento al Señor y que reconfortan el corazón en las horas más difíciles. “Saluda a Prisca y a Aquila” le escribe a Timoteo (2 Timoteo 4:19).

Había todavía en Roma creyentes que sobrevivieron a la terrible persecución desatada por el emperador Nerón. Algunos de ellos eran conocidos por Timoteo y lo saludaban: Eubulo, Pudente, Lino y Claudia. No sabemos quienes eran, pero podemos pensar que fueron un aliento para el apóstol.

Sobre todo, una cosa le quedaba: la presencia del Señor. Si bien todos los que habrían debido asistirlo durante su juicio lo desampararon —y esto él lo sentía con mucho dolor—, pudo, sin embargo, decir: “El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas” (v. 16-17).

Era el mismo Señor que se le había aparecido en Corinto, en casa de Prisca y Aquila, y le había dicho: “No temas, sino habla, y no calles; porque yo estoy contigo” (Hechos 18:9-10).

En ese tiempo, Pablo entraba como artesano en esa ciudad presuntuosa, y tenía gran necesidad de ser alentado. Ahora también, la predicación había sido “cumplida” por el fiel siervo y “todos los gentiles” la oyeron. Ésta había sido en todo tiempo su principal preocupación, y sólo después habla de sus circunstancias personales: “Así fui librado de la boca del león” (2 Timoteo 4:17).

No es extraño que encarezca solemnemente a Timoteo: “Que prediques la palabra” —haz valer esta Palabra con insistencia— “a tiempo y fuera de tiempo” (v. 1-2). ¡Qué exhortación para nosotros igualmente!

En cuanto a lo que estaba delante de él, el apóstol podía decir con certeza: “El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial” (v. 18). Nuevamente eleva su mirada por encima de los peligros inminentes, hacia el día de la aparición de Cristo. No sabía con qué “obra mala” los hombres lo afligirían todavía, pero podía tener confianza en la liberación del Señor. Conocía a Dios como aquel “que resucita a los muertos” y, por consecuencia, como aquel que nada le puede impedir socorrer a sus hijos a través de todas las dificultades del camino (véase Corintios 1:9-10).

Aunque vivimos circunstancias muy distintas de las de Pablo, las decepciones e incertidumbres del futuro generan a veces en nosotros el ardiente deseo de ser reconfortados y sentir un cálido afecto en el corazón. Entonces, sigamos el ejemplo del gran apóstol y elevemos nuestros ojos por encima de las dificultades inminentes hacia “aquel día”: día en el cual cada “buen siervo y fiel” (Mateo 25:21, 23) recibirá la aprobación de su Señor. Y, mientras esperamos, ayudémonos mutualmente, pensando de corazón cada uno por los otros en amor y agradecimiento para gloria del Señor.