¡Peligro en medio de una familia temerosa de Dios!
Amor por la carne y astucia
De modo que los detalles más completos de esta historia nos advierten todavía sobre estas cosas. El relato del nacimiento de Esaú y Jacob aparece al final de Génesis 25 (v. 24-26), y a medida que crecen siendo niños, se presenta la ocasión para poder examinar la escena familiar; pero, como veremos, es verdaderamente humillante. Esta era entonces una de las familias de Dios en la tierra o, mejor dicho, por lejos la más distinguida, en la cual se hallaban depositadas las esperanzas de toda la bendición para la tierra entera, y en la cual el Señor, eminentemente, y sobre todo, había puesto su Nombre.
Pero, ¿qué vemos? Isaac, el padre, había caído en la corriente de los deseos humanos; amaba a su hijo Esaú, ¡porque comía de su carne de caza! No es necesario considerar demasiado a Esaú en sí mismo. Como hijo de la familia, tenía derecho a la atención y mantenimiento del hogar —lo cual es muy cierto— e Isaac y Rebeca sin duda le habrían proporcionado todo esto, junto con su diligencia y amor de padres; pero el hecho de que Isaac lo hiciera su preferido, porque comía de su caza, era algo sin duda triste y malvado. ¿Acaso no vemos también en esto una ilustración más de nuestro tema? Isaac había sido criado con ternura. Nunca había estado apartado del lado de su madre, era hijo de su vejez. Pero su educación tal vez lo había relajado demasiado, y se nos presenta como un hombre blando e indulgente consigo mismo.
Pero, ¡qué triste mal, qué corrupción tan grande aparece aquí ante nuestra mirada en toda la escena de esta familia! ¿Estamos exagerando al decir que uno de los padres contribuía al bienestar de uno de los hijos y el otro a la del otro? En efecto, algo parecido a esto hay aquí, y el motivo de tan terribles temores. El intenso deseo de Isaac por la carne de venado pudo haber alentado a Esaú a la cacería, así como la astucia de Rebeca, que adquirió y trajo de la casa de su hermano en Parán, parece haber formado la mente y el carácter de Jacob su hijo preferido. ¡Oh, cuánto dolor y causa de humillación hay aquí! ¿Es ésta una familia de fe? ¿Es ésta una familia temerosa de Dios? Sí. Los hijos de la promesa y los herederos de Su reino son éstos: Isaac, Rebeca y Jacob.
Herederos de la promesa
Si los consideráramos en otras circunstancias, ellos nos deleitarían y edificarían. En la mayor parte del capítulo 26 de Génesis, vemos la bella conducta de Isaac, completamente digna de un ciudadano celestial en la tierra: cuando padece, no amenaza, sino que encomienda la causa a Aquel que juzga justamente. Sufre, y todo lo sobrelleva con paciencia; y tanto su altar como su tienda dan testimonio de su carácter santo, no perteneciente a esta tierra.
También vemos el bello proceder de Rebeca en Génesis 24. Por la fe accede a cruzar el desierto sola con un desconocido, porque su corazón se había fijado en el heredero de las promesas, dejando su casa y su parentela, olvidándose de su padre y de la casa de su padre. Pero cuando la vemos aquí (en Génesis 27), ¡cuánta vergüenza llena la escena, y cómo nos ruboriza y desconcierta el hecho de que los herederos de la promesa e hijos de Dios se conduzcan de ese modo!
Santidad, gracia y gloria del Señor
Cometer fechorías incluso en el santuario
Pero, ¿hemos de continuar exponiendo esto aún más? Considero que sí podemos hacerlo, porque el corazón no sólo es vil y corrupto, sino que también es tan atrevido como para introducir su mal comportamiento hasta dentro del santuario, como el cierre de esta historia nos muestra.
La palabra dada a Aarón, mucho después de esto, fue: “Tú, y tus hijos contigo, no beberéis vino ni sidra cuando entréis en el tabernáculo de reunión” (Levítico 10:9). Para presentar el servicio a Dios, la naturaleza no debía ser animada; no debía dársele cabida ni ser puesta en acción, alimentándola con lo que la satisface, para el cumplimiento de los deberes en el santuario; la sidra puede alborozar y agitar vivamente los instintos carnales, lo cual no podía calificar a nadie para ser sacerdote.
Pero incluso en semejante mal como éste, Isaac parece haber sucumbido. “Toma, pues, ahora —dijo a Esaú su hijo— tus armas, tu aljaba y tu arco, y sal al campo y tráeme caza; y hazme un guisado como a mí me gusta, y tráemelo, y comeré, para que yo te bendiga antes que muera” (Génesis 27:3-4). ¡Estaba por realizar el último acto religioso como sacerdote patriarcal, y pide a Esaú que le traiga ese «vino o sidra» que satisfacen su carne —la comida de su simple naturaleza humana—, para animarse y complacerse a sí mismo para el servicio del santuario! ¡Terrible abominación! “Cuyo dios es el vientre” (Filipenses 3:19), casi podría decirse, para hacer una reflexión sobre la carne de caza en este caso.
Todos debemos ser conscientes de lo mucho que nuestra naturaleza puede manchar las cosas santas, de cómo la emoción de la carne se puede confundir con la calma y poderosa acción del Espíritu. Podemos tomar conciencia de ello en los sitios de comunión, pero esto es motivo de dolor y de tristeza; lo confesamos como mal, y como debilidad, y nos guardamos de todo esto; pero cuando uno está dispuesto acerca de ello, cuando mezcla ese «vino o sidra» que satisfacen a la carne, y luego bebe deliberadamente abundantes tragos, ¡seguramente esto es una abominación!
Ningún fruto bueno resulta de la sutileza y la carnalidad
Todos conocemos muy bien el engaño que Rebeca y Jacob prepararon en aquella circunstancia. No hace falta que lo repasemos. Como he dicho antes, es una historia bien conocida. Pero la santidad del Señor consume cada ápice de todo esto. Nada bueno resulta de esta sutileza y carnalidad. La santidad del Señor reduce todo a cenizas. Isaac pierde a su Esaú, Rebeca nunca vuelve a ver a Jacob, y aunque ella prometió que serían pocos días, fue un exilio de veinte años, y el suplantador y calculador se encuentra en medio de fatigas, como un extranjero lejos de la casa de su padre por este triste y pesado período. Nada bueno resulta de todo esto, ya sea que nos fijemos en el principio carnal de una parte o en el favoritismo carnal de la otra: todo es desilusión, y es reprendido por la santidad del Señor.
¡Cuán seria, pero preciosa lección! Notable sin duda es ver al Señor así ofendido por la inmundicia, incluso de sus más queridos siervos escogidos. Sólo nos queda ver la gracia asumiendo su actitud y lugar elevado y triunfante. La santidad de la gracia es establecida así por el Señor con gran determinación, poniendo a un lado todas las ventajas que el pecado había prometido, y entonces reina la gracia.
La santidad y las riquezas de la gracia
En el gran misterio de la redención, la gracia asume su lugar triunfante en la promesa de que la Simiente de la mujer heriría la cabeza de la serpiente (Génesis 3:15), pero también tiene su lugar la plena ejecución de todos los decretos de la santidad en contra del pecado. La muerte llegó tal como había sido advertido, y los castigos cayeron sobre el hombre y sobre la mujer, y una maldición sobre la serpiente. Y aquí vemos que Isaac pierde su propósito respecto a Esaú, Rebeca tiene que desprenderse de Jacob, y Jacob mismo, en lugar de tomar a su manera el derecho de primogenitura y la bendición, tiene que salir a un exilio sin dinero, desposeído de bienes y del lugar de su herencia, del escenario de todos sus goces prometidos. “Porque la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Pero entonces la gracia toma su lugar elevado y su relevancia. Se abre el camino para que, por toda esta santidad consumidora, la gracia ascienda a su trono y brille allí, deleitándose en el esplendor de su propia gloria (Génesis 28).
Y qué glorioso: incluso la miseria a la que su pecado había reducido el objeto de toda esta gracia, sólo pone en evidencia su gloria. Incluso cuando, tiempo atrás, el criado de la familia, salió en una misión parecida (Génesis 24), tenía sus camellos y sus acompañantes, y todo lo necesario para hacer su viaje digno y agradable a través del desierto. Pero ahora, Jacob, el hijo y heredero, el propio novio prometido, para quienes el honor de la casa y las alegrías del matrimonio se estaban preparando, tiene que acostarse solo, sin amigos, abandonado, desprotegido, con las piedras del lugar como su única cabecera (véase Génesis 28). Pero la gracia, que torna la sombra de la muerte en amanecer, está preparando un descanso glorioso para él. Escucha la voz de un maravilloso amor, y, en este lugar de tinieblas y de soledad, le son mostrados mundos de luz. Sueña, y ve los altos cielos asociados con este lugar tan oscuro y árido en el que entonces estaba acostado, y a los seres celestiales que incansablemente mantenían el feliz intercambio, y escucha al mismo Señor del cielo, en lo alto de esta mística escena, hablándole con palabras de promesas, y sólo de promesas. Y, aunque se hallaba tan errabundo, pobre y vil, se ve así asociado con una gloria omnipresente, y como heredero de Sus presentes misericordias y consolaciones, hasta que toda esta gloria se manifestase. La santidad de la gracia aún le deja como un hombre errante, pero las riquezas de la gracia le hablarán del consuelo presente y de las indubitables glorias venideras. Y esto es seguramente así. Pero ha hecho que me desvíe un poco del tema central.
Velar sobre el carácter de la familia
Existe, pues, algo como el carácter de la familia; y tenerlo en cuenta, cuando se trata de nosotros mismos, debe hacernos vigilantes y celosos con respecto a todos nuestros hábitos y tendencias innatos; y cuando se trata de nuestro trato con los demás, debe volvernos atentos y considerados y hacernos actuar con espíritu de intercesión, disponernos a sostener este hecho: que existe el carácter de la familia, o esa fuerza de las costumbres y la educación arraigadas, actuando en mayor o menor medida en todos nosotros.
En este sentido el recuerdo de esto puede ser saludable. Pero no olvidaría agregar, que si bien es más que probable que reunamos algunos rasgos del carácter de la familia, o aquellos hábitos y rasgos de carácter que vienen de nacimiento, también es cierto que estamos obligados a manifestar ese carácter que se deriva de nuestro nacimiento y educación dentro de la familia celestial.
En el evangelio de Juan, capítulo 8, las razones que da el Señor se basan sobre este principio: que nuestra filiación u origen, o los vínculos de familia, han de ser determinados por nuestro carácter y por nuestras acciones. “Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais” (v. 39). Esto dice Él, y más cosas del mismo tipo. Vemos, pues, la necesidad de manifestar el carácter familiar.
Pero también somos exhortados a lo mismo: a parecernos a nuestro Padre —a salir a Él, como podría decirse—. Cuando se trata de cultivar toda la caridad y la bondad desinteresada y no correspondida, el Señor dice: “Sed... perfectos” (Mateo 5:48), y el apóstol Pablo recoge el mismo pensamiento en el deber apremiante de amar y perdonar, “sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Efesios 5:1).
¡Que entonces podamos afianzarnos en el desarrollo del carácter de la familia celestial! ¡Que el viejo hombre decaiga en nosotros, y que el nuevo hombre crezca, se afirme e imponga su lugar en nosotros! ¡Que el carácter, sea cual fuere, que hemos acogido de nuestras relaciones o hábitos naturales, sea celosamente vigilado, y el carácter de nuestro nacimiento celestial sea apreciado y puesto de manifiesto, para alabanza de Aquel que nos hizo renacer, dándonos vida juntamente con él y para Él, habiéndonos sacado de la muerte en la que estábamos!