El lavamiento de los pies
La escena de Juan 13:1-11
Los momentos de intimidad que el Señor pasó con sus discípulos justo antes de su muerte —durante los cuales les dio enseñanzas infinitamente preciosas, relatadas en Juan 13 a 16— comienzan con la notable escena donde lavó sus pies. Era una costumbre oriental propia de la época, necesaria porque todo viaje implicaba que los pies se ensuciaran; pero en esta
circunstancia tiene un alcance eminentemente simbólico.
Pedro, asombrado al ver a Jesús cumpliendo un trabajo habitualmente reservado a los siervos, se permite hacer unas observaciones poco pensadas, pero el Señor aprovecha estas para instruirnos en cuanto al alcance de su acto.
La respuesta del Señor a la primera objeción de Pedro: —“Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después” (v. 7)— debería permanecer grabada en nuestros corazones. ¡Cuántos actos del Señor hay en su manera de actuar para con nosotros, en aquello que manda que suceda en nuestras vidas, que no entendemos! Contrariedades, circunstancias agotadoras, dolorosas o angustiadoras tal vez. Pero tengamos confianza en él. Él sabe lo que nosotros no sabemos. Y no se equivoca. No actuemos como Pedro quien persiste en su oposición a pesar de lo que se le acababa de decir.
La respuesta de Jesús a la segunda objeción de Pedro nos da la clave de toda la escena: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (v. 8). El propósito del lavamiento de los pies es llevarnos a una verdadera comunión con el Señor. Aquí, Jesús realizaba el lavamiento de las contaminaciones que se habían adherido a los pies de los discípulos durante su camino. Estas contaminaciones físicas son una imagen de contaminaciones morales. Las contraemos a cada mal paso que damos y en el contacto con un mundo caracterizado por el pecado. Nuestro gozo cristiano, nuestro disfrute de la comunión con el Señor, nuestra libertad con él, son oscurecidos por estas contaminaciones, por el mal en todas sus formas.
Por su respuesta a la tercera objeción de Pedro, el Señor enseña la diferencia que hay entre el lavamiento de los pies y el lavamiento inicial del creyente. “El que está lavado” —o bañado— “no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio” (v. 10). El que ha creído en el Señor Jesús es salvo; está “todo limpio”. La obra cumplida en nosotros para hacernos aptos para la presencia de Dios, para hacer de nosotros seres nuevos, para darnos la vida eterna, no debe repetirse. Un mal paso, sea cual fuere, debe tomarse en serio y confesarse. Un lavamiento, una obra de purificación tiene que tener lugar. Pero el pecado de un creyente no perjudica la vida que posee, ni su posición de hijo de Dios. “Está lavado”, de manera que no necesita “sino lavarse los pies”.
Hablando de este estado de pureza que resulta del lavamiento inicial, el Señor dice a los discípulos: “Y vosotros limpios estáis, aunque no todos. Porque sabía quién le iba a entregar; por eso dijo: No estáis limpios todos” (v. 10-11). Judas Iscariote había dado la impresión de ser un discípulo de Jesús, pero nunca había pasado por el nuevo nacimiento. No había en él ninguna fe real. No estaba “limpio”.
Una obra que continúa en todos los tiempos
Es algo extremadamente precioso para nosotros saber que Jesús efectúa el lavamiento de nuestros pies por los medios e instrumentos que él considera apropiados, ¡para que tengamos parte con él! Nuestras faltas, nuestras caídas demasiado frecuentes, tienen como consecuencia producir una distancia entre él y nosotros. En su amor para con nosotros, trabaja para restaurarnos, para limpiarnos de todas nuestras contaminaciones.
De la manera que hay dos aspectos en la purificación inicial de los pecados —el del hombre que cree y se arrepiente, y el de Dios que obra en el corazón—, así también hay dos aspectos en la purificación de las contaminaciones en el andar cristiano. Nuestro asunto es reconocer nuestras faltas, confesarlas, sin procurar atenuarlas ni excusarnos. Y el trabajo del Señor es utilizar «el agua» adecuada para lavar nues-tros pies.
Esta agua otra vez es una figura de la Palabra. El trabajo del Señor a este respecto se presenta bajo un aspecto colectivo en Efesios 5, donde se dice: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante” (Efesios 5:25-27).
A veces, el Señor tiene que efectuar un largo y doloroso trabajo en nuestros corazones hasta que lleguemos a confesar nuestras faltas. Pero este es un paso obligatorio. “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). Lamentablemente, ¿no nos sucede que persistimos en un mal camino, poniendo nuestra mirada en las faltas de los demás y cerrando los ojos ante las nuestras? Una severa disciplina puede ser necesaria hasta que dejemos que la Palabra ilumine nuestros corazones y manifieste lo que no era para la gloria de Dios en nuestras vidas.
¡Ojalá Pedro hubiera escuchado la Palabra del Señor cuando, confiado en sus propias fuerzas, estuvo seguro de no negar nunca a Jesús (véase Marcos 14:27-31)! Si hubiera tenido fe en esta palabra, no habría caído. En cierto modo, en ese momento rechazó el trabajo de purificación que el Señor quería efectuar en él. Cuando somos incapaces de aprender a conocer nuestra debilidad por la Palabra del Señor, tenemos que conocerla por nuestras caídas, y esto es muy humillante. Pero más tarde, después de su arrepentimiento y amargas lágrimas, el Señor volvió a obrar en él para restaurarlo completamente (véase Juan 21:15-17). Y Pedro dejó al Señor cumplir su trabajo en él.
La Palabra también subraya nuestra responsabilidad personal en esta obra de purificación diaria. “Puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Nuestra conciencia fue limpiada una vez cuando recibimos a Jesús como nuestro Salvador. Pero cada una de nuestras faltas carga nuestra conciencia —al menos si tiene alguna sensibilidad— y perturba nuestro gozo como cristianos. Ejercitemos el hecho de tener una conciencia pura. Confesemos nuestras faltas al Señor y, cuando corresponda, a aquellos a quienes hemos faltado. Nuestra lentitud para reconocer nuestra culpa y confesarla es la causa de muchas miserias entre nosotros.
Lavarnos los pies los unos a los otros
Después de haberles lavado los pies a sus discípulos, el Señor les pregunta: “¿Sabéis lo que os he hecho”? (v. 12). Luego les dice: “Si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado” (v. 14-15).
Primero, dejemos que el ejemplo de la actitud del Señor penetre nuestras conciencias. Él, siendo el Maestro, se inclinó a los pies de sus discípulos para cumplir con este servicio. ¿Sabemos colocarnos a los pies de nuestros hermanos?
El propósito del lavamiento de los pies de los creyentes es quitar las contaminaciones que resultan de su andar, a fin de restablecer su comunión con el Señor. Es un servicio de amor. Debe originarse por el interés que tenemos en el estado de salud espiritual de nuestros hermanos. Implica, pues, una dulzura y una delicadeza particular, sin las cuales el objetivo jamás se alcanzará.
No se trata de fustigar a alguien con versículos de la Palabra. Una batalla a base de versículos —tal como se ve a veces— no tiene nada parecido al servicio que el Señor nos pide aquí.
Podemos dejar que la manera de actuar de Pablo para con Evodia y Síntique en la epístola a los Filipenses nos instruya. Había dificultades entre estas dos hermanas, y el apóstol es conducido a darles una exhortación precisa: “Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor” (Filipenses 4:2). Y lo que es notable, esta exhortación clara que aparece en el capítulo 4 fue preparada por exhortaciones más dulces, más generales, hasta se podría decir veladas en los capítulos anteriores. En el capítulo 1, el apóstol expresa el deseo de que los filipenses estén “firmes en un mismo espíritu, combatiendo unánimes” (v. 27). Al principio del capítulo 2 anima a estos creyentes diciéndoles: “Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (v. 2). Les advierte contra la “contienda” y la “vanagloria”. Les insta a tener humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo (v. 3). Luego les enseña el ejemplo supremo del Señor Jesús en su humillación voluntaria (v. 5, 8). Deja que estas exhortaciones penetren en los corazones y les menciona otros temas. Finalmente, cuando llegó el buen momento, escribió la frase que debe haber tocado el corazón de Evodia y Síntique. Y no lo hace sin rogar a su “compañero fiel” —probablemente el que llevaba la carta— que ayude a estas hermanas, aun recordando los puntos positivos de su actividad. ¡Qué delicadeza! ¡Qué sabiduría!
Lavamientos típicos, en el Antiguo Testamento
Para terminar, echemos una breve ojeada a los lavamientos de los cuales nos habla el Antiguo Testamento.
La ley de Moisés prescribía lavamientos ceremoniales —del cuerpo, de pies, de manos, de vestidos, de utensilios, etc.—, que tenían que realizarse en varias circunstancias precisas. De una manera velada, correspondían a la contaminación del pecado. Pero entonces, la revelación divina era parcial, y el pueblo no podía comprender plenamente lo que significaba esta contaminación. Además, no había una distinción clara entre las contaminaciones de orden ceremonial (resultando del contacto con un cuerpo muerto o con un animal impuro, por ejemplo) y la contaminación moral (la que resulta del pecado). Sin embargo, los lavamientos por agua prescritos podían contribuir a iluminar los ojos de la fe sobre la santidad de Dios y sobre la necesidad de una purificación moral ante él.
Todas estas «abluciones» formaban parte de lo que la epístola a los Hebreos llama “ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas” (Hebreos 9:10).
Para nosotros, que poseemos la revelación divina tal como vino por Jesucristo, estas instrucciones tienen un interés típico. Por ejemplo, la purificación de los sacerdotes en el momento de su consagración es una figura de la purificación inicial del creyente, mientras el lavamiento que debía cumplirse de manera repetitiva en la fuente de bronce nos habla de la purificación que debe repetirse a lo largo de toda nuestra vida, cada vez que hemos cometido una falta (véase Éxodo 29:1-7; 30:18-21).
En lo que se refiere al estado del pueblo judío cuando Jesús estaba en la tierra, vemos en los evangelios que se había hecho una completa deformación de las instituciones divinas dadas por Moisés. Se retenían cuidadosamente las instrucciones de la ley que no comprometían mucho el corazón y la conciencia. Hasta se les había agregado más, puesto que lavaban las manos en toda ocasión y aun más cosas de las que pedía la ley (véase Marcos 7:2-4). Además, no respetar estas costumbres era considerado como falta grave. En cambio, la contaminación moral del pecado era ignorada por completo. Lo que se nos relata respecto de esto ha de ser una advertencia para nosotros. También podría suceder que le atribuyamos gran importancia a las formas exteriores, en detrimento de lo interior.
En contraste con los fariseos y escribas de la época del Señor, es beneficioso para nuestras almas ver cómo hombres fieles de los tiempos antiguos, hombres de fe, pudieron entender que la purificación del corazón es incomparablemente más importante que un lavamiento exterior. Veamos el caso de David. Cayó en una falta particularmente vergonzosa, el adulterio, lo que lo condujo a una serie de otras faltas, en especial el engaño y el homicidio. Luego, en el momento justo, Dios realizó en su corazón la obra que corresponde al lavamiento de los pies de Juan 13. Le mandó su palabra por medio del profeta Natán. David fue profundamente sensible a ella y confesó su pecado (2 Samuel 12). De esto, vemos los efectos notables en el Salmo 51. Pide: “Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado” (v. 2, véase también v. 3-4, 7, 10). En el versículo 7, dice: “Purifícame con hisopo, y seré limpio”. Aquí, alude a una prescripción de la ley, pero es notable que haga una aplicación espiritual de esto, la que sobrepasa muchísimo sus límites iniciales (véase Números 19:18-19).
David también pide: “Vuélveme el gozo de tu salvación” (Salmo 51:12). Conocía la salvación de Dios, tal como un hombre de fe podía conocerla en aquella época, pero su pecado lo había privado del gozo de la salvación. Habiendo confesado su pecado, y purificado su conciencia, pudo volver a tener comunión con Dios y gozo. En otro lugar escribe: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño” (Salmo 32:1-2).