El capítulo 13 del primer libro de los Reyes relata una historia tan solemne como extraña. Jeroboam había levantado templos idólatras en Bet-el y en Dan y, después de haber establecido sacerdotes en esos lugares altos, lo encontramos en este capítulo ofreciendo incienso en el altar de Bet-el. Como lo leemos en el versículo 11, vivía en Bet-el “un viejo profeta”, pero sin duda no estaba en condición espiritual como para que Dios hablase por medio de él. En todo caso no nos es dicho que él hubiese elevado alguna protesta contra el falso culto que acababa de establecerse en el mismo lugar en que Dios se había revelado anteriormente a Jacob. Por eso un varón de Dios que vivía en Judá fue enviado para clamar contra este altar. No se ve muy a menudo que las Escrituras hablen de un objeto inanimado que sea interpelado. “Altar, altar” —dice el varón de Dios— “así ha dicho Jehová: He aquí que a la casa de David nacerá un hijo... el cual sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los lugares altos que queman sobre ti incienso, y sobre ti quemarán huesos de hombres” (13:2). Se encuentra tal vez un paralelo con las palabras de Jeremías: “¡Tierra, tierra, tierra! oye palabra de Jehová” (Jeremías 22:29) o aquellas de Ezequiel: “Montes de Israel, oíd palabra de Jehová el Señor” (Ezequiel 6:3; 36:1, 4 y 6). Claro está que en estos ejemplos —lo mismo que cuando el Señor dirigía reproches a las ciudades favorecidas en las que él había trabajado— la palabra apunta a los habitantes de la tierra, a los adoradores de ídolos sobre los montes y al pueblo que había rehusado escuchar cuando Dios hablaba. Aquí, de igual manera, Jeroboam reconocía que las palabras dirigidas al altar eran un reproche para él.
En esta ocasión Dios dio a Jeroboam una señal de que la profecía se cumpliría: el altar se rompió y la ceniza se derramó. Pero esto tuvo lugar después que el rey idólatra hubo extendido su mano para ordenar que fuera prendido el varón de Dios. E inmediatamente la mano “se le secó, y no la pudo enderezar” (1 Reyes 13:4).
Vemos a menudo que Dios da señales cuando comienza una nueva era, de modo que los hombres no sean dejados en la ignorancia acerca de la voluntad y los propósitos de Dios. Así sucedió, por ejemplo, cuando Israel dejó a Egipto y entró en Canaán. Los tiempos del ministerio del Señor y los de los apóstoles también se caracterizaron por señales y milagros notorios. Dios había hablado a Jeroboam por conducto de su siervo Ahías (11:29-38), pero Jeroboam no había escuchado, y ahora Dios le formula otra advertencia, confirmada por una señal indiscutible de la voluntad divina.
En general, la reacción de los impíos hacia un mensajero de Dios es la abierta hostilidad y la persecución, como lo vemos en el libro de los Hechos. Jeroboam, en cambio, se espantó cuando la potencia de Dios lo golpeó físicamente y cambió en seguida de actitud, pidiendo al varón de Dios que implorara a Jehová “su Dios” a fin de que su mano le fuese restaurada. ¿Esto no es típico de la inconsecuencia de la naturaleza humana? Los hombres aprovechan gustosamente la clemencia de Dios, pero, sin embargo, rehúsan obedecer a su palabra. El varón de Dios oró y la mano de Jeroboam fue restaurada (13:6).
Cuando el Enemigo no consigue la victoria con la oposición abierta, opta a menudo por la afabilidad de las maneras y la adulación. Esto lo vemos en el libro de Nehemías: a los enemigos del pueblo de Dios “les disgustó en extremo que viniese alguno para procurar el bien de los hijos de Israel” (Nehemías 2:10). No habían conseguido detener el trabajo de reconstrucción de la muralla por medio de las burlas y la oposición abierta. Entonces ellos le dijeron: “Ven y reunámonos en alguna de las aldeas en el campo de Ono” (6:2), pero Nehemías no se dejó engañar por el aparente deseo de cooperación. De igual modo Jeroboam, viendo fracasar su tentativa de detener al varón de Dios, emplea una manera más sutil para que su ministerio sea inoperante. Las Escrituras nos dicen que no ignoramos los designios de Satanás y, sin embargo, el pueblo de Dios se compromete constantemente colocándose bajo el patrocinio del mundo, y su testimonio resulta sin efecto, como el de Lot en Sodoma.
“Ven conmigo” —dice Jeroboam— “y comerás, y yo te daré un presente” (1 Reyes 13:17). Pero ¿qué recompensa de parte del príncipe del mundo puede compararse a aquella que espera en el cielo al creyente que procura andar en este mundo como su Señor anduvo, es decir, como extranjero, como viajero? El varón de Dios venido de Judá había sido prevenido de antemano y actuó con fidelidad al rechazar el ofrecimiento de hospitalidad del rey. “Aunque me dieras la mitad de tu casa, no iría contigo, ni comería el pan ni bebería agua en este lugar” (13:8).
Este mismo lenguaje fue el de Abraham cuando, luego de haber liberado a Lot, le fue propuesto por el rey de Sodoma: “Dame las personas, y toma para ti los bienes”. “He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo” —dijo Abram— “que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram” (Génesis 14:21-23). No es extraño que Dios le diga entonces: “No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande” (Génesis 15:1). Las recompensas de este mundo no cuentan en absoluto para el creyente que posee todas las cosas en Cristo.
Por lo tanto el varón de Dios, obediente a la palabra de Dios, se vuelve por otro camino. Habría sido muy hermoso que el relato hubiese terminado aquí. Pero Dios no nos esconde las debilidades y faltas de los hombres a quienes ha escogido para que le sirvan. Esto sirve de aliento para aquellos que experimentan demasiado su propia incapacidad. Pero tenemos otro ardid del Enemigo. 1 Reyes 13:14 nos muestra al varón de Dios cansado, tal vez por un largo viaje, como también por las circunstancias vividas en Bet-el, lo que le decide a descansar antes de volver a su lugar de residencia. Pero “no es éste el lugar de reposo” (Miqueas 2:10). ¡Cuidado! Los discípulos en el huerto de Getsemaní estaban cargados de sueño y fueron incapaces de orar como se les había mandado para no caer en tentación (Lucas 22:40, 45-46). “¡Ay de los reposados en Sion...!” (Amós 6:1). El combate continúa y necesitamos velar para orar y estar revestidos de toda la armadura de Dios a fin de permanecer firmes en el día malo (Efesios 6:13).
¿Qué decir del viejo profeta que vivía en Bet-el? Sus hijos vinieron a contarle todo lo que el varón de Dios había dicho y hecho en aquel día. ¿Qué es lo que lo empuja a ensillar el asno e ir a buscar a ese hombre fuera de la ciudad? Tal vez un sincero deseo de comunión o el de mostrar una hospitalidad según Dios, pero también es posible que haya sentido celos al comprobar que Dios había prescindido de él para hacer llevar su mensaje por alguien probablemente más joven y procedente de otro lugar. Elí había tenido que hacer una experiencia semejante cuando Jehová confió al joven Samuel un mensaje que el anciano no estaba en condición de recibir; pero en su caso vemos una humildad muy conveniente: “Jehová es; haga lo que bien le pareciere” (1 Samuel 3:18). Tal vez sea una experiencia humillante para un hermano de edad avanzada, sobre todo si su conciencia no se siente libre ante el Señor, que Él emplee un siervo más joven para dar a conocer su voluntad, pero todo estará bien si el mensaje es recibido con espíritu de humildad y obediencia.
El viejo profeta, a diferencia de Elí, no solamente insiste en vencer la resolución del varón de Dios venido de Judá, sino que llega a pretender que un ángel le ha hablado para revocar el explícito mandato dado antes por Dios. Sus palabras “yo también soy profeta como tú” (1 Reyes 13:18), sugieren un orgullo espiritual abominable para Dios; nos recuerdan las primeras palabras proferidas por el Enemigo: “¿Conque Dios os ha dicho...?” (Génesis 3:1). Si el varón de Dios hubiera reflexionado, habría visto que la palabra que le había sido dada no podía ser cambiada. Dios no puede mentir ni contradecir su palabra. Como dice el apóstol Pablo a los gálatas: “Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:8). Es bueno, para los jóvenes creyentes, someter a la prueba de la Palabra de Dios todo lo que oyen, tal como lo hacían los de Berea (Hechos 17:11). Por otra parte, los creyentes de edad madura deben estar siempre atentos a no desalentar a los niños en Cristo y a no enseñar nada que pudiera apartarlos de la Palabra de Dios.
Cuando estaban juntos sentados a la mesa, la palabra de Jehová vino al profeta que había buscado al varón de Dios, y esta vez no podía haber error acerca de la autenticidad del mensaje: “Por cuanto has sido rebelde al mandato de Jehová... no entrará tu cuerpo en el sepulcro de tus padres” (1 Reyes 13:21-22). El viejo profeta no dice ni una palabra de su propio pecado al haber hecho volver al otro del camino de la obediencia. Él entrega su solemne mensaje, recordando al varón de Dios el mandato formal que Dios mismo le había dado. Hoy no faltan almas que transitan un mal camino porque han sido conducidas allí por falsos maestros, pero, si bien es cierto que estos falsos pastores acumulan juicio sobre sí mismos, aquellos que se dejaron conducir tienen la responsabilidad de andar con obediencia a la palabra que han recibido de Dios mismo. Perseverar en un mal camino tendrá inevitablemente su desastrosa retribución.
La palabra dicha por el viejo profeta tuvo cumplimiento. El león mató en el camino al desobediente varón de Dios, pero se vio impedido de devorar su cuerpo y de atacar al asno. No se ve que, cuando el viejo profeta supo lo sucedido, haya tenido una palabra de remordimiento o arrepentimiento por la parte que le había cabido en esos tristes acontecimientos. Dice simplemente: “El varón de Dios es, que fue rebelde al mandato de Jehová; por tanto, Jehová le ha entregado al león, que le ha quebrantado y matado, conforme a la palabra de Jehová que él le dijo” (13:26). Estaba muy bien llevar el cadáver y enterrar al varón de Dios en su propio sepulcro, lamentándose: “¡Ay, hermano mío!”, pues podía reconocer que la palabra dicha por este varón de Dios se cumpliría seguramente. Pero ¿no podía pensar que él era el responsable de la trágica muerte de este hombre, de cuya desobediencia hablaba tan fácilmente? Los creyentes de edad madura pueden sacar provecho de la lección de esta historia. ¡Cuán fácilmente podemos ser causa de que alguien naufrague en cuanto a la fe! Nos suele suceder que condenemos a tal joven hermano, o a tal joven hermana, cuando lo más sabio sería examinarnos a nosotros mismos para ver si tenemos responsabilidad en lo sucedido; y seguramente todos podemos aprovechar la lección que nos brinda el triste fin del varón de Dios, venido de Judá, para no dejarnos privar de lo que hemos aprendido de Cristo y de retener firme lo que tenemos para que nadie tome nuestra corona.
El capítulo concluye mostrando que la advertencia hecha a Jeroboam por el varón de Dios y confirmada por señales impresionantes, desgraciadamente no dio resultado. “Con todo esto, no se apartó Jeroboam de su mal camino” (1 Reyes 13:33). De manera que nada pudo impedir el juicio de Dios sobre él y sobre su casa para raerla de sobre la faz de la tierra. Es muy solemne recibir de Dios un mensaje especial y no prestar atención. Recordemos el texto de Hebreos 3:12-13: “Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; antes exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy”.
Véase también el artículo sobre el mismo tema en el número siguiente.