El viejo profeta de Bet-el

1 Reyes 13

Viene a continuación del artículo publicado en enero-febrero sobre el mismo tema.

 

Dios suscita un testigo contra el espantoso mal al que el rey Jeroboam había arrastrado a su pueblo erigiendo un becerro de oro en Bet-el y otro en Dan, y sacrificando sobre un altar levantado ante cada uno de ellos. Envía entonces a un varón de Dios desde Judá a Bet-el para condenar la maldad de Jeroboam. “Por palabra de Jehová” (v. 1), este varón de Dios fue instruido en cuanto al mal que había en Bet-el. Sabía que ese mal era tan odioso a Jehová que pronto llegaría el día en que Dios había de juzgarlo. Especialmente fue puesto sobre aviso para que procurara no debilitar su testimonio asociándose al mal. Tenía que entregar su mensaje, dar una señal y enseguida regresar. Por ello le estaba prohibido comer o beber en Bet-el y volverse por el mismo camino por donde había venido. No debía tener ninguna relación con la falsa posición de aquellos que, profesando ser pueblo de Dios, marchaban desobedeciendo la palabra de Jehová.

El varón de Dios entrega su mensaje con gran fidelidad y da la señal de lo que va a suceder. Enojado, el rey manda a sus siervos que prendan al varón de Dios. Éste calla ante las amenazas e intercede por gracia cuando Dios castiga al hombre que había amenazado a Su siervo. Enseguida rechaza la recompensa ofrecida por el rey y, obedeciendo a la palabra de Jehová, se rehúsa a comer y beber en Bet-el.

En todo esto el varón de Dios se ajusta fielmente a su misión, incluso con espíritu de gracia a pesar de todo, y rechaza con firmeza lo que le habría llevado a asociarse con el mal.

Pero, si consideramos el final de esta instructiva historia, vemos que la fidelidad a la palabra del Señor es de nuevo puesta a prueba más tarde, y de manera aun más severa. La última parte de este relato se presenta por medio de palabras llenas de significado: “Moraba entonces en Bet-el un viejo profeta” (v. 11). En ese lugar culpable, asiento de la idolatría, adonde el varón de Dios había sido enviado para denunciar el mal y donde Jehová había dicho que no debía comer, un viejo profeta había hallado que era bueno para él habitar allí. Se trataba verdaderamente de un profeta, y era consciente del mal, pero, al permanecer en una asociación falsa, no solamente era incapaz de dar testimonio contra ese mal, sino que de hecho aprobaba su presencia.

Por mediación de ese profeta la obediencia del varón de Dios es puesta a prueba. Dura prueba, pues este viejo podía alegar no sólo su condición de profeta sino también hacer valer la experiencia de la edad. Además, da pruebas de una hospitalidad llena de solicitud hacia un hombre de Dios cansado y hambriento. “Ven conmigo a casa —le dice— y come pan” (v. 15). Sobre todo pretende que un ángel le ha comunicado “palabra de Jehová”, es decir, la orden de traer a su casa al varón de Dios, pero miente.

Rechazar tal invitación ¿no habría sido una falta de consideración hacia un profeta, una falta de respeto hacia su ancianidad, una ingratitud frente a la hospitalidad que le era ofrecida de corazón? Por sobre todo, podría haber dado la impresión de que despreciaba la palabra de Dios transmitida por un ángel. Sin embargo, la continuación de la historia muestra claramente que detrás de los motivos espirituales que podía haber considerado la razón, estaba el esfuerzo del Enemigo por anular la palabra de Jehová conduciendo al varón de Dios a entablar una falsa asociación.

¿Cómo actúa el varón de Dios frente a esta fuerte pero sutil tentación? Lamentablemente, parece tener en cuenta todos estos elementos: respeto a la vejez, consideración por la amistad de este condiscípulo, pretexto de obediencia a la palabra de Jehová, aunque esta palabra del viejo profeta contradice las primeras instrucciones personales que Dios le había dado. Al desobedecer, él se deja llevar a la falsa asociación de aquel que lo invita. Un viejo profeta, desgraciadamente, puede llegar a ser un engañador y seducir a alguien de manera que ya no sea ni fiel ni obediente.

Se ve cuán grave es esta desobediencia a la palabra de Jehová. En primer lugar, al volverse a Bet-el para comer y beber con el viejo profeta, el varón de Dios acepta una asociación que la palabra de Dios condena. Seguidamente, anula su propio testimonio al aceptar el mismo mal contra el cual había sido enviado a dar testimonio.

Podemos preguntarnos qué habría podido impedir que el varón de Dios cayera en la trampa. Sus propias palabras dan la respuesta cuando confiesa: “Por palabra de Dios me ha sido dicho: No comas pan ni bebas agua allí, ni regreses por el camino por donde fueres” (v 17). Evidentemente, entonces, su salvaguardia ante los esfuerzos hechos para arrastrarlo hubiera sido una firme obediencia a la palabra de Dios. En relación con esta escena se ha dicho justamente: «Toda vez que Dios nos ha hecho conocer su voluntad, no nos está permitido admitir una influencia posterior que la ponga en duda, aunque esta última pueda tener apariencia de palabra de Dios. En todos los casos nuestra responsabilidad es obedecer lo que Dios ha dicho».

Si el ojo del varón de Dios hubiera sido sencillo, ¿no habría podido discernir la razón por la cual la palabra de Dios le prohibía tan firmemente la asociación con el viejo profeta? Habría podido formularse una pregunta: ¿Cómo podía ser que, en el momento en que Dios quería denunciar el mal de Bet-el, Él se haya visto obligado a enviar un profeta desde Judá, cuando había uno en la propia Bet-el? ¿No basta este hecho para mostrarnos que ese viejo profeta de Bet-el no se había separado del mal y que entonces no era un vaso para honra, útil para el uso del Señor?

Al encontrarse en una falsa posición, el viejo profeta estaba presto a ir lejos para llevar al varón de Dios a consagrar su infidelidad asociándose a él. Lamentablemente, el varón de Dios cayó en la trampa y destruyó su propio testimonio al asociarse con alguien que, aun reconociendo el mal, lo soportaba.

Con justa razón ha sido dicho de este varón de Dios: «Es inaccesible a la tentación cuando ésta se presenta bajo la forma de un mal evidente, pero cae cuando es tentado por la apariencia del bien. La invitación del viejo profeta, su situación, su reputación, tienen mucho más peso para él que la palabra de Dios. Desobedece a Dios y se fía de una mentira de parte del profeta... Triunfa sobre la hostilidad del mundo exterior, pero es seducido por alguien de dentro y cae en la infidelidad». Al abstenerse de comer y beber con el rey, toma partido por Dios contra el mal. Cuando se vuelve para comer y beber con el viejo profeta, toma partido por el mal al asociarse a él.

La última parte de la historia (v. 20-32) muestra claramente que Dios no es indiferente a la infidelidad del viejo profeta ni al fracaso del varón de Dios. Según el gobierno de Dios, ambos son pasibles de castigo. El viejo profeta es castigado, con razón, ya que Dios lo fuerza a revelar su propio doblez cuando él pronuncia un juicio sobre el varón de Dios. En cuanto a éste, debe aprender que, si le dio más valor a la palabra de un profeta que a la palabra de Dios, el mismo que lo llevó a desobedecer será en manos de Dios el instrumento para poner en evidencia su pecado.

La severidad del juicio que alcanza al varón de Dios muestra con claridad de qué manera Dios es afectado por su desobediencia. Jehová le había dado mucha luz en lo concerniente al mal de Bet-el y al horror que éste le inspiraba. Dios lo había honrado al emplearle como testigo contra el mal. Lo había puesto en guardia muy especialmente para no verse atrapado en una falsa asociación. A pesar de la luz, del privilegio y de la advertencia, él se deja arrastrar a tal compañía, teniendo por resultado —a pesar de su fidelidad y osadía anteriores— una carrera terminada en la tierra como testigo de Dios.

Cosa grave es hacer poco caso de la palabra de Dios y del pecado en presencia de la luz. Sin embargo, podemos ver que, si el Dios Santo debe castigar a su pueblo por su infidelidad, no es injusto para olvidar las obras de amor que han sido hechas para honra de Su nombre. Por eso, 350 años después de estos acontecimientos, cuando Josías propaga la palabra de Dios y quema los huesos de los sacerdotes idólatras, guarda sin tocar los sepulcros en que reposan el varón de Dios de Judá y el viejo profeta de Bet-el. Por su infidelidad, el pueblo de Dios no escapa a su castigo, pero, por la fidelidad de Dios, escapa del juicio que alcanza al mundo (2 Reyes 23:15-18).

Si tratamos de sacar provecho de las lecciones de esta sorprendente historia, haremos bien en recordar estos tres hechos:

  1. En el siglo XIX, y por gracia de Dios, hubo un nuevo descubrimiento de las grandes verdades concernientes a Cristo y a la Iglesia, tales como son reveladas en la Palabra de Dios.
  2. A la luz de este nuevo descubrimiento de la verdad, muchos han abierto los ojos para darse cuenta de la ceguera de la cristiandad.
  3. Ahora, con nuestros ojos abiertos nos damos cuenta de la pérdida de la verdad; además el Espíritu de Dios nos ilumina en lo concerniente a la posición del creyente en medio de la confusión de la cristiandad. Hemos comprendido que el conocimiento de la verdad por un lado y la corrupción de la cristiandad por el otro, confirman en nosotros un deber: el de separarnos. No hacerlo equivale a negar la verdad y quedar bajo el juicio de Dios.

La cristiandad se ha organizado en un cierto número de sistemas y denominaciones que forman una religión establecida en la tierra, con estructuras de carácter humano. Los predicadores pretenden ser los intermediarios entre el pueblo y Dios. Es una religión atractiva para el hombre en la carne. Así lo fue el judaísmo antiguamente, y así lo es la cristiandad. Dios llama a ese sistema “el campamento” y los verdaderos creyentes son exhortados a salir de él, hacia Cristo, llevando Su vituperio (Hebreos 13:13).

Además, leemos que todos aquellos que invocan el nombre del Señor deben retirarse de la iniquidad y que debemos purificarnos de los vasos de deshonra (2 Timoteo 2:19-22).

La Palabra de Dios muestra muy claramente que, en los días de ruina, la separación a la que hemos sido llamados es a la vez de orden eclesiástico y de orden personal. Lamentablemente, puede darse un aspecto sin el otro. Podemos estar verdaderamente separados del mal religioso y, sin embargo, estar en falta en cuanto a nuestra propia santidad personal. O bien puede ser que haya buen testimonio, como en la iglesia de Sardis —donde algunas personas no habían manchado sus vestiduras— (Apocalipsis 3:4), pero que no haya ninguna separación respecto de un sistema religioso condenado y sin vida. Una separación hacia Cristo reúne las dos cosas a la vez. Y, como en la época del varón de Dios de Judá, así sucede también en la nuestra: el poder de nuestro testimonio será proporcional a la realidad de nuestra separación.

Siendo así, aquellos que hayan salido fuera del campamento hacia Cristo harán la experiencia, como el varón de Dios, de que todos los esfuerzos del Enemigo se movilizan contra ellos para arruinar su testimonio al conducirlos una vez más hacia las asociaciones condenadas por la Palabra de Dios. Para conseguir sus fines, el diablo emplea hoy los mismos procedimientos que usó en aquel tiempo para hacer caer al varón de Dios. Primeramente procurará unirnos a falsas asociaciones por medio de cualquier ventaja que ofrezca el mundo. Luego, si no logra su propósito, se esforzará en conseguirlo por el procedimiento más sutil de un amigo creyente que se encuentra en una falsa posición. Muchos, como el varón de Dios de este relato, sabrán rechazar con firmeza la primera trampa y caerán en la segunda. Somos capaces de ver que una asociación está condenada por la Palabra cuando no hay creyentes en ella. Por el contrario, podría plantearse esta pregunta: ¿No podemos juntarnos a tal compañía, en la cual hay auténticos creyentes? Si Dios nos exhorta a salir del campamento sin tener en cuenta el hecho de que hay creyentes que quedan dentro, ¿será justo volver al campamento con el pretexto de que otros están allí?

Sin embargo, la atracción del retorno al campamento puede presentarse con fuerza y bajo hermosos aspectos. El amor fraternal, viejas amistades, el deseo de ayudar al pueblo del Señor, el propósito de reafirmar las cosas que quedan, son otros tantos motivos que se pueden poner por delante para volver a esas asociaciones condenadas por la Palabra de Dios. Además, tenemos la carne en nosotros y tal vez la atracción del campamento puede halagar la vanidad y la suficiencia del corazón natural. Pero no perdamos de vista que el hermano que intenta hacernos volver también tiene la carne en sí mismo. Y, como en el caso del viejo profeta de Bet-el, puede llevarnos a una mala asociación con la vil intención de justificarse a sí mismo en su falsa posición.

El hecho de haber dejado las asociaciones condenadas por la Palabra de Dios es en sí mismo un testimonio contra ellas. Volver, es anular nuestro testimonio y, en principio, reconstruir las cosas que habíamos destruido.

Además, podemos preguntarnos si un hermano, al volver a una asociación semejante, ayuda verdaderamente a los creyentes que están en ella. ¿Los librará de su falsa posición? Es evidente que el varón de Dios, al comer y beber en Bet-el a pesar de la advertencia divina, no ayudó al viejo profeta y tampoco lo sacó de su falsa posición.

Por otra parte, ligándonos a esa clase de asociaciones ¿no nos ponemos en peligro no sólo de destruir nuestro testimonio contra el mal, sino también, como el varón de Dios de Judá, de poner punto final a nuestra carrera como testigos de la verdad?

Tan sólo andando con una firme obediencia a la Palabra de Dios podemos escapar de los ardides que emplea el Enemigo para atraernos a una falsa posición. Hagamos de manera, pues, que la Palabra de Dios tenga su autoridad absoluta en nuestras almas. Contentémonos con andar en separación, en la sombra, y estemos satisfechos si el Señor puede decirnos: “Aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre” (Apocalipsis 3:8).