4. El Espíritu, poder para luchar
Mientras esté en la tierra, el creyente debe sostener una incesante lucha, no contra sangre y carne, sino contra huestes espirituales de maldad que están en las regiones celestiales y, muy particularmente, contra las asechanzas del diablo (Efesios 6:11-12). Para conseguir la victoria, tiene necesidad de vestir toda la armadura de Dios y de ser fortalecido con poder en el hombre interior (3:16). “Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios” (o divinamente poderosas) (2 Corintios 10:4). Por cierto que no es la carne, sino el Espíritu quien tiene poder para luchar contra Satanás.
El arma preferida por el enemigo está constituida por las codicias, por la voluntad de la carne, pero el Espíritu tiene el poder de subyugarla, pues, como está escrito en Romanos 8:2: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”. La ley del Espíritu de vida es tan potente que vence a aquella del pecado y de la muerte. Es una ley de vida “en Cristo Jesús” la que mora en nuestros corazones por el Espíritu Santo. La Palabra declara: “Mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). Entonces, si dejamos obrar al Espíritu en nosotros seremos liberados de la antigua ley del pecado y de la muerte y “guardados por el poder de Dios” (1 Pedro 1:5). Por eso la vida victoriosa no es algo que debamos adquirir, sino que la recibimos como un don de Dios en Cristo, como un fruto de “la abundancia de la gracia” (Romanos 5:17).
Como estamos muertos con Cristo, tenemos el privilegio —mediante el poder del Espíritu Santo— de tenernos por muertos a la carne y al pecado. Pero también hemos resucitado con él, de forma que, por efecto de la misma potencia, podemos vivir de su vida (Romanos 6:4, 11). De modo que el Espíritu produce realmente en nosotros lo que Cristo nos ha adquirido por su obra de la cruz, donde no solamente expió nuestros pecados por medio de su sangre sino que también soportó en su cuerpo la condenación de Dios contra el pecado (8:3). “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (6:6-7).
Según la medida en que el Espíritu no sea obstaculizado por la carne, hará que para nosotros sea una realidad la condición de muertos al pecado y la de vivos para justicia. “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (8:13).
En otras palabras, el Espíritu Santo tiene el poder de conformar la vida del creyente a la voluntad de Dios, mientras que antes la carne le hacía esclavo del pecado (6:20-23).
No obstante, la naturaleza del viejo hombre no ha cambiado: si, en lugar de tenerla por muerta mediante la fe, la dejamos obrar a su gusto, inmediatamente manifestará malignidad con tanta energía como anteriormente. Sólo el poder del Espíritu Santo puede mantenerla crucificada y así liberarnos de su tiranía. ¡Velemos, pues!, porque escrito está: “el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).
5. El Espíritu, poder de la oración
¿Qué es la oración, se ha preguntado, sino la voz del Espíritu Santo que en nuestro corazón llama a Dios? Como con frecuencia no sabemos lo que hace falta pedir como conviene, “el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Romanos 8:26-27). Sin el socorro del Espíritu Santo, nuestras oraciones son frías, insípidas, formalistas. Tales oraciones llegan al extremo de ofender a Dios, están desprovistas de toda eficacia y dejan el corazón más miserable que antes. En cambio, si somos conducidos por el Espíritu, nuestras oraciones serán vivas y constantemente renovadas, tanto en su sustancia como en su expresión. Y, lo que es mucho más, la propia voluntad que en ellas se manifiesta muy a menudo, dejará su lugar a la de Dios, de forma que, incluso en nuestras demandas más instantes, desearemos ante todo lo que Dios quiere. Nuestra oración se convierte entonces en un reposo en Dios. El alma, segura de su fidelidad y de su gracia, espera su socorro con la serenidad que da la fe. “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15). “Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová” (Lamentaciones 3:26).
La dependencia del Espíritu en la oración es cuestión de fe. Si creemos que el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad e intercede por nosotros, experimentaremos la realidad de su intervención. Aprenderemos a orar según el pensamiento de Dios, pues el Espíritu Santo conformará nuestras demandas a ese pensamiento divino. Pero es muy importante que no sea entristecido por un pecado no juzgado. Por eso, si sentimos alguna falta de libertad, debemos buscar inmediatamente la causa de ese impedimento y juzgarnos a la luz divina (Efesios 5:13; 1 Juan 3:19-22). Una vez que el mal haya sido así descubierto y confesado, se recobrará el poder del Espíritu Santo.
La Palabra también nos exhorta a orar con perseverancia, y el Espíritu nos incita y nos ayuda a hacerlo así. “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efesios 6:18). Esta exhortación es hoy más apropiada que nunca, pues cuán fácilmente nos dejamos sumergir por nuestras ocupaciones cotidianas, hasta el extremo de no tomarnos el tiempo necesario para acercarnos regularmente al trono de la gracia. Escuchemos la voz del Espíritu que nos invita a ello. Los hombres de fe de todos los tiempos han sido hombres de oración. Pensemos en Daniel, quien se arrodillaba tres veces al día en la corte del rey Darío (Daniel 6:10). ¡Qué perfecto modelo fue también el Señor en ese sentido! Lo vemos especialmente en el evangelio de Lucas.
Pero el pasaje de Efesios 6 atrae aun nuestra atención sobre un punto importante: guardémonos de limitar nuestras demandas a la expresión de nuestras necesidades personales, y velemos por que la intercesión tenga en ella un amplio lugar para la “súplica por todos los santos”. Si oramos por el Espíritu, él producirá esta intercesión despertando su necesidad en nuestros corazones. La visión que él nos dará al respecto, cómo ampliará el horizonte de nuestras oraciones, a menudo tan egoístas y desprovistas de discernimiento. Además, la intercesión contribuye a afirmar el amor fraterno, pues ella obra como antídoto contra el espíritu de juicio y de maledicencia. ¡Qué fuente de bendiciones es la oración por el Espíritu! ¡Qué comunión preciosa es la parte de aquel que, orando de esta manera, expresa el mismo pensamiento del Espíritu!
6. El Espíritu, poder del culto
Después de haber exhortado a los efesios a ser llenos del Espíritu, el apóstol añade: “hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones” (5:18-19). Esto muestra que la plenitud del Espíritu Santo produce en primer lugar la alabanza y la adoración, que es la forma más elevada del servicio, puesto que ella es el homenaje que dirigimos a Dios por lo que él es en sí mismo y por lo que él es para nosotros. El Espíritu, fuente de agua que salta para vida eterna (Juan 4:14), nos hace capaces de gozar de Dios y de adorarle en espíritu —es decir, según su naturaleza— y en verdad —según la revelación que él nos ha dado de sí mismo por medio de su Palabra y en su Hijo. “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). Nuestra adoración, despojada de todo ritualismo, es producida y conducida por el Espíritu, poder de la vida divina en nosotros. “Por el Espíritu de Dios damos culto” (Filipenses 3:3, según la traducción literal del texto hebreo). Es él quien nos revela las glorias de Dios el Padre y de Cristo, su Hijo amado, como así también las maravillas de la gracia desplegada a nuestro favor; él hace nacer en nuestros corazones el agradecimiento, el amor, la alabanza, la adoración que expresamos por medio de himnos y de acciones de gracias.
La adoración es, pues, el privilegio exclusivo de aquellos que, poseyendo la vida eterna y el Espíritu Santo, así son hechos capaces de ofrecer a Dios, conocido como Padre, el único culto que puede aceptar, es decir, la adoración en espíritu y en verdad. “Porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23).
Además de su acción como fuente y poder de la adoración, el Espíritu produce en los corazones de los verdaderos adoradores una plenitud de comunión recíproca: comunión de amor hacia el Padre y el Hijo, de gozo, de felicidad, de pensamiento y de expresión. Esta comunión no conoce límites de lugar ni de tiempo; ella es la parte de aquellos que, reunidos alrededor del Señor, gustan la dulzura de ese privilegio y —como lo expresa un himno— conocen «la felicidad de adorar todos juntos y de anunciar su muerte y su retorno». Hechos perpetuamente perfectos, unidos a Cristo, objetos del mismo amor, introducidos en la presencia misma de Dios el Padre, adoran juntos por medio del Espíritu. “Porque por medio de él (Cristo) los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). Qué gracia es poder, ya aquí abajo, cumplir ese servicio como miembros de la misma familia y del mismo cuerpo, anticipando el día en que lo cumpliremos de manera perfecta en la gloria y en la felicidad eternas.
7. El Espíritu, poder de la esperanza
Como un divino Eliezer, el Espíritu Santo nos habla, durante todo el viaje, del cielo de donde vino y hacia donde nos acompaña. Como “arras de nuestra herencia” (Efesios 1:13-14), él es el poder por medio del cual gozamos desde ahora de las cosas de lo alto, es decir, de la gloria que compartiremos con Cristo y de la vida abundante que tendremos cuando Dios vivifique nuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en nosotros (2 Timoteo 2:11; Romanos 8:11). Ciertamente, el creyente no posee todavía la herencia, pero el Espíritu Santo le recuerda constantemente la realidad y el precio de ella; aun más, él le da la posibilidad de saborearla por anticipado y le garantiza la promesa de tal heredad. Así, él nos permite anticipar el gozo y la bendición venideros, aunque permanezcamos todavía en la tierra. En una palabra, él se dedica a hacer que nuestro corazón esté en el cielo, a fin de que el cielo esté en nuestro corazón. De tal manera, el Dios de esperanza nos llena de todo gozo y paz en el creer, para que abundemos en esperanza por el poder del Espíritu Santo (Romanos 15:13).
Este gozo procede de la certidumbre de que pronto vamos a entrar en posesión de la herencia. “Nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia” (Gálatas 5:5). Cristo ya está glorificado y nosotros compartiremos su gloria. Esta esperanza, que el Espíritu afianza en nuestros corazones, “no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5).
Al derramar en nosotros el amor de Dios, el Espíritu nos Lo revela en la esencia de su ser y nos da un completo gozo de la esperanza que pronto será una gloriosa realidad. Desde ahora el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre nosotros (1 Pedro 4:14). Es él quien, dirigiéndose al Señor Jesús, dice con la Esposa: ¡“Ven”! También es él quien obra en cada uno de nosotros con el fin de que unamos nuestras voces a la suya y digamos: ¡ “Amén; sí, ven, Señor Jesús”! (Apocalipsis 22:17, 20).
Después de haber considerado en alguna medida la operación del poder del Espíritu Santo en el creyente, tenemos motivos para dar gracias a Dios de que haya proveído, de forma admirable, a las necesidades de los santos, de manera que puedan contar con una plenitud de poder, de victoria y de gozo, a pesar de su debilidad. ¡Ojalá él nos acuerde la gracia de beber sin cesar de esta fuente divina y de velar para no privarnos de ningún modo, por falta de vigilancia, de las bendiciones que provienen de ella!