Difícilmente cabe imaginar un tema de mayor importancia que el del juicio venidero y, sin embargo, no hay otro respecto del cual reine mayor confusión. Miles y miles de cristianos no disfrutan de la paz con Dios por el sencillo motivo de que poseen ideas equivocadas acerca de este asunto tan solemne. Este lamentable estado espiritual, que deshonra a Cristo, se debe a la ignorancia acerca de la sencilla enseñanza de la Palabra de Dios, así como el mismo Señor se lo advertía a los saduceos: “Erráis, ignorando las Escrituras” (Mateo 22:29).
La creencia popular y general es que, en el fin del mundo, Cristo aparecerá para juzgar; entonces se abrirán los sepulcros y todos —creyentes e inconversos— saldrán de ellos para ser juzgados al mismo tiempo y sólo entonces sabrán definitivamente dónde pasará la eternidad cada uno de ellos. En otras palabras, existe la creencia de una resurrección general y de un juicio universal simultáneos.
Pero, si examinamos cuidadosamente y con oración las Sagradas Escrituras, no hallaremos la menor línea que apoye semejante idea, sino que, al contrario, en vez de una sola resurrección habrá dos, separadas por un mínimo de mil años (léase con atención Juan 5:29 y Apocalipsis 20:1-6). En la Biblia vemos, además, que en vez de un juicio universal, hay por lo menos tres juicios, de caracteres distintos, en diferentes épocas y cada cual aplicable a una distinta clase de personas.
- El tribunal de Cristo, ante el cual comparecerán todos los creyentes glorificados, una vez que Cristo los haya arrebatado de la tierra (Romanos 14:10; 2 Corintios 5:10).
- El trono de su gloria, ante el cual serán reunidas todas las naciones que subsistan al iniciarse el reinado de Cristo en la tierra (Mateo 25:31-46).
- El gran trono blanco, ante el cual todos los muertos (los incrédulos), cualesquiera que sean sus posiciones sociales, estarán en presencia de Dios para ser juzgados por sus pecados, al final del reinado de Cristo (Apocalipsis 20:5, 11-15).
Además, hay otros juicios descritos por los profetas del Antiguo Testamento y en el libro del Apocalipsis, los que se verificarán en la tierra. Por ejemplo, el juicio de la bestia y del falso profeta (Apocalipsis 19).
Conviene recordar, como cosa de suma importancia que, para el creyente, el juicio ya ha pasado. “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
Antes de proseguir nuestro estudio, deseamos que el lector creyente retenga firmemente esta importante verdad: todo aquel que cree en Cristo (habiéndole aceptado como su Salvador personal) no sólo tiene desde ahora la vida eterna, sino que —según las propias palabras de Cristo— no comparecerá en juicio (condenatorio). Por cuanto la Palabra de Dios le asegura la primera gran verdad, también le asegura la segunda.
— Pero —objetará tal vez alguien— ¿no dice la Palabra que está establecido para «todos» los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio?
De ningún modo. Abra el lector su Biblia en Hebreos 9:26-28 y verá que la palabra «todos» no se halla en ese pasaje. En el versículo 27 vemos cuál es la suerte común a los hombres: la muerte y el juicio; pero en el versículo 28 encontramos la porción del creyente. En vez de esperar la muerte, espera la venida de Cristo, y en lugar de esperar a Cristo como su Juez, lo espera como su Salvador, “el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:21).
El Salvador vino una vez al mundo para borrar el pecado por el sacrificio de su propia vida. Vino, hace más de diecinueve siglos, para resolver la cuestión del pecado, para borrarlo, para llevar los pecados de todos los que creen en Él, y habiendo cumplido en la cruz la obra a nuestro favor, aparecerá por segunda vez sin relación con el pecado, es decir, habiendo puesto de lado la cuestión del pecado; porque si este asunto fue resuelto en su primera venida, no podrá plantearse nuevamente en la segunda.
Desde luego que, para el inconverso, para aquel que haya rechazado la salvación, la venida de Cristo será para juicio y condenación; pero, para el creyente, será “para salvación”; en otras palabras, en la segunda venida de Cristo, el creyente recogerá los plenos resultados de la obra realizada por el Señor en su primera venida. Entonces el creyente no sólo poseerá la salvación de su alma —de la cual goza ya por gracia—, sino que su salvación será consumada (perfectamente acabada) mediante la glorificación de su cuerpo.
¡Qué paz posee el creyente al darse cuenta de que Dios nunca más podrá plantear, por medio de la justicia, la cuestión de sus pecados! Cristo padeció por nuestros pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios (1 Pedro 3:18). Llevó nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero (2:24). Y, tras haber ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó a la diestra de Dios (Hebreos 10:12).
El creyente nunca tendrá que padecer a causa de pecados por los cuales Cristo padeció ya una vez para siempre; ya no tendrá que llevar los pecados que Cristo llevó sobre sí hace más de diecinueve siglos, ni tampoco tendrá que ser juzgado a raíz de pecados por los cuales Cristo ya se ofreció a sí mismo en sacrificio.
Queda, pues, claramente establecido, amado lector cristiano, que Dios ya no le someterá a juicio por sus pecados, pues él considera que el Señor Jesucristo ya soportó el juicio que ellos merecían. Pero, entonces, ¿qué significa este pasaje: “Todos nosotros compareceremos ante el tribunal de Cristo”?
Esto nos lleva a considerar brevemente los tres juicios que hemos mencionado.
1. El tribunal de Cristo
Si bien es verdad que el creyente nunca tendrá que ser juzgado por sus pecados, no deja de ser igualmente cierto que tendrá que comparecer ante el tribunal de Cristo (2 Corintios 5:10). Conviene hacer notar aquí que el Espíritu de Dios no dice: «Todos hemos de ser juzgados». Si lo hubiera dicho así, ello habría estado en contradicción directa con Juan 5:24, donde está escrito que no vendremos a condenación (o juicio condenatorio); y podemos estar seguros de que la Palabra de Dios no se contradice. Pero está escrito: “Todos nosotros compareceremos ante el tribunal de Cristo”; es decir que cada cosa que hayamos hecho en este mundo será sacada a la luz en el cielo, y que recibiremos una recompensa o sufriremos pérdida de ella, según que lo que hayamos hecho sea bueno o sea malo. No se decidirá entonces dónde pasaremos la eternidad ni si tenemos o no derecho a entrar en el cielo, por cuanto el creyente ya sabe, sin sombra de duda, que pasará la eternidad con Cristo, en la gloria. Vea usted 2 Corintios 5:1: “Sabemos que... tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”. Con otras palabras, nosotros, los cristianos nacidos de nuevo, ya tenemos la perfecta certeza de que pasaremos la eternidad en la gloria celestial; por lo cual “vivimos confiados siempre” (v. 6). Y, en lugar de tener que esperar hasta el tribunal de Cristo para saber si tenemos derecho a ir al cielo, siempre tendríamos que dar “gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (Colosenses 1:12).
— Pero —objetará alguien— dicha confianza ¿no nos induciría a descuidar nuestra marcha o nuestra conducta en este mundo?
¡Al contrario! Como Cristo padeció por nosotros a fin de proporcionarnos una gloria eterna, ello nos compromete a esforzarnos con ardor para “serle agradables” (2 Corintios 5:9). Y por si este motivo no fuese suficiente, tenemos aun otro: todos deberemos comparecer ante el tribunal de Cristo. Allí, cada cosa será enfocada rectamente; si hemos vivido egoístamente, en función de nuestro exclusivo provecho, experimentaremos una “pérdida”; pero si —por la gracia de Dios— nos hemos esforzado en vivir para Cristo, recibiremos una “recompensa” (1 Corintios 3:14-15).
— Pero —dirá tal vez el lector— siempre pensé que teníamos que comparecer ante el tribunal de Cristo para que allí se estableciera si entraríamos o no en el cielo.
¡De ningún modo! Desde el momento en que el cristiano muere, su cuerpo, desde luego, es sepultado, pero su espíritu se va para estar con Cristo. Como lo dice 2 Corintios 5:8, está ausente del cuerpo y presente al Señor, y el propio apóstol Pablo confiesa que tenía el deseo de partir y estar con Cristo (Filipenses 1:23). Asimismo el Señor, dirigiéndose al ladrón que está sobre la cruz, le dice: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43).
Si, pues, tanto el apóstol Pablo como el ladrón y todos los demás creyentes que murieron desde entonces han estado con Cristo, ¿podría ser posible que tuvieran que dejar ese lugar de bendición a fin de ser juzgados y examinar si tienen derecho a estar en el cielo? Por cierto que no.
— Pero —se podría decir— son sus espíritus los que están con Cristo, mientras que sus cuerpos permanecen en la sepultura, y ¿no podría haber algún cambio en la resurrección?
Veamos lo que nos enseña la Palabra de Dios. El capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios trata, desde el principio hasta el fin, el tema de la resurrección; primeramente la de Cristo y luego la de los santos o creyentes. Había en Corinto algunos falsos maestros que intentaban persuadir a los creyentes de que no había resurrección alguna. Por este motivo el Espíritu de Dios, a través del apóstol Pablo, da siete pruebas distintas de la resurrección de Cristo:
- Las Escrituras (v. 4).
- Cefas (v. 5).
- Los doce apóstoles (v. 5).
- Quinientos hermanos a la vez (v. 6).
- Jacobo (v. 7).
- Todos los apóstoles (v. 7).
- Después de todos, el propio apóstol Pablo (v. 8).
Este asunto es de suma importancia, porque “si Cristo no resucitó... aún estáis en vuestros pecados” (v. 17); la salvación misma depende del hecho de que Cristo no sólo ha muerto sino que también ha resucitado.
Y si Cristo resucitó de entre los muertos, entonces los muertos resucitan; pero ¿de qué modo? “Cristo, las primicias (esto es, hace más de diecinueve siglos); luego los que son de Cristo, en su venida” (v. 23). Y, ¿en qué condiciones resucitarán? Abra usted su Biblia y lea varias veces el versículo 43: “Se siembra en deshonra, resucitará en gloria”. Tanto este versículo como todo el capítulo se aplica únicamente al creyente. Una vez que éste haya resucitado, ¿tendrá que ser juzgado para ver si tiene o no derecho a estar en la gloria? Por cierto que no. Resucita en gloria.
¿Ha usted comprendido el poder y la sencillez que encierran estas palabras: “resucitará en gloria”? Luego, en cuanto a esos creyentes que estén vivos en la venida de Cristo, bien podríamos estar entre ellos; por eso esperamos al Señor Jesucristo como Salvador, “el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:20-21). De modo que, en la venida de Cristo (1 Tesalonicenses 4:13-18), los santos vivientes serán transformados en un instante y vendrán a serle semejantes, “porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2), y los muertos en Cristo serán resucitados en gloria.
Pero, ¿por qué tenemos tanto interés en probar todo esto? Sencillamente para demostrar que, antes de comparecer ante el tribunal de Cristo, no sólo estaremos con el Señor sino que, ya glorificados, seremos hechos semejantes a él. Y ¿cabe suponer por un instante que alguno de aquellos que estarán glorificados y serán semejantes a Cristo podría ser arrojado a las tinieblas de afuera? ¿Quién podría imaginar semejante cosa, si tan sólo este pensamiento es absurdo?
Además, ¿quién presidirá este tribunal? Cristo, desde luego; Aquel que llevó nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero. ¿Cabe suponer, entonces, que podría imputarnos los mismos pecados que él expió en la cruz?
Pero ¿cuál es entonces el propósito de dicho tribunal? Como ya lo hemos demostrado, no puede ser para decidir si estaremos o no en el cielo, porque ya moraremos allí; pero estando en aquel sitio con Cristo, revestidos de cuerpos glorificados, semejantes a Cristo, pasaremos revista —en su compañía— a lo que fue nuestra vida en este mundo. Examinaremos cada uno de nuestros pasos, nos acordaremos de cada circunstancia a la luz pura de su bendita presencia; pesaremos todos los actos de nuestra vida en la balanza del santuario; los veremos tal como él los vio y los enjuiciaremos tal como él lo hizo.
El mismo Señor nos enseñará dónde y cómo hemos fallado; pero, lejos de espantarnos, este examen tan sólo ahondará en nuestras almas el sentimiento de su gracia y su amor invariables que habrán soportado durante tanto tiempo a criaturas tan débiles como nosotros. Se complacerá en recordarnos el más pequeño servicio, la menor cosa que hayamos hecho para él; una palabra dicha en su favor, o incluso un vaso de agua fría dado en su nombre no serán olvidados. Entonces, “cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor” (1 Corintios 3:8).
No perdamos la preciosa oportunidad que se nos brinda de servir a Cristo! ¡Despertemos del lamentable sueño de apatía e indiferencia en el cual, por desgracia, somos tan propensos a caer! No vivamos para nosotros, sino para Aquel que se entregó por nosotros. “La obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego. ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él” (3:13-17).
En este pasaje tenemos tres pensamientos distintos:
- Un verdadero cristiano, cuyo trabajo es bueno, recibirá su recompensa (v. 14).
- Un verdadero cristiano, cuya obra es mala, sufrirá pérdida, pero él mismo será salvo (v. 15).
- Un hombre inconverso, que es malo de por sí y cuya obra es nefasta, ambos (él y su trabajo) serán destruidos (v. 17).
Aunque estos versículos se aplican sin duda de modo especial al servicio o ministerio cristiano, el mismo principio puede aplicarse también a todos los detalles de la vida del cristiano. ¡Cuántas cosas que hacemos y decimos ahora serán entonces consumidas por el fuego!...
¡Cuán solemne es pensar que, ante el tribunal de Cristo, todas las cosas serán puestas de manifiesto! ¡Cuán cuidadosos de nuestra conducta, de nuestros caminos y de nuestro servicio debería hacernos ese pensamiento! ¡Cuánto importa que todo lo que digamos o hagamos tenga en vista ese día cercano en el que compareceremos ante el tribunal de Cristo!
Alguien, tal vez, objetará: — En 2 Corintios 5:11, ¿no habla el apóstol del temor del Señor? ¿No parece tener temor en cuanto a los resultados de aquel día?
Sin duda, pero sin la menor idea de que él u otros creyentes puedan ser condenados aquel día. No está turbado en absoluto por lo que podría pasarle a él, sino que está inquieto por los demás. Si el tribunal es algo tan solemne para él, quien está protegido por la sangre de Aquel que se sentará como Juez, ¿qué será para el hombre pecador, desprovisto de toda protección (ante el gran trono blanco)? Después de estas palabras: “conociendo, pues, el temor del Señor”, no añade: «echamos a temblar por nosotros mismos», sino: “persuadimos a los hombres” (5:11).
Uno podría preguntarse: — ¿qué pudo hacer para Cristo el ladrón crucificado a su lado? ¿No había blasfemado Su nombre casi en los últimos instantes de su vida? Pues bien, creemos que su recompensa será grande. ¿Qué hizo? Lo que ni usted ni yo jamás hemos sido llamados a hacer. Todo el mundo estaba en contra de Cristo; la muchedumbre se había levantado contra él; el pueblo judío había gritado: “¡Fuera, fuera, crucifícale!” (Juan 19:15, 6); los principales sacerdotes y los gobernadores habían exclamado: ¡Crucifícale! Judas, uno de sus discípulos, le había traicionado; Pedro le había negado; todos le habían abandonado; los que pasaban cerca de la cruz meneaban la cabeza ante él, se mofaban del Señor en su agonía; y... ¿qué hace el malhechor?: es el único —según nos lo dice la Escritura— que levanta su voz en favor de Cristo. ¡Qué privilegio! ¡Cuán agradable debió de ser para el corazón del Salvador oír este sencillo pero sincero testimonio: “Éste ningún mal hizo” (Lucas 23:41). Por cierto que en aquel día esas palabras no serán olvidadas; este hombre no perderá su recompensa.
Sin embargo, no sólo veremos nuestras faltas y aprenderemos a conocer —como nunca la conocimos antes— la gracia infinita del Salvador, la que nos habrá soportado a pesar de nuestras flaquezas; no sólo nos recordará hasta la menor acción hecha para él y nos la recompensará como únicamente su gracia puede hacerlo, sino que también veremos cómo nos guardó en medio de peligros que ni siquiera habíamos visto o notado en esta tierra.
No debemos olvidar que Satanás está siempre contra nosotros, pero —¡alabado sea el Señor!— Dios está siempre por nosotros. Nos protege en medio de los peligros que ignoramos y nos guarda de escollos y amenazas que no vemos. Para ilustrar este hecho, mencionaremos un caso sacado de la historia de Israel, el pueblo terrenal de Dios (Números 22 al 24). Librados de Egipto, los israelitas acaban de terminar su peregrinación en el desierto y están a punto de entrar en el país de la promesa cuando Satanás, su mayor enemigo, se ensaña una vez más contra ellos. Incita a Balac, rey de Moab, a que llame a Balaam, hijo de Peor: “Ven, pues, ahora, te ruego, maldíceme este pueblo” (22:6). Pero, cuando Satanás se opone a ellos, Dios los protege y dice: “...Ni maldigas al pueblo, porque bendito es” (v. 12). Satanás hace lo posible, ensaya todos los medios, emplea todas las trampas, pero es en vano. Y ¿qué supieron los hijos de Israel de lo que ocurría en la cumbre del monte? Estaban en sus tiendas, diseminadas por los llanos de Moab, sin tener la menor idea de todo ello. Ignoraron tanto la poderosa conspiración de Satanás como la maravillosa liberación de Dios. Ocurre lo mismo con nosotros: desconocemos ahora muchos de los ataques de Satanás, pero en aquel día todo será manifiesto: conoceremos como fuimos conocidos.
¡Ah, cuántas alabanzas subirán a Dios cuando, ante el tribunal de Cristo, podamos echar una mirada hacia atrás y recordar todo el camino por donde nos hizo andar Jehová nuestro Dios! (Deuteronomio 8:2).
Si no compareciéramos ante este tribunal, no conoceríamos ni la mitad de la grandeza de la gracia de Dios, ni su fidelidad invariable.
Y a medida que nuestras faltas y pecados desfilen ante nuestros ojos, en vez de despertar el más leve temor en nosotros, o de suscitar la menor duda en cuanto a ser aceptos delante de Dios, tan sólo producirá infinitas acciones de gracias, y entonaremos con redoblada energía el cántico de la redención: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:5-6).