“En todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre,
vendré a ti y te bendeciré.”
(Éxodo 20:24)
“¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!...
porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna.”
(Salmo 133:1-3)
En estos pasajes, la bendición está ligada a un lugar, lugar elegido por Dios; y allí es experimentada como buena y agradable por los hermanos que habitan juntos y en armonía. Este principio divino del lugar se encuentra en toda la Escritura. En Mateo 18:20 se promete la presencia del Señor a aquellos que están congregados en su nombre; en Juan 20:19 se hace efectiva en el lugar en que los discípulos están reunidos: “Vino Jesús, y puesto en medio...”. ¡Qué gozo para los discípulos! ¿Qué podría haber que fuese más precioso que estar allí donde el Señor se encuentra, que rodearle ya, aquí en la tierra, a Él, el jefe de la Iglesia, nuestro Esposo?
El libro de los Hechos comienza por una escena muy conmovedora: el Señor Jesús está en medio de sus discípulos. Les habla de las cosas en relación con el reino de Dios. Les enseña, les recuerda la promesa del Padre, concerniente al Espíritu Santo que ellos recibirán en pocos días más en Jerusalén; los discípulos le hacen preguntas y así se realiza la comunión. Después de haberles revelado el poder con el que serían investidos (Lucas 24:49), les muestra la misión que tendrán en lo sucesivo (Hechos 1:8). Están todos reunidos alrededor de Jesús y juntos van a asistir a esta escena única: Cristo, levantado de la tierra ante sus ojos y recibido por una nube. Cualquier discípulo que hubiese estado ausente, habría sufrido una pérdida irreparable. Si nosotros descuidamos una reunión en la que Jesús esté presente, además de la pena que le causamos, perdemos una parte de bendición, la que no será jamás renovada. Podrían ser estímulos, consolaciones o la enseñanza acerca de algo que nos tortura y que fue considerado en esa reunión... y no estuvimos allí para recibirlo. ¡Qué pérdida! ¿No hubiera sido mejor ser de los discípulos presentes, para estar con él, para escucharle hablar? Ya no está sobre la tierra, pero nos promete su presencia cuando los suyos se congregan.
Sólo la fe puede apropiarse de esta promesa: “Bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29). Si se anunciara que la semana próxima el Señor estará en nuestra ciudad, o en nuestra comunidad, ¿no nos prepararíamos todos cuidadosamente para el encuentro con aquel a quien llamamos Señor? ¿Si se dijera que la semana anterior el Señor estuvo entre nosotros... y no hubiésemos acudido a su encuentro? ¡Qué momentos inolvidables! ¡Cuánto entusiasmo hubo y cuántas respuestas dio a nuestras necesidades! ¿Cuál sería entonces nuestra reacción? Ahora bien, el caminar del cristiano no es por vista, sino por fe (2 Corintios 5:7), y por la fe el Señor estuvo realmente allí la última semana, y allí estará la próxima. ¿Podría ser que no gozáramos del Señor en las reuniones de la iglesia? Entonces nos faltaría fe en cuanto a su presencia.
En Hechos 1:9 el Señor acaba de dejar la tierra y los discípulos están solos en medio de un mundo cuya maldad han experimentado con horror. Tienen necesidad de reencontrarse para considerar los extraordinarios acontecimientos ocurridos acerca de su Señor y para orar juntos (Hechos 1:13-14). Perseveran con las mujeres en oración. ¡Cuántos motivos de acción de gracias y qué necesidad de manifestarlo! El mundo en el que nosotros vivimos es el mismo que aquel en el cual vivió nuestro Señor Jesucristo y del cual Satanás es siempre el jefe. El mundo actual es el mismo que, en el paroxismo de su odio, condenó a muerte al Santo y al Justo. No lo olvidemos, amados hermanos y hermanas, a fin de que semejante mundo no tenga ningún atractivo para nuestros corazones. Se volverá para nosotros una “tierra seca y árida donde no hay aguas”, por lo que naturalmente, tendríamos sed: “Mi alma tiene sed de ti” (Salmo 63:1). Esta ardiente necesidad se hará sentir para el alma regenerada, deseosa de estar más cerca de su Salvador, allí donde su presencia es prometida. “Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová” (Salmo 84:2). “Tu nombre y tu memoria son el deseo de nuestra alma” (Isaías 26:8). ¿Nos regocijamos con el solo pensamiento de estar juntos alrededor de Cristo?
De nuevo los creyentes “estaban todos unánimes juntos” el día de Pentecostés (Hechos 2:1) y recibieron el Espíritu Santo. Quedamos maravillados ante el poder con el cual obró entonces el Espíritu: “Y se añadieron aquel día como tres mil personas” (Hechos 2:41). Destaquemos lo que sigue, porque ahí nos parece encontrar la clave de nuestra extrema debilidad, a la vez que la razón de la fuerza que tenían los creyentes de esa época. “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (v. 42). La doctrina y la comunión nos sugieren la reunión de edificación, la que, por otra parte, puede tener la forma del estudio en común. En la reunión de adoración, el culto se asocia a la fracción del pan. La reunión de oración, completa y condiciona a la vez estos distintos encuentros dados por el Señor, sobre los cuales trataremos después.
1. La reunión de estudio
Al respecto, se puede encontrar una ilustración en la escena en que Jesús está en el templo en medio de los doctores de la ley (Lucas 2:46-47); pero él está sentado, escucha, interroga, responde, mientras que para nosotros se trata de un coloquio de hermanos, entre hermanos y hermanas, donde se examinan las Escrituras y se busca aprender y entender. Cuando no hay nada que ofrecer, se puede aprender escuchando y preguntando. Tal reunión no es, propiamente hablando, de aquellas en las que se ejercen los dones. Se ofrece en común lo que el Señor nos ha comunicado en la lectura de la Palabra, por medio del Espíritu Santo, sobre todo si se ha meditado el tema con anterioridad. En estos coloquios se puede abordar puntos de doctrina, a veces descuidados en las reuniones de edificación. No se trata de recitar lo que hayamos leído en los estudios bíblicos, antes de la reunión, sino de ser dependientes del Espíritu Santo, para no dar sino lo que es susceptible de responder a las necesidades de la iglesia y, por tanto, de edificarla (1 Corintios 14:26).
2. La reunión de edificación
Esta nos es descrita en 1 Corintios 14:23-35. Llama la atención desde el versículo 26, por esta expresión “cada uno de vosotros tiene”. Esta reunión, no solamente concierne, pues, a un número restringido de hermanos que tuvieran particular capacidad de elocuencia, sino a “cada uno”. Podríamos igualmente pensar que la edificación no se hace sino por medio de la explicación dada, a continuación de la lectura, sobre una sección de la Palabra; pero aquí, Pablo declara: “Cuando os reunís, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación. Hágase todo para edificación”. Los cánticos forman parte de la edificación. Los encontramos en Colosenses 3:16, donde vemos que contribuyen a la enseñanza y a la exhortación. Este versículo 26 de 1 Corintios 14 valoriza la espontaneidad y la simplicidad producidas por el Espíritu Santo. Un hermano puede orar, otro indicar un cántico, éste, leer una porción de la Biblia y aquél contribuir mediante la interpretación de ese trozo. Pero, en la presencia del Señor, toda acción debe ser hecha bajo la dependencia del Espíritu Santo, no dando lugar a la precipitación y a la suficiencia. Por cierto, esta reunión es oportuna para que los dones constatados se ejerzan. “Asimismo, los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen. Y si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el primero” (lo que supone que aquel que habla está de pie; leer también Lucas 4:16, 20). “Porque podéis profetizar todos uno por uno, para que todos aprendan, y todos sean exhortados” (1 Corintios 14:29-31). Estamos invitados a “anhelar dones espirituales, procurando abundar en ellos para edificación de la iglesia” (v. 12).
Estos dones descritos en Efesios 4:12 son dados “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. En consecuencia, si descuidamos tales reuniones, no podríamos llegar al estado de hombres perfectos. Aun leyendo la Biblia en casa, nuestros progresos serían limitados. Tenemos necesidad de los dones del Espíritu, porque “todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (Efesios 4:16). «Estos dones constituyen la provisión de Cristo para la edificación de sus santos y para el llamado de las almas; y la verdadera sabiduría de los santos consiste en discernir los dones allí donde Cristo los ha puesto y de reconocerlos en el lugar que ha asignado en su cuerpo, a cada uno de ellos. Reconocerlos de esta manera, es reconocer a Cristo; rehusar de hacerlo es, a la vez, engañarnos a nosotros mismos y deshonrar al Señor» (W.T.).
Podríamos pensar que escuchar una meditación en casa — ya que en nuestra época es posible grabarla — es tan provechoso como oírla en la reunión de la asamblea. Esto sería olvidar que cuando la asamblea está reunida, el Señor está allí. Su presencia ¿no es el bien supremo? Ella produce en el alma un efecto bendito e irreemplazable. “En todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré” (Éxodo 20:24).
Recordemos igualmente que no nos reunimos solamente a invitación del Señor, lo que nos dejaría elegir libremente si aceptamos o no, o bien nos autorizaría a rehusar por un motivo secundario. No, nosotros respondemos a una convocación del Señor. Si la invitación nos coloca en una relación de amor, la convocación introduce la noción de autoridad, a la cual debemos someternos. Cuando recibimos una convocación, son necesarias razones serias para no aceptarla. Los hijos de Israel estaban convidados a las santas convocaciones (Levítico 23:2-4, 7-8, 21, 35 y 37). El Señor también había convocado a los suyos para después de la resurrección. “Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado” (Mateo 28:16).
Estos propósitos no conciernen, evidentemente, a todos aquellos cuyas circunstancias no les permiten ir a las reuniones y cuyo corazón “ardientemente desea los atrios de Jehová” (Salmo 84:2). Para ellos una bendición particular les es dirigida: Yo “les seré por un pequeño santuario” (Ezequiel 11:16).
Consideremos ahora 1 Corintios 14:32: “Y los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas”. Podría ocurrir que un hermano, consciente de tener un don reconocido por la asamblea, lo ejerciera más allá de su medida y así impidiera el ejercicio de otros dones. Esto sería olvidar que “hay diversidad de dones” (1 Corintios 12:4) y que uno solo no puede dar el alimento completo del cual tiene necesidad el cuerpo de Cristo. El discernimiento y la sabiduría de lo alto son necesarios, a fin de que todo se haga “para edificación... decentemente y con orden” (1 Corintios 14:26, 40).
No se viene a la reunión de edificación para almacenar conocimientos en su espíritu, sino para conocer mejor al Padre y al Hijo y discernir mejor lo que se espera de nosotros. Este propósito es logrado si, después de la reunión, sentimos un vivo deseo de sondear las Escrituras, de conformar nuestras vidas al divino modelo, de compartir nuestra felicidad con nuestros hermanos y de hacerla conocer a aquellos que perecen.
¿Podríamos estar decepcionados por el mensaje recibido? ¿Se ha orado bastante, antes de la reunión, para que todo se haga para edificación y se ha orado lo suficiente, durante la reunión, a favor de los hermanos empleados por Dios para esta edificación? Queridas hermanas, vuestras oraciones son importantísimas, indispensables. Si los hermanos ejercen un servicio público para el culto y la oración, si deben ser la boca de la asamblea para la edificación y deben hablar “como los oráculos de Dios” (1 Pedro 4:11; V.M.), tienen necesidad de vuestras oraciones y de las de todos los santos. No basta asistir a una reunión de la asamblea, sino que se participa en ella, aun las hermanas que son invitadas al silencio (1 Corintios 14:34-35). Si esto fuera mejor vivido, nuestras reuniones serían más felices, y sobre todo, no habría murmuraciones, porque estaríamos unidos, realizando que somos un solo cuerpo, confiando en el Señor que permanece y es el Jefe, aun en tiempos de extrema debilidad.
Oremos para que los dones se ejerzan libremente, con sujeción al poder del Espíritu Santo; recibámosles sin discriminación y en particular el de profecía, que habla a la conciencia, poniendo a veces el dedo sobre situaciones que habríamos preferido dejar en la sombra, pudiendo provocar en nosotros reacciones de impaciencia y de rebeldía. “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno”(1 Tesalonicenses 5:19-21).
El don de profecía es fundamental; el apóstol Pablo insiste particularmente en 1 Corintios 14:1, 3: “Procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis... Pero el que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación”.