3. La reunión de culto y la fracción del pan
Es el momento en que la adoración asciende hacia Dios. La asamblea se prosterna delante de Dios por lo que él es en sí mismo y por lo que ha hecho por su Iglesia. Ésta se acuerda de Cristo y de su obra, y entonces bendice. Dios, que busca adoradores, no espera de nosotros sacrificios de animales, sino una ofrenda espiritual presentada “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23). El Espíritu Santo es la persona cuya potencia produce en nosotros “sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). El objeto del culto es Cristo. Si él no llena nuestras vidas, si no le conocemos íntimamente, estaremos impedidos de hablar de él al Padre.
1) ¿Cómo ofrecer culto? Preparación para el culto
El Antiguo Testamento, y en particular la lectura del Levítico, nos hace descubrir el pensamiento de Dios sobre la adoración. El ejemplo tan citado de Deuteronomio 26 es igualmente muy instructivo. En primer lugar, era necesario entrar en el país, poseerlo y habitarlo: no sólo formar parte del pueblo, o sea, tener la nueva vida, sino también realizar nuestra posición en Cristo (Efesios 2:6; Colosenses 3:1-3). Esta posición consiste en estar sentado en los lugares celestiales con Cristo Jesús; debemos buscar continuamente las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, poner la mira en las cosas de arriba. En seguida, era preciso tomar de las primicias de todos los frutos de la tierra dada por Jehová y ponerlos en una canasta (véase Deuteronomio 26:2). Es un trabajo de preparación para el culto que pide vigilancia, a fin de conocer el momento preciso de su madurez, y esfuerzo y tiempo para buscarlos y recogerlos con cuidado, de modo de no malograrlos al recogerlos o al ponerlos en la canasta. Un culto se prepara mediante el cuidado de todos los detalles de nuestra vida.
¿Cómo nos preparamos para el culto? ¿Por medio de una vida de comunión con Cristo, enteramente consagrada cada día, ejerciendo un constante juicio de nosotros mismos, o solamente con una oración, hecha justo antes de la reunión, para confesar los defectos y faltas de la semana?
María ungió los pies de Jesús, con perfume de nardo puro de mucho precio. A Judas, que la criticaba, le dijo el Señor, tomando su defensa: “Déjala; para el día de mi sepultura ha guardado esto” (Juan 12:3-8). María amaba a Jesús y había aprendido a conocerle al oír su palabra en las circunstancias difíciles por las que atravesaba (Lucas 10:39; Juan 11:32). María había apartado para él ese perfume de gran precio. Y ahora, discerniendo que era el momento favorable, se lo ofrece a Jesús. Preciosa imagen de un corazón prevenido para adorar en el momento oportuno y como conviene.
En Levítico 23 son descriptos las fiestas solemnes de Jehová, que eran fechas fijas para que el pueblo se acercara a Dios. Un pensamiento se relaciona con esta preparación. En el versículo 14, leemos: “Estatuto perpetuo es por vuestras edades en dondequiera que habitéis”. De generación en generación, en cada casa se debía pensar en estas convocaciones, a fin de prepararse para ellas. En nuestros hogares nos preparamos para el culto. Toda la familia se encuentra allí unida para la oración, para el cantar de los cantares, la lectura de la Palabra de Dios; descubre así, día tras día, las maravillas del país en el cual Cristo es todo. Por eso se regocija y adora.
Los hijos de Coré, autores del Salmo 45, habían preparado algo para Jehová: “Rebosa mi corazón palabra buena; dirijo al rey mi canto; mi lengua es pluma de escribiente muy ligero” (Salmo 45:1). Nosotros, cuando juntamos con todo lo que hemos recogido o compuesto, vamos “al lugar que Jehová nuestro Dios ha escogido para hacer habitar allí su nombre”(Deuteronomio 26:2). Allí, en la presencia del Señor y en el orden que él dispone, adoramos. “Alegraos, oh justos, en Jehová; en los íntegros es hermosa la alabanza. Aclamad a Jehová con arpa; cantadle con salterio y decacordio. Cantadle cántico nuevo; hacedlo bien, tañendo con júbilo” (Salmo 33:1-3). Nuestra alabanza ¿no se hace más que sobre una sola cuerda, en la tristeza y la indiferencia, entrañando un sonido monótono, sin sabor para Dios, o al contrario, mejor que la alabanza de Israel es la armonía que de nuestros corazones se eleva hacia Él como un concierto?
«El culto puede tener lugar sin la celebración de la cena» (La Iglesia o Asamblea de Dios, A.G., página 62), pero la cena del Señor no puede conmemorarse sin adoración, como lo dice un cántico:
La copa y este pan,
Que tu mano nos brinda,
De gracia pura y digna,
Es prenda cierta y fiel.
En su silente lenguaje
Dicen, en sus edades,
Al salvo por la cruz
Tu amor, oh Jesús.
No encontramos instrucciones particulares acerca del desarrollo del culto, salvo que debe ser celebrado “en espíritu y en verdad”. Nuestros corazones podrían a veces, quizás sin darse cuenta, dejarse llevar en el curso de la celebración por ritos o costumbres alejadas de la dirección del Espíritu Santo. La distribución de la cena no es señal del fin de un culto, sino que se sitúa en un momento de intensa adoración que debería impulsar a nuestros corazones a hacer subir hacia Dios una alabanza todavía más viva.
2) Obstáculos para la presentación del culto
Podría haber obstáculos para presentar el culto. Dios espera la alabanza de nuestro corazón. ¿No debería dirigirnos, a veces, el reproche hecho a Israel: “Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Isaías 29:13)?
— El pecado.Si no hemos confesado los pecados cometidos en el curso de nuestra marcha cristiana, si somos “inmundos”, no podremos adorar (Números 9:10-11). Probémonos a nosotros mismos delante de Dios, a fin de poder adorar (1 Corintios 11:28).
— La propia voluntad. Si pecamos como lo hicieron Nadab y Abiú al ofrecer fuego extraño (Levítico 10:1), esto no sería una adoración “en verdad”, es decir, con entera dependencia a la Palabra y con obediencia absoluta a Aquel que es la verdad (Juan 4:24; 17:17).
Las tradiciones o las costumbres podrían obstaculizar la acción del Espíritu Santo; la alabanza entonces sufriría perjuicio.
— La mundanalidad. Si somos cristianos mundanos, carnales, no podremos “adorar a Dios en espíritu” (Filipenses 3:3; V.M.).
— La preocupación.
Si estamos cargados, fatigados, cansados del camino, no nos miremos a nosotros mismos, a las débiles fuerzas que nos quedan; depositemos nuestras cargas en Aquel que quiere llevarlas y no pensemos sino en él.
Si, al contrario, estamos llenos de nosotros mismos, un poco como los discípulos que disputaban entre ellos sobre quién de ellos sería el mayor (Lucas 22:24) y pensando en nuestra propia capacidad, la persona del Señor, entonces, estará velada.
Si estamos ocupados más allá de la medida en que lo requiere el servicio que hemos recibido del Señor, si nos agitamos sin cesar para cumplirlo, olvidando al que nos lo ha confiado, no podremos tomar tiempo para sentarnos a sus pies, derramar un perfume de gran precio para él. No seamos preocupados con muchos quehaceres (Lucas 10:40-42).
— Los conflictos entre hermanos. Si la comunión entre hermanos y hermanas no se realiza —si hay querellas, si en la asamblea los hermanos no se aman, se critican, si hay amargura— nuestros pensamientos no estarán plenamente ocupados del Señor Jesús; el Espíritu Santo estará contristado y nosotros no podremos adorar como conviene (Efesios 4:30-32).
— La indiferencia. Podría ser que delante de los símbolos de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, permanezcamos indiferentes. “Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos amaste?” (Malaquías 1:2). “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido” (Lamentaciones de Jeremías 1:12). Para el israelita que no estaba de viaje y era limpio, es decir que no había pecado, y aun así se abstenía de celebrar la Pascua sin motivo válido, la Palabra declara: “La tal persona será cortada de entre su pueblo; por cuanto no ofreció a su tiempo la ofrenda de Jehová, el tal hombre llevará su pecado” (Números 9:13). La indiferencia era un pecado, una ofensa para el Señor. Es cierto que nosotros ya no estamos bajo la ley, pero ¿no sería igualmente grave que privásemos a nuestro Padre de la alabanza que él espera de aquellos a quienes ha buscado para que sean sus adoradores?
Numerosos obstáculos impiden nuestra adoración. Humillémonos ante tal estado de cosas y podremos, con corazón unánime, celebrar a nuestro Dios, nuestro Padre.
4. La reunión de oración
La asamblea reunida se dirige a Dios para darle gracias y para manifestar sus necesidades, mediante las oraciones, las súplicas y la intercesión. Consideremos algunos caracteres al respecto.
1) Un común acuerdo
El hermano que ora es la voz de la asamblea. Expresa, de hecho, las necesidades de la asamblea. Esto necesita un acuerdo. El ser escuchado está bajo dependencia: “Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos” (Mateo 18:19).
Los creyentes, al principio del libro de los Hechos, eran “de un corazón y un alma” (Hechos 4:32), “perseveraban unánimes en oración” (Hechos 1:14; 2:46; 4:24).
¿Realizamos este acuerdo en nuestras reuniones de oración? Podría ser que hubiera cuestiones respecto de las cuales no tenemos el mismo sentimiento.
Oremos para que el Señor nos revele su pensamiento, pero no provoquemos a nuestros hermanos orando en la asamblea por un motivo acerca del cual sabemos con certeza que hay desacuerdo; ellos se verían impedidos de decir el amén, por lo que esta oración no podría ser escuchada. Ciertas necesidades que nosotros sentimos muy en lo íntimo, no deben ser expresadas en alta voz en las reuniones de oración. Son tema de oración particular.
2) Perseverancia, insistencia
Los primeros cristianos perseveraban en oración (Hechos 1:14; 2:42). Por desgracia, nuestras reuniones de oración son frecuentemente dejadas de lado; sin embargo, a ellas está conectada la promesa del Señor: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). ¿Acaso el Señor ha prometido su presencia solamente en las reuniones dominicales? ¿O es que abandonamos las reuniones de oración por carecer de motivos de gratitud y no tener nada que pedir? ¿Estaría nuestro corazón a tal punto inmerso en la tibieza? (Apocalipsis 3:15-17).
En Filipos tenían la costumbre de orar a la orilla del río: “Salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración” (Hechos 16:13).
Si hay malas costumbres y tradiciones que pueden instalarse entre nosotros, hay también buenas costumbres, como la asiduidad a las reuniones de oración. Una asamblea con buena salud espiritual se caracteriza por la asistencia del más grande número de hermanos y hermanas a estas reuniones. Se nos ha dicho esto frecuentemente, y muchas veces por escrito; no olvidemos que el secreto de la fuerza está en la oración.
3) La precisión, la oportunidad
Otra característica parece brillar por su ausencia. Está escrito: “Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos” (Mateo 18:19). La necesidad está ahí, muy precisa, y no se trata de una oración general, vaga, larga, sino de un poder que ejerce la asamblea. Un ejemplo se encuentra en Hechos 12:5. Pedro estaba en prisión y “la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él”.
4) La fe, la confianza de la fe
“Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo 21:22). “Porque clamaron a Dios en la guerra, y les fue favorable, porque esperaron en él” (1 Crónicas 5:20).
Para poder orar, tenemos que tener conciencia de nuestras necesidades. Las discerniremos si seguimos una vida de intimidad con el Padre y con el Hijo. Las experimentaremos de tal manera que nuestras oraciones serán inmediatas, vivaces y cada hermano presentará un aspecto de estas necesidades. Todos perseveraremos de común acuerdo, poniendo toda nuestra confianza en el Señor. ¡Cuántas maravillas nos hará él contemplar y cuántos motivos tendremos para elevar nuestras acciones de gracias!
Nosotros vamos a estar toda la eternidad con el Señor. Por su gran amor, ya en la tierra nos convoca a preciosos encuentros con él, donde está la bendición de Dios. En la epístola a los Hebreos, Dios mismo nos habla con más fuerza a medida que vemos aproximarse el día. “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre” (Hebreos 10:24-25).
¿Dónde está el tesoro de nuestro corazón? ¿Por qué y cómo nos reunimos?