Cómo trabaja Dios /1

Romanos 1 – Romanos 7

Un aspecto de la epístola a los Romanos

Introducción

Varios temas son desarrollados en esta epístola. El primero es el Evangelio (o buena nueva). Esta palabra es empleada cuatro veces en el primer capítulo (v. 1, 9, 15 y 16). El Evangelio generalmente es considerado como el anuncio de la salvación, el punto de partida de la vida cristiana. No obstante, en el versículo 15 del primer capítulo, Pablo se propone anunciarlo a creyentes, lo que prueba que el Evangelio va más allá de la salvación del alma y abarca todo el pensamiento de Dios revelado al hombre, todo el plan de Dios acerca de él.

Un segundo tema es la justicia (1:17). Dios es un Dios justo y, si él le ofrece su justicia al hombre, es porque éste tiene necesidad de ella. Por tal causa, primeramente debe convencer al hombre de injusticia y llegar a esta declaración: “No hay justo, ni aun uno” (3:10).

Un tercer tema es la obra de Dios (14:20). A través de esta epístola vemos a Dios trabajando. Empieza por poner de lado las obras del hombre y hace sucesivamente una obra:

  • por nosotros (hasta el capítulo 5:11),
  • en nosotros (a partir del capítulo 5:12),
  • por medio de nosotros (a partir del capítulo 12).

Este aspecto de la obra de Dios es el que vamos a considerar en este estudio.

La necesidad de la obra de Dios (capítulo 1 al 3:20)

Mientras el hombre tenga confianza en sí mismo, no está preparado para confiar en Dios y dejarlo trabajar; es necesario, pues, quitarle sus ilusiones.

Observamos el mismo plan en el libro de Isaías, en el cual Dios debe declarar desde el principio (2:22): “Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz”. Luego, progresivamente, es introducido Aquel a quien Dios envía, primeramente a su pueblo Israel, pero también para ser “luz de las naciones” y su “salvación hasta lo postrero de la tierra” (49:6). Asimismo en el Éxodo, Israel se nos presenta primeramente bajo la esclavitud en Egipto, sin ninguna posibilidad de romper su yugo, para que se pueda comprobar luego lo que Dios hace por él. Lo libera, pero va más allá: hace de él su pueblo, un pueblo de adoradores en medio del cual levantará su tabernáculo (40:34).

La estructura de la epístola a los Romanos es la misma que la que se puede ver en el libro de Isaías y en el Éxodo.

En los tres primeros capítulos de Romanos encontramos ante todo un triste retrato moral del hombre.

En primer lugar un retrato del pagano. Frecuentemente se pregunta qué hará Dios de aquellos que no hayan oído el Evangelio. El versículo 20 del primer capítulo nos dice que todo hombre está dotado de una inteligencia que le permita ver a Dios en la creación; pero, por no haberlo glorificado ni haberle dado gracias, de una manera general, la criatura se hundió en la idolatría y en la degradación moral. Es espantoso el cuadro que encontramos al final del primer capítulo. El hombre pone por delante sus progresos intelectuales, técnicos, científicos; pero lo que le interesa a Dios, lo que es importante a sus ojos, no son las capacidades de las que Él mismo dotó a su criatura, sino el lado moral, el corazón del hombre. Y en ese sentido la Escritura comprueba que “toda cabeza (los pensamientos) está enferma, y todo corazón (los afectos) doliente. Desde la planta del pie (la marcha) hasta la cabeza no hay en él cosa sana” (Isaías 1:5-6).

Ciertamente no todos cometieron las abominaciones descriptas en este primer capítulo, pero al final de esta descripción se nos habla de aquellos que “se complacen con los que las practican” (Romanos 1:32). Como se debe vivir en un mundo lleno de inmoralidad y violencia, en el cual todo está expuesto de manera tal que el pecado aparezca como algo sin importancia e incluso atractivo, el sentimiento del pecado no solamente se embota, sino que no aborrecemos el mal (12:9) e incluso estamos en peligro de interesarnos en él.

Al comienzo del capítulo 2 encontramos un segundo retrato. Vemos al hombre que ha progresado en civilización y cultura: los moralistas, aquellos que saben explicar a los demás lo que deben o no deben hacer. Es la prueba de que el ser humano posee una conciencia. En efecto, al descubrir la falla en el vecino, él se acusa a sí mismo, pues sabe lo que hace falta hacer y no hacer, pero igualmente cae en los mismos extravíos. Así la conciencia acusa al hombre antes que excusarlo (2:15).

Finalmente, un tercer retrato nos describe al judío, ese hombre privilegiado que recibió la Palabra de Dios y gozó de una relación oficial con Dios. Conoce la expresión de Su voluntad, sus exigencias, y se vale de ellas precisamente para transgredirlas. De manera constante el judío se consideraba por encima de los “pecadores de entre los gentiles” (Gálatas 2:15). Pero su privilegio lo condenaba. La ley le mostraba lo que Dios quería y lo que él era incapaz de respetar. Hoy podemos extender este tercer retrato a todos aquellos que poseen la Biblia y no hacen más que practicar una mera profesión de cristianismo.

Encontramos en el Salmo 19, aunque en un orden diferente, estas tres formas del testimonio dado al hombre:

  • por medio de la creación (v. 1 a 6),
  • por medio de la Palabra (v. 7 a 11),
  • por medio de la conciencia (v. 12 a 14).

De manera que Dios tiene un lenguaje para todas sus criaturas, incluso para aquellas que jamás han tenido ocasión de escuchar el Evangelio, y su conclusión —cualquiera sea el estado del hombre— la encontramos en el capítulo 3: “todos están bajo pecado”, “no hay justo” (v. 9-10); “no hay quien entienda” (v. 11); “todos se hicieron inútiles” (v. 12). ¡Qué balance! ¿Lo encontramos demasiado severo? Dios se debe a sí mismo —y nos debe a nosotros, tal como un médico escrupuloso— decirnos la verdad. Y en los versículos 22 y 23 Dios pronuncia su veredicto definitivo: “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”. Si bien nosotros hacemos fácilmente muchas diferencias entre las personas, a los ojos de Dios no hay ninguna, sino que toda la humanidad está englobada en estos versículos 10 a 12.

Dios, pues, hace tabla rasa con las pretensiones del hombre y le ofrece su gracia. Cuando queremos construir algo en un terreno ocupado por viejos edificios en ruinas, primeramente hace falta demolerlos. La ruina del hombre es una verdad sólidamente establecida por la Escritura y debemos reconocerla antes de dar un paso más.

Lo que hizo Dios por nosotros (capítulo 3:21 al 5:11)

Después de tal comprobación que nos hundiría en la desesperación, ¿no es maravilloso leer enseguida, en la misma frase, que Dios nos declara “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”? (3:24). Gratuitamente deriva de la palabra «gracia». Es, pues, una repetición hecha a propósito, como para confirmarnos de parte de Dios que lo que él nos da viene solamente de él.

El deseo de Dios es que estemos de acuerdo con él en cuanto al juicio que hace recaer sobre nuestro pasado, y entonces nos ofrece gratuitamente lo que ha preparado para nosotros. ¿Qué ha preparado? ¿De qué tienen necesidad los injustos? De justicia.

Un don, por grande que sea, sólo llega a pertenecerme si lo acepto. El final del capítulo 3 nos muestra la parte que Dios se asignó. El capítulo 4 nos muestra la parte que le corresponde al hombre: aceptar por medio de la fe el don que se le hace. Para confirmarlo mejor tenemos, en el capítulo 4, un ejemplo ilustre en la persona de Abraham. Por fiel que haya sido, pese a todas las obras que podrían destacar a un hombre como él, ¡sólo por medio de la fe fue justificado! Lo fue antes del pacto de la circuncisión, prueba de que el medio de salvación es la fe y de que él se extiende a todos los hombres y no sólo a los judíos. No hay ninguna diferencia en cuanto al don: la justicia gratuita que la gracia de Dios ofrece a todos. No hay tampoco ninguna diferencia en cuanto al medio de apropiársela, el cual es el de la fe sin obras. Y entonces se hace oír un grito de gozo en el capítulo 5:1-2.

Pese a estar nosotros sin fuerza, y ser impíos, pecadores y enemigos, hemos encontrado, en el amor de Dios que da a su Hijo, la paz, la reconciliación y todos nuestros grandes motivos de gloria y de gozo. La cuestión de los pecados cometidos ha sido regularizada, la pesada deuda moral fue pagada por Otro, el hombre es hecho limpio para entrar en el cielo y estar en presencia del Dios santo. Sus pecados son perdonados, pero ahora se plantea otra cuestión: la naturaleza pecadora, el árbol que ha producido esos frutos, la fuente de la cual fluye esa agua corrompida. Y entonces Dios va a hacer otro trabajo: después de haber trabajado por nosotros —y fuera de nosotros— va a realizar una obra en nosotros. Generalmente, ésta nos resulta mucho menos agradable, porque Dios nos enseña a conocernos a nosotros mismos y este conocimiento nos provoca vergüenza y confusión.

Lo que hace Dios en nosotros (capítulo 5:12 al 7)

En el capítulo 5:12-21 nos son presentadas dos cabezas de linaje y sus respectivas familias. Por nacimiento pertenecemos al linaje de Adán, el que moralmente se reproduce semejante a sí mismo de generación en generación: linaje de pecadores, de desobedientes, de transgresores y, por ello, estamos condenados a muerte, según la sentencia dictada por Dios en el huerto de Edén. No hay otra salida: Dios no repara lo que el hombre ha estropeado. Lo que hace es introducir un nuevo hombre, su Hijo, cabeza de una nueva familia a la cual pertenece desde entonces todo hijo de Dios. Sin duda, la vieja naturaleza siempre está en el creyente, pero Dios ha solucionado ese problema, pues ante él no hay lugar para dos hombres: la muerte que merecía el hombre en Adán fue soportada por Cristo en la cruz y, como consecuencia, el creyente puede considerar a esta naturaleza como definitivamente puesta de lado por Dios.

En el capítulo 6 encontramos el tema de la liberación, palabra magnífica, sinónima de libertad. Ésta es una Buena Nueva, y pertenece a esa buena nueva que es todo el Evangelio completo.

¿De qué somos liberados?

De la carne, del «yo» y de la confianza que él inspira, de las ilusiones sobre el bien que existe en la naturaleza humana; ahí es donde Dios quiere llevarnos: a estar enteramente de acuerdo con él sobre ese tema. Y ¿cómo somos liberados? Por medio de la muerte. Pero “muerte”, en la Escritura, no significa inexistencia ni anonadamiento. Ese estado indica una separación, una ausencia de relación, el hecho de que Dios no puede reconocer algo. Por ejemplo, en Efesios 2:1, aquellos que estaban muertos en sus delitos y pecados estaban muy vivos en cuanto a la carne. En Apocalipsis 20:12, ante el gran trono blanco, vemos a los muertos, grandes y pequeños, de pie; y sabemos que la segunda muerte es una existencia eterna lejos de Dios.

Los miembros del hombre —sus múltiples facultades, empleadas hasta entonces, no siempre para hacer el mal grosero, pero siempre obrando para sí mismo, para su propia satisfacción— van a cambiar de propietario en el hombre creyente. Esos miembros —nuestra lengua, nuestra inteligencia, nuestra memoria— no son más que instrumentos neutros que están bajo cierta dirección. Helos aquí liberados de la sumisión obligatoria al «yo» por medio de la “muerte” de éste; están a disposición de otra autoridad que sustituye a la primera. Cristo va a utilizar esos mismos miembros —que en otro tiempo estaban al servicio del «yo», de las concupiscencias, del pecado, del mundo— para un nuevo servicio: van a convertirse en instrumentos de justicia (6:13 al final).

Pero, en la práctica, esta nueva autoridad no siempre se ejerce, y la carne, saliendo de su lugar (la muerte), por momentos se atribuye derechos que ha perdido. De ahí la exhortación del versículo 11: “consideraos muertos”; vigilad la carne, mantenedla donde Dios la puso, no la dejéis volver a tomar el control de lo que no le pertenece más. Tenernos por muertos es efectuar prácticamente esta destitución del «yo», es ese hecho consistente en que nuestras facultades, nuestra inteligencia, nuestra memoria, nuestras capacidades, todo en nosotros tenga, en adelante, un nuevo dueño y quede a la disposición de Él. Jesús ya lo dijo: “Ninguno puede servir a dos señores” (Mateo 6:24). Es ésta una verdad de la que tenemos que apoderarnos por medio de la fe, como lo hicimos con el perdón de los pecados.

La liberación de un creyente es, pues, un acto de fe de su parte, como la conversión, y no hay razón para creer que es necesario llegar al final de la carrera cristiana para que sea una realidad. Pero está por un lado el principio y por otro, la experiencia práctica y sabemos que tenemos tendencia a sustraer al Señor lo que le pertenece para volver a ponerlo al servicio del «yo».

En el capítulo 7:12-24 asistimos a un combate desalentador. Un hombre se debate; tiene la vida de Dios, sabe lo que es el bien, pero no tiene la fuerza para hacerlo o, más bien, busca la fuerza en sí mismo, es decir, donde ella no está. A lo largo de todo este capítulo, este pobre creyente está ocupado de sí mismo; encontramos por lo menos veinte veces “yo”, “mí”, “me”: el «yo» es el centro. Este hombre procura desembarazarse de sus inclinaciones, busca satisfacer a Dios, pero va de fracaso en fracaso. ¿Quién de entre nosotros no ha hecho esta experiencia? Tomamos una buena resolución, y ¡cuán pronto se esfuma!

Entonces, ¿no debemos hacer ningún esfuerzo, puesto que es inútil? ¿Debemos despreocuparnos de todo?

Sí, hay esfuerzos que hacer, pero de ninguna manera en ese sentido. En un ejército que está en el frente de batalla, la vigilancia del centinela exige un esfuerzo diferente al del combatiente, pero la victoria depende de aquél en gran medida. Mantener la carne en la muerte, cultivar la comunión con el Señor, no es poca cosa. Y en eso consiste nuestro esfuerzo, lo que sólo es posible por medio del Espíritu Santo: permanecer cerca del Señor para que, cogidos de su mano, finalmente comprendamos que tenemos necesidad de él para todo. Separados de él, nada podemos hacer (Juan 15:5). Y, al final de este capítulo 7, oímos a este creyente, quien se ha debatido como en un pantano, exclamar por fin: «No me puedo liberar a mí mismo; tengo necesidad de que se me tienda una mano. “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Por mí mismo eso es imposible». Y el Señor espera a que hayamos hecho esta experiencia —que puede ser más o menos larga y penosa— para dársenos a conocer como el gran liberador.

Así, a medida que la gracia de Dios trabaja en nosotros, Dios nos hace perder poco a poco nuestra confianza en nosotros mismos, para enseñarnos a confiar plenamente en él. Nuestras decepciones provienen de que esperamos encontrar algún bien en el hombre. Nos hace falta aprender y experimentar que todo lo que no encontramos en nosotros, lo podemos esperar de Jesucristo, nuestro Señor, y en eso reside la verdadera felicidad para nosotros.