El libro de Números, que cuenta la historia del viaje de los israelitas por el desierto, también nos relata sus continuas rebeliones. Esta es la triste historia del pueblo de Dios, pero está llena de aliento para nuestras almas, ya que exalta a Dios y muestra toda su paciencia hacia sus redimidos. Al final del viaje, Dios declara “No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel. Jehová su Dios está con él” (Números 23:21).
Israel acampaba al mandato de Dios; el arca del pacto guiaba al pueblo, y Dios le daba instrucciones en todas las cosas. Pero cuando el arca, desde el monte Sinaí, los hubo conducido tres días, comenzaron a murmurar y a quejarse de fatiga. ¿No hacen nuestros corazones lo mismo? Quejarse del camino es el comienzo de la incredulidad, incluso en los corazones de los creyentes.
Después de haber cruzado el Mar Rojo, Israel había cantado el cántico de la liberación; pero cuando se trata de caminar en un desierto donde no hay agua ni camino, y donde es necesario, en todo, depender de Dios, el pueblo comienza a cansarse y a lamentarse, deseando los placeres que tuvieron en Egipto.
Se nos permite estar cansados. No de Dios, sino de lo que somos y de tener un tesoro que llevamos en vasos de barro. Este tipo de cansancio no nos aleja de Dios. Cuanto más estoy en presencia de él, más se cansa mi corazón del mal. Es un cansancio y una tristeza según Cristo, quien fue “varón de dolores, experimentado en quebranto” (véase Isaías 53:3). Dios aprueba este cansancio y lo alivia; proviene del amor de Cristo en nosotros y no se relaja en el trabajo ni sucumbe a la tentación. Si soy fiel, es imposible que (yo) no esté cansado del pecado que hay en mí y en derredor. ¡Cuán diferente fue la fatiga de Israel! Proviene de la debilidad de la carne que teme las dificultades, no le gusta resistir, teme el esfuerzo y, en el fondo, se queja de Dios y murmura contra él. ¿Cómo podía ser esto agradable para él?
Dios oye las quejas de su pueblo y su ira arde contra él; porque al quejarse habían “menospreciado a Jehová” que estaba en medio de ellos (Números 11:20). ¿No se había ocupado de todo lo que les preocupaba? Sin duda, pero la carne no quiere estar cansada y se queja. Entonces Dios les hace sentir su presencia, y el fuego de su juicio consume a algunos (v. 1). La humillación ocurre y la misericordia se reanuda.
Había personas entre el pueblo cuyos corazones todavía estaban en Egipto. No necesitamos gran cosa para el viaje. Cuanto más ligero sea nuestro equipaje, más fácil será el camino. Dios no nos da lo que nos puede unir a este mundo de pecado, sino lo que es suficiente para que podamos viajar a nuestra patria celestial. Los creyentes mundanos no pueden contentarse con lo que Dios les da, porque esa patria no es su objetivo, y no tienen allí ni su esperanza ni su herencia. Israel comienza a llorar y desea comer carne, es decir algo diferente de lo que es necesario para el viaje. ¡Qué pérdida para nosotros, si Dios nos concediera lo que nos ata a la tierra! Nuestro descanso no está aquí abajo; es la carne la que desea descansar en este mundo.
Israel dijo: “Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos” (v. 5-6). Encuentran el recuerdo de las cosas del mundo, pero es solo un recuerdo y no una esperanza. El maná que sus ojos vieron era la gracia suficiente para el viaje. No tenía nada que ver con lo que había en Egipto; tampoco era la comida que el pueblo iba a encontrar en Canaán, pero contenía todo lo necesario para mantenerse durante el viaje. Israel recordó los agradables recursos de Egipto, pero se había olvidado de los ladrillos; porque Satanás tiene cuidado de no recordarnos el sufrimiento que hay en el mundo.
Israel pensaba que la comida de Egipto lo haría feliz. Si Dios nos hiciera felices aquí con las cosas que hay en el mundo, no estaría satisfecho en su amor por nosotros. Nunca nos dará lo que nos puede hacer olvidar que somos peregrinos en el desierto. Él quiere que su gracia nos sea suficiente, y cuando ya no es suficiente para nosotros, es porque la carne está actuando. Lo mismo que ocurre con la gracia sucede con el maná. Es imposible hacer provisión de gracia para mañana, ni confiar en la gracia de ayer. No debemos tener otro apoyo que Dios, es necesario depender diariamente de él; eso es lo que quiere. En cuanto a Dios, él recordó a Israel todas las mañanas durante cuarenta años. Si hubiera dado el maná solo una vez al mes, habría mostrado su amor solo una vez al mes y no todos los días. De hecho, muestra a cada momento cuánto nos ama. Si nuestros ojos no están satisfechos de ver el maná cada mañana, despreciamos el amor de Dios. El gozo de los fieles es comprender este amor y vivir en una dependencia continua de Dios.
En los versículos 13 y 14, Moisés carece de fe. Dijo: “¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo? Porque lloran a mí, diciendo: Danos carne que comamos. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía”. Olvida que la dificultad está ante Dios y que Él se encarga de ella. Los discípulos en la barca tienen miedo, como si Jesús, que estaba con ellos, estuviera en peligro de ahogarse.
El mayor castigo que Dios puede infligirnos es darle a la carne lo que desea (v. 18-20). Cuando vieron las codornices, los israelitas debían haber confesado su pecado y regresado a Dios. Lejos de eso, se las comen, y lo que satisface sus deseos los golpea y los castiga.