El ABC del cristiano /29

La iglesia que se reúne en un lugar -5

La disciplina en la Iglesia

En relación con nuestro estudio sobre “la Iglesia de Dios” necesitamos abordar aún un punto más, el que concierne a la disciplina, por más que nuestra tendencia fuese pasarlo por alto.

Sin embargo, no se puede evitar que cada creyente, aun joven, tenga el deber de ocuparse seriamente de este asunto. Que las explicaciones que siguen puedan serle de ayuda.

La necesidad de la disciplina

Del mantenimiento o del descuido de la disciplina depende la existencia de una manifestación visible de la Iglesia de Dios en la tierra. Sin la disciplina no puede haber congregación en el nombre del Señor. Sin la disciplina de la iglesia cada creyente estaría abandonado a sí mismo: Si cae en el pecado, no habría ningún obstáculo para impedir que el pecado contamine a sus hermanos y hermanas, y no habría ningún medio para restablecer según Dios la comunión interrumpida con el Señor y los suyos.

La santidad conviene a la casa de Dios

¡Qué gracia tan maravillosa que hombres, con un pasado caracterizado por el pecado, puedan entrar en una relación íntima e indisoluble con Dios por medio de la fe viva en Jesús, sobre la base de su muerte y de su resurrección! Ahora que hemos sido santificados y que somos amados, podemos tener comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Juan 1:3).

Por el hecho de que esta relación con él es una verdad viva, el andar práctico de los redimidos, tanto individual como colectivo, debe corresponder al carácter mismo de Dios. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).

Desde siempre, Dios ha tenido el deseo y la voluntad de habitar en medio de los hombres. Para el pueblo de Israel, su morada fue el tabernáculo, luego el templo. Ya entonces, el salmista exclamó: “La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). Dios ha vigilado celosamente que la santidad de su morada terrestre se mantuviese. Cuando el pueblo cayó en idolatría e introdujo en Su casa unas imágenes de sus abominaciones (Ezequiel 8), ya no pudo permanecer allí. El profeta Ezequiel tuvo que ver con dolor la gloria de Dios elevarse por encima del templo y salir de la ciudad (Ezequiel 10 y 11).

Hoy en día, la Iglesia es la morada de Dios en la tierra. Todos los redimidos, como piedras vivas, son edificados como casa espiritual en la cual Dios mismo habita (1 Pedro 2:5). Otros pasajes lo confirman: “Vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (2 Corintios 6:16-18). ¡Qué realidad bendita pero solemne! “Por lo cual, —sigue el apóstol— salid de en medio de ellos (los incrédulos), y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso”.

Las consecuencias del mal en la iglesia

  1. Si el enemigo logra introducir el mal en una iglesia local, el nombre de Dios y del Señor Jesús está comprometido y, por ende, es deshonrado (los hermanos y hermanas ante todo deberán lamentar por este estado de cosas (véase 1 Corintios 5:2); éste ha de ser su principal afán hasta que el mal sea juzgado y quitado).
     
  2. El Espíritu Santo con el cual los creyentes fueron sellados está contristado (Efesios 4:30). Ya no puede obrar. Existe una falta de poder y de vida espiritual. La sequía y la esterilidad se abren paso en la iglesia.
     
  3. El mal tiende a extenderse y a oscurecer la luz del testimonio frente al mundo.

¿Bajo qué forma puede aparecer el mal?

Se puede tratar de un mal moral como la fornicación, la avaricia, la idolatría, la maledicencia, la embriaguez, el hurto, etc. (1 Corintios 5:11), de un pecado contra un hermano, o de falsas doctrinas. Si el cristiano no anda en el Espíritu, la carne obra en él, y es capaz de todas las malas obras (Gálatas 5:19-21). ¡Cuánto deberíamos vigilar para no ser tentados!

¿Quién debe ejercer la disciplina?

Los hermanos conductores de una localidad no pueden obrar en lugar de toda la iglesia. En relación con el pecado de un hermano contra otro, el Señor remite el asunto a la iglesia y dice: “Todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo... Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:15-20). Lo que decide tal iglesia local, en la dependencia del Señor, es reconocido en el cielo.

Las directivas del apóstol a propósito del “mal” en la iglesia de Corinto confirman este principio (1 Corintios 5). Toda la iglesia en esta localidad era competente en este asunto de disciplina y tenía que obrar “en el nombre de nuestro Señor Jesucristo”.

Cierto, toca a los hermanos experimentados examinar con cuidado cada caso particular que puede llevar a una medida de disciplina. Pero hablarán de esto en una reunión de administración y ésta deliberará. Si están persuadidos, sobre la base de las Santas Escrituras, que una medida de disciplina es necesaria e inevitable, lo comunicarán durante una reunión a toda la iglesia —a todos los hermanos y hermanas que participan del partimiento del pan—. De esta manera, cada uno tiene la posibilidad de tomar una posición, sea no diciendo nada, sea comunicando su pensamiento a uno de los hermanos.

Es evidente que, aun en los asuntos de disciplina, el principio de que todos los creyentes forman un cuerpo tiene que ser respetado. Cada creyente, cada iglesia local, por todas partes en la tierra, debe reconocer la decisión que una iglesia tomó ante el Señor, y asumir las consecuencias que resultan de ésta. Esta decisión tiene autoridad para todos, ya sea que se trate de la recepción de un creyente a la mesa del Señor o de un caso de disciplina.

El hecho de que pertenecemos a un cuerpo podrá también llevar a una iglesia local que debe tratar un asunto de disciplina a buscar o aceptar la ayuda o el consejo de hermanos que tienen discernimiento y que son fieles, de preferencia de iglesias vecinas. Por esta misma razón, escuchará, y tal vez tomará en cuenta las posibles preocupaciones de estos hermanos que le serán presentadas con amor. Esto no cambia en absoluto el hecho de que el Señor ha conferido a la iglesia local la competencia de ejercer la disciplina.

¿Qué se debe entender por la palabra «disciplina»?

Todos estamos bajo la disciplina del Espíritu que obra constantemente en nuestro corazón y nuestra conciencia por medio de la Palabra: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).

La comunión con los hermanos y las hermanas también contribuye a la disciplina. Sus palabras o su ejemplo me han interpelado o reprendido. Si soy espiritual, puedo en reciprocidad influenciarlos favorablemente. Somos exhortados a “considerarnos unos a otros” no para ser “acusadores de nuestros hermanos”, sino “para estimularnos al amor y a las buenas obras” (Hebreos 10:24). La Palabra supone siempre que los creyentes se aman unos a otros y que no son indiferentes o fríos unos con otros. El Señor dice a sus discípulos: “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15:12). Semejante amor es entre los creyentes una fuerza que estimula, ayuda, soporta y alivia. Pero ha de ser un amor verdadero: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos” (1 Juan 5:2). ¡Si fuéramos más fieles para ponerlo en práctica, en muchos casos no sería necesario recurrir a la disciplina eclesiástica!

Si alguno se extravía

Si en un hermano ciertos indicios dejan ver una tendencia a extraviarse del camino recto de alguna manera, esto debe humillarnos profundamente. Preguntémonos entonces: ¿no hemos tal vez faltado en estos cuidados para con él, en esta atención afectuosa que le hubiera permitido reconocer a tiempo sus primeros pensamientos malos y condenarlos como tales?

Y he aquí, necesita nuestra mano fraternal para ayudarle. Vayamos hacia él directamente y no propaguemos por ningún lado lo que hemos percibido. Puede que sean sólo los primeros síntomas; pero si no se toma en cuenta el mal y si no se juzga, el hermano caerá más y más bajo su poder, y el mal tendrá una influencia devastadora en otros miembros de la iglesia.

La manera de cómo acercarse al hermano es determinante. Si lo abordamos sobre la base de nuestra propia justicia y autosatisfacción, sólo lo empujaremos más hacia el mal camino. Pero si somos conscientes de nuestra propia debilidad, y nos acercamos a él en un espíritu de súplica, de dulzura y de gracia, entonces el Señor tal vez contestará a nuestra súplica y llevará a este hermano a la confesión y al arrepentimiento. Está “restaurado”.

Aquí se trata naturalmente de una falta que no lleva consigo una medida de disciplina de parte de la iglesia. Se ha dejado “sorprender en una falta” (Gálatas 6:1). Sin embargo, es deseable que el arrepentimiento vaya más allá de la falta misma, y también se refiera a su falta de vigilancia y de dependencia de Dios, a fin de que esta falta ya no se reproduzca.

“Si tu hermano peca contra ti...”

Un hermano puede pecar contra nosotros por cualquier impulso carnal, por celos, por envidia, por espíritu de disputa o bien a causa de una ventaja material. ¿Qué hacer en este caso?

La respuesta natural del corazón sería de pagar con la misma moneda, o de apartarse con la cabeza alta y descargarse contando por todos lados, y con todos los detalles, la injusticia que se ha cometido contra nosotros, aun a la gente del mundo. Tal vez otro hermano espiritual pensará más bien remitir el asunto al Señor y dejarlo obrar.

Pero el Señor enseña otro camino (Mateo 18:15-17). Tú que has sufrido la injusticia, que has sido calumniado o afectado, debes actuar de la siguiente manera:

  1. “Vé y repréndele estando tú y él solos” con el propósito de ganarle por medio del amor, no para obtener satisfacción. Todo aquel que aborda a su hermano en este espíritu de Cristo, con la dulzura y el amor que Cristo manifestaba para con sus enemigos, puede llegar a que su hermano reconozca su pecado, se doblegue delante de él y del Señor, y busque si es necesario reparar las consecuencias eventuales de la injusticia cometida.

    Así es como el pecado es quitado de una manera según las Escrituras cuando hubiera podido degenerar en una disputa entre hermanos, incluso en que se tome partido en el seno de la iglesia, todo esto a partir de un hecho inicial insignificante.

  2. “Si no te oyere, toma —siempre con el objeto de ganar al hermano— aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra”.
  3. “Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia” que debe ahora, sobre la base de estos testimonios, esforzarse en restaurar al hermano. Pero si aún no oye, entonces la iglesia debe actuar.

Nuestro comportamiento frente a falsas doctrinas

Algunas personas son propensas a considerar una doctrina que se aparta de las Escrituras, aun si se trata de una doctrina tocante a la persona del Señor o tuerce una verdad de la salvación, como menos grave que las varias formas del mal moral enumeradas en 1 Corintios 5:11: la fornicación, la avaricia, la idolatría, la maledicencia, la embriaguez, el hurto, etc. Sin embargo, las falsas doctrinas son más peligrosas en su efecto porque carcomen como gangrena (2 Timoteo 2:17; compárese con Gálatas 1:8-9; 1 Timoteo 1:19-20). La Palabra de Dios muestra que es preciso estar muy determinado para con los que traen falsas doctrinas.

En las Escrituras, tanto el mal moral como el mal doctrinal están comparados con la “levadura” (1 Corintios 5:6; Gálatas 5:9), o sea con el fermento que leuda toda la masa de los creyentes. ¡Estemos, pues, en alerta respecto de estos dos peligros!

No tenemos que dejar entrar en nuestras casas, ni dar la bienvenida a personas que propagan y divulgan, afuera, en el mundo, falsas doctrinas religiosas burdas. ¡Todo aquel que les dice ¡Bienvenido! participa en sus malas obras! (2 Juan 10-11). Cualquiera que “no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios” (v. 9).

Sucede también que algunos hermanos que han andado por muchos años en el camino de la verdad, y que son distinguidos por un buen conocimiento de las Escrituras, se dejen tentar por falsas doctrinas. Esto proviene a menudo del hecho de que no vigilaron, o porque no mantuvieron una buena conciencia. Su comunión con el Señor está interrumpida por cosas no juzgadas. El mero conocimiento no nos preserva de esto; nuestro corazón tiene que estar lleno del temor de Dios y de su Palabra (compárese con 1 Timoteo 1:5-6, 19; 3:9; 4:1-2).

En tales situaciones, una palabra de reprensión a menudo no es de gran utilidad, desgraciadamente. Los hermanos más jóvenes, todavía insuficientemente fundados en el Señor y atraídos fácilmente por las novedades, deberían dejar tales controversias a los hermanos mayores de edad y más experimentados, confiando en ellos.

Medidas de disciplina en la iglesia

En una iglesia, cuántos motivos de profunda humillación delante del Señor y de duelo se hacen presentes cuando uno de sus miembros permanece en el mal a pesar de los numerosos esfuerzos de los hermanos, acompañados con oraciones sinceras. ¡Cuán deshonrado es el nombre del Señor!

La iglesia debe tomar las medidas que le parecen apropiadas en tal caso, para primero restablecer la honra del Señor, segundo demostrar que la iglesia está pura en el asunto, y tercero llevar a una restauración según Dios a aquel que ha pecado.

¿De qué medidas de disciplina habla la Palabra de Dios?

Amonestar y señalar

El apóstol Pablo escribió a la iglesia de Tesalónica lo siguiente: “Que amonestéis a los turbulentos” (1 Tesalonicenses 5:14; V.M.). Según este pasaje, si sucediese que unos hermanos y hermanas no se someten al orden que debería reinar en la casa de Dios, y siguen en un espíritu de voluntad propia, andando en el camino que han escogido a pesar de las diversas exhortaciones que se les habrá podido dirigir, es el deber de los hermanos que, en la localidad, ejercen la función de ancianos, amonestar a tales personas. Deben llamarles la atención sobre las medidas de disciplina eventualmente necesarias si persisten en no querer inclinarse. Aparentemente, para aquellos en quienes el apóstol ponía la mira en Tesalónica, esta advertencia quedó sin efecto. Por eso el apóstol tuvo que ordenarles: “Pero os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente, y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros” (2 Tesalonicenses 3:6). Había allí unos hermanos que no trabajaban y que se entremetían en lo ajeno (2 Tesalonicenses 3:11). Tenían que ser señalados, y los hermanos y las hermanas debían abandonar sus relaciones con ellos. El apóstol justifica esta manera de proceder con lo siguiente: “Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. Mas no lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano” (2 Tesalonicenses 3:14-15). Tal hermano puede, pues, seguir partiendo el pan. Ahí no se trata de una exclusión.

Reprender públicamente

Pablo ha dado una directiva a Timoteo: “A los que persisten en pecar, repréndelos delante de todos, para que los demás también teman” (1 Timoteo 5:20). Allí se trataba probablemente de los que habían pecado públicamente y que por ende tenían que ser reprendidos públicamente. Su manera de actuar ponía en peligro a otros que podrían ser llevados por la misma corriente. Por eso Timoteo tenía que reprenderlos seriamente delante de toda la iglesia de manera que su ejemplo no fuera seguido.

Hoy en día, ya no tenemos a ningún apóstol, ni a ningún delegado apostólico. Pero esta palabra fue escrita para nuestra enseñanza, a fin de que podamos aplicarla en casos parecidos. La cuestión estriba únicamente en saber si hay un hermano que tenga la confianza general y, por ende, la fuerza necesaria para reprender delante de todos a aquel que ha pecado, en el nombre de la iglesia, apoyándose sobre la Palabra con sabiduría.

Echar fuera al perverso

Ahora llegamos a la última forma de la disciplina, la más dura, pero que sólo tiene que utilizarse cuando todos los esfuerzos del amor han sido vanos, así como todas las exhortaciones y todas las posibles medidas de disciplina preventiva y curativa. Esta última forma de disciplina es la exclusión de la participación en la mesa del Señor, así como en toda clase de comunión fraternal. Las directivas del apóstol Pablo en 1 Corintios 5 y 2 Corintios 7 indican la manera de proceder. Si tal hombre rehúsa juzgar, abandonar y confesar sinceramente su pecado, manifiesta los caracteres de “perverso”. Vive en una de las diversas formas de pecado ya mencionadas. Esta repulsiva raíz se arraigó profundamente en él y se desarrolla.

Cuando el asunto doloroso ha sido examinado con cuidado, sin ningún prejuicio, y cuando no queda ninguna duda sobre el estado de cosas ya citado, es tiempo de actuar. Toda la iglesia —no solamente algunos hermanos— efectúa ahora la exclusión. (Para el “perverso” en Corinto no hacía falta un largo examen porque su estado era tal que llamaba la atención del mundo. Suponiendo aun que algunas señales de remordimiento hayan surgido en él, hubiera tenido que ser «echado fuera» para purificar el testimonio de la iglesia que había sido manchado delante del mundo).

La levadura que leuda toda la masa está quitada ahora. El mundo que nos rodea toma nota de esto, el mismo que habrá estado al corriente de este mal. Pero con todo esto, un duelo profundo subsiste: el Señor ha sido deshonrado por un pecado en medio de nosotros. Y uno de los nuestros ha tenido que ser echado fuera.

Según la Palabra, ¿está perdido este último porque sus relaciones con los rescatados han sido interrumpidas? Dios sabe si es un hermano que tiene la vida eterna, una vida que no puede perder. Sin embargo, para nosotros, esto se demostrará si la disciplina produce en él arrepentimiento y restauración.

El culpable ahora está fuera

El mejor ejemplo para enseñarnos lo que significa “fuera” se halla en 1 Corintios 5. Este hombre había sido “entregado a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (v. 5). Estaba ahora fuera, en el mundo, allí donde Satanás reina, y ya no podía tener cualquiera comunión con los creyentes. Éstos, por su lado, no tenían ninguna relación con él. Tampoco podía sustraerse a esta disciplina pesada juntándose con otro grupo de creyentes en Corinto donde no se ejercía la disciplina. Los creyentes aún no estaban divididos en esa época, y actuaban con un mismo pensamiento en semejante caso.

El estado actual de la cristiandad constituye un gran obstáculo para la restauración de los que tienen que ser excluidos. Sin embargo, estamos obligados a someternos a las claras directivas de la Palabra de Dios.

Su restauración

En esta disciplina, la actitud de los corintios se caracterizaba por una aparente falta de amor para con aquel que “se llamaba hermano”. No obstante, esta actitud estaba perfectamente de acuerdo con las justas exigencias de la santidad de Dios, y además era aun la mejor manera de ayudarle: Llegó a reconocer el horror de su pecado, luego a estar tan apenado que el apóstol tuvo que escribir a los corintios que le perdonasen y que lo consolasen a fin de que no estuviese consumido de demasiada tristeza. El arrepentimiento producido en él era real y profundo. No acusaba a nadie más que a sí mismo (2 Corintios 2:6-7).

Cuando un cambio tan radical de estado de ánimo se produce en una persona que ha tenido que ser «echada fuera», puede comunicar a los hermanos que condena profundamente el camino que ha tomado. Éstos pueden entonces volver a ocuparse de ella para examinar la cuestión de readmitirla a la mesa del Señor y a la comunión con los hermanos y las hermanas.


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