El cristiano y el casamiento
Cuando es joven, el cristiano debe tomar decisiones muy importantes para toda su vida terrestre, las que tendrán consecuencias aun hasta la eternidad. Es así que, tarde o temprano, se le impondrán las siguientes preguntas:
- ¿Debo casarme?
- ¿Con quién?
- ¿Cuándo?
Se sabe que los jóvenes alcanzan la madurez física antes que las generaciones precedentes. Para el joven creyente, es, pues, aún más importante pedir a Dios la gracia de esperar, en la pureza y castidad, la hora deseada por Él en que podrá pensar en el casamiento. Este momento no llega sin antes haber alcanzado cierta madurez interior, es decir que, por una vida fiel con el Señor, por experiencias hechas con Él y por la meditación de su Palabra, tenga una medida de comprensión de los pensamientos de Dios. Además, tiene que estar en condiciones de mantener su familia sin deudas ni ayuda del exterior.
Supongamos que ese momento llegó. Ahora debe dar respuesta personalmente a las preguntas de arriba. En cierta medida, el Señor le da vía libre. No le ordena quedar soltero, ni le manda casarse. Sin embargo, un cristiano está durante toda su vida sometido a ciertos principios que, tanto para este asunto como para otros, le permiten avanzar en un camino agradable a Dios. Estos principios nos indican la dirección general a seguir, y los mencionaremos brevemente.
“Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16)
Es evidente, para todos nosotros, que la conciencia de las personas del mundo es cada vez más insensible a la impureza moral. Cuanto más el temor de Dios y de su Palabra desaparece en la cristiandad, menos se juzgan las faltas a las reglas morales que da la Biblia. Este relajamiento se vuelve costumbre.
Pero el creyente ha sido lavado en la sangre de Jesús. Ha muerto y resucitado con Él. Dios espera de él que se haya despojado, en cuanto a la pasada manera de vivir, del viejo hombre que está viciado conforme a los deseos engañosos. El creyente es renovado en el espíritu de su mente. Se revistió del nuevo hombre, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad (Efesios 4:20-24).
Cuando la vida interior de un hijo de Dios es sana, se ejercitará en tener una conciencia pura, incluso en sus relaciones con el sexo opuesto, acordándose de la palabra: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15). Evitará las amistades livianas y flirteos que son como juegos y hacen tanto mal entre los jóvenes de este mundo. Al contrario, tomará cuidado de acordarse del casamiento, esa unión entre el hombre y la mujer establecido por Dios. Qué bueno es que los jóvenes creyentes permanezcan puros y castos, en alma y cuerpo, para el compañero o la compañera de la vida que tal vez les será dado más tarde, y que se sometan a los pensamientos de Dios a través de todo el camino que los conduce a su unión.
Nuestro cuerpo, un sacrificio agradable
Contrariamente a lo que muchos piensan, el casamiento y la vida en pareja no son la meta principal de nuestra vida. El Cordero de Dios nos ha redimido para Dios al precio de su propia sangre (Apocalipsis 5:9). Le pertenecemos. Tiene sus derechos sobre nuestro cuerpo, nuestro corazón, nuestras facultades, nuestro tiempo, y sobre todo lo que poseemos. Nuestro “culto racional” (inteligente), aquí abajo, pues, consiste en presentarle “nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Romanos 12:1). Debemos «consumirnos» en su servicio, tal como ocurría con los sacrificios sobre el enrejado del altar. En todas estas cosas debemos discernir su voluntad, que es buena, agradable y perfecta (12:2).
“Buscad primeramente el reino de Dios” (Mateo 6:33). Todo debe plegarse a este solo y santo deseo. Así Pablo, que nos da su ejemplo en 1 Corintios 7, como apóstol de los gentiles tenía la importante y peligrosa misión de hacer un trabajo pionero al difundir el Evangelio en regiones alejadas. Debido a esto sufrió innumerables tribulaciones y aflicciones (2 Corintios 11:16-33). En tales condiciones ¿cómo podría haber llevado con él una mujer e hijos? Hoy también hay algunos “que a sí mismo se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos” (Mateo 19:12). Renunciaron voluntariamente al casamiento para poder servir al Señor con más libertad y mejor. Su corazón está firme; no sufren en el celibato, ni a causa de su completa continencia. Para dominar su cuerpo, encuentran la fuerza por medio del Espíritu Santo.
Hay hermanas cuya primera preocupación es casarse. Viven atormentadas por el ardiente deseo de tener un hogar y sus propios hijos. Si no les es dado, piensan haber errado la meta de su vida. Se sienten rechazadas, hacen sentir desdichados a los que las rodean y son infelices ellas mismas, porque ven pasar sus años sin ser concedida su petición. Pero ¿qué hacen de este versículo: “La doncella tiene cuidado de las cosas del Señor, para ser santa así en cuerpo como en espíritu”? (1 Corintios 7:34). Si con entera determinación orientan su vida hacia esa meta, entonces la paz y el gozo del Señor las llenarán.
Sin embargo, la inmensa mayoría de los creyentes son encaminados al casamiento según la voluntad de Dios. A ellos igualmente se dirige el versículo siguiente: “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos” (Romanos 14:7-8). Para elegir un cónyuge y para todas las demás cosas importantes que conciernen a la formación de una pareja, la primera pregunta no debe ser: «¿Encontraremos con ello la felicidad en la tierra?»; sino más bien: «¿Podremos servir juntos al Señor? ¿Podrá el uno ayudar al otro a cumplir la tarea que el Señor ya le confió antes? ¿Nos será posible a los dos ejercer la hospitalidad y conducir una casa en el temor de Dios y que sea una bendición para los demás? ¿Será el hombre un padre “que gobierne bien su casa” (1 Timoteo 3:4-5, 12)? La doncella ¿está adornada con “el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4)? ¿Manifiesta las virtudes de la “mujer virtuosa” (Proverbios 31:10-31)?». Sí, los esposos no deben tampoco olvidar presentar a Dios sus cuerpos en sacrificio vivo. “El tiempo es corto; resta, pues, que los que tienen esposa sean como si no la tuviesen… y los que disfrutan de este mundo, como si no lo disfrutasen; porque la apariencia de este mundo se pasa” (1 Corintios 7:29-31).
Dios es el que da, no será deudor de los que se consagran a Él. Cualquiera que esté a su servicio y se dedique a Él, experimentará la promesa: “Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (Lucas 6:38).
El yugo desigual
Los jóvenes cristianos que no tienen la firme determinación de seguir al Señor, y que no juzgan su manera de pensar como mundana, corren el gran peligro de preparar un porvenir desdichado. Dejan que su corazón vaya de aquí para allá, con el deseo de conquistar a alguien. Y cuando el corazón se establece en el mundo, se une a otro corazón que se encuentra allí.
Conocemos la consecuencia lógica de tales relaciones. Justamente porque sus pensamientos están formados por los del mundo, tales jóvenes, al principio, no consideran el flirteo con seriedad, «¡todo el mundo lo hace!» «¡Hoy somos más libres en cuanto a esto que antes!» Pero un día el corazón se da cuenta de que los lazos son definitivos.
Entonces comienza un nuevo conflicto. Ahora se debe conciliar la conciencia cristiana y el camino mundano en el cual se comprometió. Y la otra persona, bajo la presión del amor, aparentemente está llena de buena voluntad. «Puedo leer la Biblia con ella, y muestra interés; ¡habrá buen resultado!» o: «¡Hasta vino a la reunión, de todas maneras es alguien de bien. Tengo la firme convicción de que es creyente; solamente que no sabe expresarse correctamente respecto a esto!»
Se casan. La vida diaria se instala y las buenas intenciones del principio pierden vigor. Ya no se lee más la Biblia ni se ora juntos. El cónyuge no viene más a la reunión. En vez de encontrar en su compañero (o compañera) de vida una ayuda para su vida espiritual y su servicio para el Señor, el creyente encuentra un gran obstáculo, un fuerte freno. Puede que este estado dure toda la vida, deshonorando al Señor, y perjudicando a los hijos que crecerán en esa esfera. Cierto, existen muchas variantes en tales uniones; pero, en la mayoría de los casos, el camino está lleno de preocupaciones y sembrado de lágrimas.
¡Dios quiera que los jóvenes creyentes puedan tomar en serio desde temprano la advertencia de las Escrituras: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?...” (2 Corintios 6:14-18)!
Demos un paso más. No debo contentarme con la certeza de que aquel a quien elijo como cónyuge es un creyente. En medio del desorden de los sistemas y pensamientos religiosos, en obediencia a la Palabra de Dios, me separé de todo lo que el hombre introdujo en la “casa grande” de la cristiandad. Aspiro a obedecer al Maestro de la casa y, de este modo, serle un instrumento para honra, santificado y útil (2 Timoteo 2:19-21). ¿Puede serme indiferente el estar unido en casamiento con alguien que no le da ningún valor a estos aspectos tan importantes para el Señor? En esto no me será una ayuda sino un obstáculo. No tendremos el mismo parecer respecto a los intereses del reino de Dios, cuando éstos tendrían que ocupar el primer lugar en nuestros corazones; así, caminaríamos cada uno por un camino diferente. Tal comienzo no promete una vida de pareja armoniosa, que debería caracterizarse por el deseo de combatir “unánimes por la fe del evangelio” (Filipenses 1:27).
¿Qué deben decir los padres respecto a este asunto?
Hoy —y esto se debe también a la influencia del mundo— los jóvenes creyentes tienen la tendencia de presentarse ante sus padres cuando ya tomaron una determinación interior en cuanto a la persona elegida. Sin embargo, Dios confió a los padres la responsabilidad de criar a sus hijos en disciplina y bajo las advertencias del Señor. Tienen también el deber de encaminarlos en la senda recta durante todos los años de su juventud, y confortarlos en palabras y en actos cuando son adultos. El ardiente deseo de los padres piadosos es ver a sus hijos, ya autónomos, andar con determinación en el temor del Señor y en sus caminos. Entonces, ¿por qué los jóvenes, que tienen ese mismo objetivo, no deberían confiarse a los padres en las grandes cuestiones de la vida? ¿Será porque tienen miedo de que los padres no estén de acuerdo con ellos? Tal temor sería una señal de advertencia que no debería ser descuidada.
Por otro lado, los padres inteligentes saben bien que no son ellos lo que deben acercar un joven con otro. En el ejemplo de la búsqueda de una esposa de Génesis 24, Dios fue quien destinó a Rebeca para Isaac (v. 14 y 44). En respuesta a las oraciones de Abraham, quien de todo corazón observaba los principios divinos, Dios envió su ángel delante de su siervo (v. 7 y 40). Lo guió por camino de verdad (v. 27, 48), y le hizo encontrar la doncella que Él eligió (v. 12 y 14). Hizo prosperar todo su viaje (v. 21 y 56), y todas las personas del círculo más cercano pudieron reconocer que esto procedía de Jehová (v. 50). Por eso leemos al final del capítulo estas palabras de Rebeca: “Sí, iré” (v. 58). E Isaac “tomó a Rebeca por mujer, y la amó” (v. 67). ¡Queridos jóvenes amigos! Aquel que permanece apegado a los principios divinos, en paciente dependencia, y emprende con Dios un proyecto de casamiento, ciertamente será satisfecho. Muchos años después, los esposos podrán siempre recordar con gozo esta palabra de la Escritura: “De Jehová ha salido esto” (v. 50).
“Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte.”
(Proverbios 14:12)
“Confía en Jehová… y te apacentarás de la verdad.
Deléitate asimismo en Jehová,
y él te concederá las peticiones de tu corazón.
Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará.”
(Salmo 37:3-5)