De Egipto a Canaán
La historia del viaje de Israel de Egipto a Canaán es una cadena de acontecimientos que tenían un significado particular para el pueblo terrenal de Dios. Sin embargo, llevan consigo importantes enseñanzas espirituales para el pueblo celestial que Dios llamó fuera de todas las naciones, en el tiempo actual de la gracia, y que sigue reuniendo.
Formando parte de este pueblo celestial por la fe viva en Jesús, el cristiano debería ser capaz de acordarse en todo tiempo del significado espiritual de esta cadena de acontecimientos, porque el conjunto de sus eslabones presenta un resumen muy claro de la maravillosa y perfecta salvación que el creyente tiene en Cristo, en virtud de los múltiples resultados de su obra en la cruz.
Con este fin, nos gustaría esbozar lo más brevemente posible el sentido espiritual de cada una de estas imágenes, para poder presentar una visión general.
Egipto
Dios había elegido a la semilla de Abraham como su pueblo terrenal. Esta semilla vino a Egipto en la persona de Jacob y de su descendencia como un pequeño rebaño de setenta y cinco personas (Hechos 7:14). Aquí nació un pueblo entero, de seiscientos mil hombres, mujeres y niños no incluidos (Éxodo 12:37). Todos, sin ninguna excepción, fueron esclavos del faraón, del rey de Egipto, quien reinaba sobre ellos con violencia, y les obligaba a cumplir trabajos pesados de una manera dura y cruel. Solo tenía un objetivo: debilitar a los hijos de Israel y mantenerlos en la servidumbre (Éxodo 1-3). Egipto es una figura del mundo en su estado natural, cuyo príncipe es Satanás (Juan 12:31; 14:30; 16:11). Cada hombre nace “esclavo… del pecado” en el reino de Satanás (8:34). Sirve a los intereses y a los planes de Satanás (Lucas 4:5-6). El hombre suspira y grita bajo la opresión cruel de aquel que quiere su perdición, pero no puede liberarse él mismo.
La Pascua
Sin embargo, Dios estaba allí. Había “descendido” para librar a sus escogidos “de mano de los egipcios” (Éxodo 3:8). Ya les había mostrado que Él era el verdadero Dios, por medio de nueve plagas terribles. Pero el corazón de Faraón se endureció, y no dejó ir a Israel. Llegó entonces la última plaga. Cierta noche, un ángel destructor pasó por todo el país y mató a todos los primogénitos de los egipcios (Éxodo 12). Su estado de pecado había traído el juicio. El juicio también hubiera caído sobre los israelitas si no hubieran inmolado el Cordero de la Pascua, por obediencia y por fe, y si no hubieran puesto la sangre en los postes y en los dinteles de las puertas de sus casas. Con este acontecimiento, se pasaba una página en la historia de Israel. Era ahora un pueblo liberado del juicio de Dios, y en memoria de esto, cada año los israelitas tenían que celebrar la pascua y la fiesta de los panes sin levadura.
- Todo hombre es pecador por naturaleza. Está establecido que muera “una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27). Así, todo el mundo queda bajo el juicio de Dios (Romanos 3:19). Pero Dios no solo es justo y santo. En su amor maravilloso, nos dio un Sustituto, que recibió en la cruz el juicio de Dios, por nosotros: Jesús, el Cordero de Dios (Juan 1:29). Quien cree en él “no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (5:24), y puede decir con Pablo: “Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada” (1 Corintios 5:7). La pascua es, pues, una imagen de nuestra liberación del juicio.
- También podemos considerar la pascua desde otro punto de vista. El pueblo no solo tenía que poner la sangre en los postes de la puerta. El cordero sacrificado y asado al fuego, que todos tenían que comer durante la misma noche, era para Israel el centro alrededor del cual la congregación se reunía en una santa y feliz comunión. Asimismo, para nosotros, la sangre del Cordero de Dios constituye la base de nuestras relaciones con Dios y de nuestras relaciones los unos con los otros. Fuera del perfecto sacrificio expiatorio de Cristo, no pueden existir ni la comunión con Dios, ni la comunión con la Iglesia de Dios. Sin embargo, no debemos perder de vista que hay ahora en el cielo un Cristo vivo, una cabeza viva, en nombre del cual los creyentes están congregados por el Espíritu Santo.
- Para Israel, la fiesta de los panes sin levadura que duraba siete días venía inmediatamente después de la pascua anual; asimismo, para el pueblo celestial de Dios, el recuerdo constantemente renovado de su maravillosa liberación debe ser vinculado con una vida entera “sin levadura”, separada de toda clase de mal.
El Mar Rojo
El pueblo no solo tenía que ser librado del juicio, sino también de Egipto, del poder de Faraón y de la esclavitud para servir a Dios en el desierto (Éxodo 7:16). La noche en la cual los israelitas sacrificaron y comieron la pascua fue cuando se levantaron y se dirigieron hacia el Mar Rojo. Allí, Moisés les dijo: “Estad firmes, y ved la salvación… Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (14:13-14). Moisés alzó su vara, el mar se dividió, y todo Israel lo atravesó en seco. Cuando todos hubieron llegado en seguridad sobre la orilla, las aguas volvieron sobre el enemigo que estaba persiguiéndoles, y los hijos de Israel nunca volvieron a ver a los egipcios. Ya no estaban bajo el dominio del rey.
El “Mar Rojo” ilustra un lado diferente de la maravillosa obra de Cristo. Se trata de su muerte y de su resurrección por nosotros, que nos libran del mundo, del poder de Satanás y de su servicio. Solo podíamos estar aquí, mirar y permanecer tranquilos. Cristo ha peleado por nosotros. “Él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15).
Su liberación del juicio y el perdón de sus pecados son realidades tan seguras como su liberación de lo que “Egipto” representa. Todo esto es el resultado de una misma obra, la de Cristo. Por la fe puede ponerse el cristiano en la orilla en el otro lado del Mar Rojo y cantar con el pueblo de Dios: “Ha sido mi salvación” (Éxodo 15:2). En lugar de servir al pecado puede ahora servir a Dios.
(El Jordán tiene otro significado; véase más adelante las observaciones al respecto).
El desierto
Después de que el pueblo fue sacado de Egipto y pasó por el Mar Rojo, vino al desierto en el cual iba a tener que andar durante cuarenta años. ¿Por qué? “Para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos”, dijo Moisés (Deuteronomio 8:2). Aquí, en el desierto, fue el objeto de la disciplina de Dios, y pudo experimentar sus cuidados fieles en todo: “Tu vestido nunca se envejeció sobre ti, ni el pie se te ha hinchado en estos cuarenta años” (8:4).
El que ha realizado la “Pascua” y el “Mar Rojo” ya no está en “Egipto”, sino en el “desierto”. Aquí está el lugar del redimido sobre la tierra, aún hoy (véase Juan 17:14, 16; Gálatas 1:4). Por la cruz de Cristo, y por lo que concierne a las necesidades de su alma, está cortado de todos los recursos que puede ofrecer el sistema del mundo del cual Satanás es el príncipe. Pero, en cambio, tiene un amplio acceso a los recursos celestiales en Cristo. El creyente debe realizar este principio, y mantenerse en la dependencia del Señor incluso para sus necesidades terrenales. Así, no le faltará nada (Deuteronomio 2:7; Salmo 23 etc.). Entonces, el mundo es para él, moralmente, un grande y terrible desierto (Deuteronomio 1:19). Le rodea de tentaciones continuas que manifiestan si su corazón está dirigido únicamente hacia Dios, si depende de Él en todo y le obedece. De la misma manera las cosas visibles, su cuerpo con sus necesidades, su trabajo en el mundo, etc., son unos medios en la mano de Dios para formarlo.
El maná
El alimento de Egipto había mantenido a los israelitas en esclavitud. En cambio, a lo largo de su andar en el desierto, Dios “hizo llover sobre ellos maná”, alimento que les afirmaba para el servicio de Dios (Éxodo 16; Salmo 78:24; Nehemías 9:15). Cada día, tenían que recoger “cada uno según lo que había de comer”. Había mucho más de lo que necesitaban realmente. Y solamente cuando pudieron comer productos de la tierra prometida, cesó el maná (Josué 5:12).
Jesús es el “verdadero pan”, el “pan de Dios” que el Padre dio del cielo. Es el “pan de vida”; el que viene a Él, nunca tendrá hambre; y el que cree en Él, no tendrá sed jamás (Juan 6:32-35). Jesús, “Dios… manifestado en carne”, es en su humillación el maná del creyente que atraviesa el desierto de este mundo. En el “maná”, hallamos su gracia, su misericordia, sus compasiones, sus cuidados, su longanimidad, su ejemplo, es decir la manera en que la vida de Dios debe ser manifestada en este mundo. Si el cristiano se sacia con este alimento, no necesitará cualquier otro. Pero si se hace tardo para recogerlo, buscará el alimento de Egipto, que conduce el alma a su perdición (Salmo 106:14-15). Compárese también con las observaciones que siguen, en el párrafo La tierra, a propósito de las “espigas nuevas tostadas”.
La peña golpeada
En el desierto, tampoco había agua para el pueblo. En Horeb, Dios mandó a su siervo Moisés que golpeara la peña con su vara, con la cual había dividido el Mar Rojo (Éxodo 17:1-7). Salió agua, y el pueblo pudo beber. Esta peña es una figura de Cristo, de la “roca espiritual” que la mano de Dios hirió en juicio por nosotros (1 Corintios 10:4). En consecuencia, el Espíritu Santo pudo venir sobre la tierra; él es quien sacia la sed del alma renacida, hablándole de Cristo (Juan 16:14). El que tiene sed, que venga a Cristo y beba, podrá ser bendición para otros: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Juan 7:37-39).
El tabernáculo
En Éxodo y Levítico, las ordenanzas divinas que conciernen a la construcción del tabernáculo —lugar en el cual Dios quería morar en medio de su pueblo— ocupan un gran lugar. Así es también para las ordenanzas sobre el sacerdocio, el servicio de los levitas, los sacrificios, y todas las disposiciones establecidas por la gracia de Dios para guardar a su pueblo en relación con él y con su casa, durante la travesía del desierto. Cuando fue construida e inaugurada la morada de Dios, todo el servicio religioso y toda la vida del pueblo estaban ligados a ella. Asimismo hoy, la casa en la cual Dios mora, constituida por “piedras vivas” (1 Pedro 2:5; es decir por creyentes que tienen la vida de Dios), y el orden que ha de reinar en ella, ocupa un lugar muy importante en los libros del Nuevo Testamento. Ciertamente las relaciones personales de cada creyente con Dios y con Cristo son de suma importancia. Pero toda la vida del pueblo celestial de Dios debe estar en relación con la morada actual de Dios sobre la tierra. Si no fuese así, nuestro servicio religioso no correspondería a los pensamientos de Dios, y seríamos privados de muchas bendiciones y dones de la gracia de Dios.
La nube
Desde el día en que la morada de Dios fue edificada siguiendo precisamente sus ordenanzas, la nube de la presencia de Dios cubrió el tabernáculo de la tienda del testimonio (Números 9:15-23). Para el pueblo, era una protección, una luz, y una guía infalible (Éxodo 14:19-20).
Nuestro Señor Jesús dijo: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Dicho de otra manera: si dos o tres creyentes se reúnen según la palabra del Señor en cuanto a su casa y al orden que ha de reinar en ella, y mantienen una vida práctica en armonía con el nombre del Señor, allí está Él en medio de ellos. Consideremos esto en su dependencia. Así, el Señor podrá revelarse a nosotros con fuerza. Será nuestra luz, fuerza, protección frente al enemigo, dirección y bendición.
El Jordán
Este rio representaba para Israel una barrera que obstaculizaba su entrada en la tierra prometida. Cuando el pueblo llegó a este rio, ni el faraón ni su ejército les perseguían como durante la travesía del Mar Rojo, pero tenía tras de sí las tristes experiencias de las manifestaciones de la carne en el desierto. Cuando los sacerdotes que llevaban el arca del pacto delante del pueblo hubieron puesto sus pies a la orilla del agua, las aguas se dividieron para que el pueblo pudiera pasar (Josué 3).
Tal como la Pascua y el Mar Rojo, el Jordán es una figura de la cruz de Cristo, pero vista desde otro ángulo. De manera muy especial, el Jordán representa la muerte en cuanto a lo que somos en nuestro antiguo estado, y una imagen de la muerte como punto de partida de un nuevo estado en el poder de la vida en Cristo con quien somos resucitados. Por la muerte y la resurrección, en cuanto a nuestra posición, ya hemos sido trasladados en los lugares celestiales (Efesios 2:1-10).
Doce piedras en el país del otro lado del Jordán — doce piedras en medio del Jordán
Doce hombres del pueblo debían tomar doce piedras del medio del Jordán, donde estaban firmes los pies de los sacerdotes. Doce, “conforme al número de las tribus de los hijos de Israel”. Luego, estos hombres tuvieron que levantarlas en el lugar donde acampaban. Josué levantó doce otras piedras en medio del Jordán (Josué 4:1-9).
En ambos casos, las doce piedras servían de memorial. Asimismo, Dios quiere que nosotros también, en nuestra vida práctica, recordemos la victoria representada por la travesía del Jordán. Por la fe, el creyente puede realizar la verdad siguiente: Porque estoy en Cristo, soy muerto al pecado, para la ley y al mundo. Ya no vivo yo, pero vive Cristo en mí (Gálatas 2:19-20; Romanos 6:10-11; Colosenses 2:20; Gálatas 6:14). Estas piedras son un recuerdo constante: “habéis muerto con Cristo”. Por eso, ¡“consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús”!
Las piedras que están en medio del Jordán hablan al corazón. Si las considero en espíritu, es como si me sentara a la orilla del Jordán diciendo: Estaba allí, y en aquel lugar Él descendió por mí. Me libró de mi viejo hombre y lo dejó con su vida en las profundidades del Jordán. La cruz es un testimonio eterno de esto.
Las piedras erigidas en Gilgal hablan a la consciencia. Son un memorial de la introducción por Cristo en los lugares celestiales. Me exhortan a que mi vida práctica corresponda a mi nueva posición.
La circuncisión
Cierto, Israel estaba ahora en el país. Pero antes de poder empezar a combatir contra los enemigos que vivían allí, todos los hombres tenían que estar circuncidados (Josué 5:2-9).
El sentido figurado de la circuncisión es: “al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal” (Colosenses 2:11). Antes de que podamos tomar posesión de nuestras bendiciones espirituales en los lugares celestiales, el juicio y el signo de la muerte deben estar aplicados a la carne en nosotros. Así solo podremos luchar contra huestes que quieren arrebatarnos esta posesión (Efesios 6:12).
Para realizar estas cosas, tenemos ahora todo en Cristo; nada nos falta. “En él” dice el apóstol, “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él” (Colosenses 2:9-10). Cuando la carne permanece en la muerte, el poder de Cristo y la plenitud que está en Él pueden desarrollarse libremente.
Gilgal
Gilgal era el lugar donde estuvo circuncidado Israel, el punto de partida antes del combate y el punto de reunión después de la victoria (Josué 4:19; 5:10; 9:6; 10:6-9, 15).
No basta conocer las verdades que representan la circuncisión. Tienen que ser una realidad en nuestra vida diaria. Al igual que el pueblo siempre tenía que volver a Gilgal para alcanzar nuevas victorias, siempre tenemos que aplicar el juicio y la condenación de Dios a nuestra carne. Si no, la carne actuaría inmediatamente para reconquistar lo que ha perdido. Y nunca habría una segunda victoria después de la primera. Gilgal tiene entonces el mismo significado que la exhortación: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría…” (Colosenses 3:5-8).
La tierra
Después de haber atravesado el desierto y cruzado el Jordán, Israel pudo finalmente entrar en la tierra prometida. Allí tenían que combatir contra los pueblos que Dios quería juzgar (Génesis 15:16; estos combates están detallados en el libro de Josué). Cuando los israelitas entraron en la tierra y comieron sus productos, “los hijos de Israel nunca más tuvieron maná” (Josué 5:12).
En contraste con los israelitas, los creyentes que pertenecen a la Iglesia de Dios se encuentran en una doble posición. Por un lado, aún viven en el desierto; necesitan el alimento del desierto, el “maná”. Por otro lado, conforme a su posición en Cristo, ya han sido traspuestos a su “tierra”, es decir a los lugares celestiales. Es lo que nos enseña la epístola a los Efesios. Podemos y tenemos que estar allí por la fe, y en espíritu, comer “espigas nuevas tostadas” (Josué 5:11-12), lo que significa nutrirnos de Cristo que sufrió el juicio de Dios, y que ahora es resucitado y glorificado. Podemos contemplarlo en el cielo, y así ser transformados en la misma imagen (2 Corintios 3:18) .
Contrariamente a los de la tierra de Canaán, los enemigos que quieren impedir que tomemos posesión de las bendiciones espirituales en los lugares celestiales no tienen “sangre” ni “carne”. Son huestes espirituales de maldad, poderes demoniacos, contra los cuales solo podemos resistir con la armadura espiritual de Dios (Efesios 6:10-20).
Cada uno debería, de todo corazón, procurar entrar profundamente en la comprensión de todas estas verdades, y conformar su vida con ellas. Algunos volvieron a Egipto, al mundo. Otros murmuran y suspiran en el desierto. Otros aún no han cruzado prácticamente el Jordán y no han venido a Gilgal. Y sin embargo, cada creyente tiene en Cristo una salvación perfecta, sobre cuya base puede vivir en la “tierra”. ¡Busquemos la gracia para andar como es digno de Dios que nos “llamó a su reino y gloria”! (1 Tesalonicenses 2:12).