El ABC del cristiano /14

Imitar y servir -3

La vida cristiana

“A él oíd” (Marcos 9:7).

“María... sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra” (Lucas 10:39).

“Puestos los ojos en Jesús” (Hebreos 12:2).

 

“Los he enviado al mundo” (Juan 17:18).

“Me seréis testigos” (Hechos 1:8).

“Aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras” (Tito 3:14).

 

La Palabra de Dios nos enseña —como demuestran los versículos citados anteriormente, entre otros muchos— que la vida cristiana tiene un doble aspecto: es a la vez contemplativa y activa.

En primer lugar, contemplativa: solo podemos dar si hemos recibido, solo podemos actuar si hemos meditado y orado. Esto se ilustra admirablemente con las palabras del Señor sobre la vid (Juan 15:4). El pámpano está llamado a llevar fruto, pero solo puede hacerlo si permanece en la vid; solo entonces recibirá la savia que necesita. Del mismo modo, el creyente está llamado a llevar fruto, pero solo lo puede si permanece unido a la vid divina; de lo contrario, solo es un pámpano inútil, incapaz de producir nada por sí mismo.

Mientras no vivamos en la presencia de Jesús, a menudo estaremos demasiado ocupados con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. Si, en cambio, nos sentamos a sus pies como María y le oímos, dejaremos de hacernos ilusiones sobre nosotros mismos y nuestro propio valor. Puestos ante esta Persona santa y pura, podremos bajar al fondo de nuestro corazón, para leer lo que podemos ocultar de nosotros mismos, para vernos tal como somos por naturaleza, y para hacer el juicio sincero y severo de nuestros pensamientos y acciones, sin el cual no hay vida cristiana digna de ese nombre. Entonces seremos capaces de guardar silencio y poner nuestros ojos en el Señor y dejar que sea él quien hable. Y ¡cuánto aprenderemos a los pies de semejante Maestro! En primer lugar, nos enseñará a conocerle mejor, así como sus perfecciones humanas y divinas. No hay límite para este conocimiento y esta contemplación que harán que el bendito Objeto de nuestra fe nos sea cada vez más querido. También nos enseñará a juzgar todas las cosas a su luz, no a la nuestra, y nos asombraremos, y ojalá nos entristezcamos, al ver cuántas veces, sin sospecharlo, hemos actuado según los principios de este mundo. Esta comunión con el Señor, diariamente practicada, diariamente renovada, nos «vaciará», por así decirlo, de nosotros mismos, para llenarnos de él y de su Espíritu.

Entonces, y solo entonces, podremos actuar como él quiere que lo hagamos, cumpliendo, al menos en cierta medida, la enseñanza del segundo grupo de versículos al principio de este capítulo: es decir, «ser testigos de aquel que nos envió a este mundo para ocuparnos en buenas obras».

Como testigo de Jesucristo, el primer deber del creyente es hablar de él. ¡Un deber importante y precioso! Pero no es el único. Incluso hay circunstancias en las que es mejor que nos callemos: cuando nuestra vida no está en armonía con la enseñanza del Evangelio. ¿Qué bien podemos hacer, por ejemplo, si hablamos del Señor a una persona en apuros materiales, a la que, al mismo tiempo, le cerramos la cartera? No nos equivoquemos: el mundo nos conoce mucho mejor de lo que creemos. Nos juzga con severidad —y con razón— cada vez que discierne incoherencias en nuestra conducta.

Nuestro testimonio debe manifestarse en nuestra vida más que en nuestras palabras. Es relativamente fácil hablar el lenguaje cristiano, es mucho más difícil vivir una vida cristiana, y sin embargo eso es lo más importante. Y esta vida, una vez más, solo es posible si aprendemos a contemplar y oír a nuestro modelo divino cada día, para parecernos a él. Ahora bien, ¿por qué se ha caracterizado más visiblemente aquí en la tierra, sino por el amor? El amor es “el cumplimiento de la ley”; es también la esencia del mensaje evangélico. ¿Es esto realmente lo que buscamos en nuestra vida diaria? La pregunta es muy importante. Escuchemos al amado apóstol: “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Juan 3:18). Leamos y releamos el capítulo 13 de la primera epístola a los corintios. Veremos entonces que el cristianismo no es principalmente una doctrina, sino una vida, una vida que se consume en el amor.

En contacto con el amor divino, aprenderemos a ser humildes, no solo hacia Dios, sino también hacia las personas, juzgándonos a nosotros mismos en lugar de a los demás. Si damos a aquellos a quienes hablamos la impresión de que nos creemos superiores a ellos, les haremos daño y lo que digamos no será una bendición para ellos. El orgullo religioso es la forma más triste de orgullo: huyamos de él. En contacto con el amor divino, aprenderemos a amar a todos los cristianos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). También aprenderemos a amar a las personas del mundo con las cuales entramos en contacto (pero no sus costumbres). Y este amor, como el que nos une a todos los creyentes, lo mostraremos, no de palabra solamente, “sino de hecho y en verdad”, sabiendo gastarnos por los demás, sacrificando por ellos nuestra propia comodidad y egoísmo, soportándolos y, si es necesario, aceptando sin venganza los agravios que nos hagan. Así seremos testigos fieles de quien fue la personificación misma de la humildad y el amor.