El “otro Consolador” -2
Lleno del Espíritu Santo
Detengámonos ahora un poco en este asunto. Seguramente todos habremos tratado ya de responder por nuestra cuenta a esta pregunta: Si mi cuerpo es el templo del Espíritu Santo, ¿por qué el poder triunfante del Espíritu de Dios se manifiesta tan poco en mi vida, y por qué esta última está tan escasamente llena del fruto glorioso de este poder: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”? (Gálatas 5:22-23).
Muchos buscan en el inadecuado lugar las causas de esta laguna. Olvidan que el Espíritu Santo mora en nosotros para siempre como persona divina, y piensan que tienen aún que invocar una «efusión» particular de este poder maravilloso, o aspiran al «bautismo del Espíritu Santo» y a cosas semejantes. Piensan que, del lado de Dios, les falta la «plenitud del Espíritu» y parecen no ver de ningún modo que sólo el creyente es responsable de que el Espíritu no pueda manifestarse como quiera.
Lo comprenderemos mejor después de estudiar las experiencias distintas de Israel en Jericó y en Hai (Josué 6 y 7):
El pueblo venía de Gilgal donde había sido circuncidado —una imagen del hecho de “echar... el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo” (Colosenses 2:11)— y se iba hacia Jericó. Nada le impedía a Dios, que moraba en medio de él, desarrollar todo su poder en favor de Israel. Los hombres de guerra no tenían más que seguir las directivas de Dios y rodear la ciudad durante siete días, caminando delante del arca. Los sacerdotes debían tocar las bocinas el séptimo día, todo el pueblo debía gritar a gran voz y esto bastó para que el muro alto y fuerte se derrumbara. Ya sólo les quedó subir a la ciudad y tomarla. Dios mismo, en su omnipotencia, había vencido a Jericó y le había otorgado a Israel una victoria completa.
En Hai, las cosas eran fundamentalmente distintas (Josué 7). Dios no les había dado expresamente la misión de subir. No venían de Gilgal. La victoria sobre Jericó —cumplida por Dios— les había hecho perder el sentido: creían que podrían conquistar la ciudad con un pequeño ejército en un instante. Pero había un anatema entre ellos y esto hacía anatema a todo Israel. La consecuencia fue que ya no pudieron subsistir frente a sus enemigos; porque a Dios le resultaba imposible estar con ellos en la batalla, aun cuando moraba en medio de ellos, como a quien nada le impide “salvar con muchos o con pocos” (1 Samuel 14:6). El ejército de los israelitas fue vergonzosamente vencido por los habitantes de Hai, huyeron y “el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua”.
La reacción de Josué frente a la derrota fue sorprendente. Hizo la única cosa que se tenía que hacer: “rompió sus vestidos y se postró en tierra sobre su rostro delante del arca” y buscó el rostro de Dios en oración y súplica. Pero su oración parecía más una acusación contra Dios que la confesión de su propia falta: “¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destruyan?” Cierto, no se le podía reprochar a Josué de no saber nada de la falta de Acán, porque este último había cometido “maldad en Israel” sin que nadie lo supiera, y sólo Dios que ve en lo secreto estaba enterado del asunto. Pero Josué no tenía que dudar de la disposición de Dios para ayudar a su pueblo a tomar posesión del país. Tendría que haber pedido: «Señor, enséñanos en qué hemos faltado y qué ha impedido que tu omnipotencia se desplegara».
Como lo hemos mencionado, estas experiencias de Israel constituyen una respuesta a nuestra pregunta. Cuando Dios, el Espíritu Santo que mora en nosotros, está impedido de actuar con poder y bendición en el creyente, cuando el creyente no está “lleno del Espíritu Santo”, tiene todos los motivos para doblegarse delante de Dios y para pedirle que le enseñe dónde hay una falta en su propia vida. Para Israel, en el ejemplo citado, hubo independencia en cuanto a Dios, y la acción de la carne, manifestándose por el orgullo y “las codicias de otras cosas” (Marcos 4:19). ¿No tenemos aquí también las causas por las cuales el Espíritu Santo está contristado en nosotros? (Efesios 4:30). Entonces no puede obrar con todo su poder, y así no estamos “llenos del Espíritu Santo”.
Así, no es necesario que nuestra vida espiritual reciba estímulos exteriores, ya sea un determinado movimiento organizado o alguna influencia humana. Si “andamos en el Espíritu” y quitamos los obstáculos que le hemos puesto en su camino, desarrollará él mismo su poder en nosotros; nos guiará hacia las buenas obras preparadas de antemano para nosotros (Efesios 2:10) y producirá en nosotros su fruto bendito.
Estar “lleno del Espíritu Santo” no es un estado que quita todo control de nuestra inteligencia espiritual. El Espíritu de Dios no maneja al creyente como un instrumento pasivo, sin que su corazón y su espíritu participen activamente en su obra. Al contrario, el apóstol Pablo escribe a los colosenses: “Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1:9-10). Y ¿cómo llegar a este conocimiento de la voluntad de Dios en toda sabiduría e inteligencia espiritual? Por la Palabra de Dios que ha sido escrita por medio del Espíritu Santo. “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105). He aquí el camino en el cual el Espíritu Santo quiere guiar al creyente para llenarlo.
Como hombre en la tierra, Jesucristo nos dio el ejemplo perfecto de esto. Fue concebido por el Espíritu Santo (Mateo 1:20); este Espíritu estaba sobre él y lo guiaba (3:16). Cuando el diablo lo tentó (4:1) e intentó desviarlo de su camino de obediencia y de dependencia de Dios, no contestó al tentador diciendo «el Espíritu me dice otra cosa» ni tampoco «el Espíritu no me guía de esta manera». Sino más bien, le dijo: “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (4:4).
Y, en realidad, ¿por qué Dios nos habría dado su Palabra con sus revelaciones, sus enseñanzas, sus exhortaciones y las comunicaciones de su voluntad, si todo esto podría sernos revelado directamente por la morada del Espíritu Santo en nosotros? Pero, por otro lado, el mero hecho de atenerse a las enseñanzas bíblicas llevaría a un cristianismo sin vida, si no le damos la posibilidad al Espíritu de Dios de aplicarlas al corazón y a la conciencia y de transformarlas así en una vida práctica.
Se nos dice: “No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución”. Evitemos todo lo que pudiera excitar la carne e impulsarla a obrar. “Antes bien sed llenos del Espíritu”. ¿Cómo se manifiesta esto? “Hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:18-21).
En las Escrituras hallamos bastante a menudo la expresión “lleno del Espíritu Santo”.1 “Llenado del Espíritu Santo” está casi siempre en relación con un servicio ocasional, o de duración más o menos larga, cumplido con la fuerza divina. “Lleno del Espíritu Santo”, al contrario, se refiere a un estado que el Señor Jesús ha manifestado constantemente sobre la tierra (Lucas 4:1), pero que también puede caracterizar a los suyos. Y si semejante testimonio ha podido ser dado de Esteban o de Bernabé, ¿no podemos, o aun no debemos aspirar de todo corazón a este estado bienaventurado? ¡El Espíritu mismo quiere llevarnos ahí!
El Espíritu Santo mora en la Iglesia de Dios sobre la tierra
El apóstol Pablo lo recuerda dos veces a los creyentes de Corinto. “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). “Vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (2 Corintios 6:16).
Como ya lo hemos visto, para cada creyente individualmente es fundamental permanecer siempre consciente de que su cuerpo es el templo del Espíritu Santo. El andar en el Espíritu es indispensable para la manifestación práctica del fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), para la gloria de Dios y para la bendición de los hombres.
No es menos importante mantener que Dios, por su Espíritu, mora también en su Iglesia sobre la tierra, como su templo, y en cada lugar donde se halla una expresión local de esta Iglesia. Nuestro testimonio colectivo sólo será bendito si el Espíritu de Dios puede obrar libremente entre nosotros.
Hoy en día, tanto como en la época de la iglesia de Corinto, se tiene tendencia a subestimar esta verdad. El ejemplo de los corintios muestra cómo la edificación de la iglesia puede ser estorbada o aun impedida. Los capítulos 12 a 14 de la primera epístola a los corintios son particularmente instructivos respecto de este tema. Allí vemos cómo el Espíritu obra entre ellos y los objetivos que persigue, pero también el comportamiento de ellos en estas circunstancias.
Dones espirituales
Desde el principio de su carta, el apóstol da gracias a Dios de que los corintios habían sido enriquecidos en Cristo Jesús en toda palabra y en toda ciencia y de que nada les faltaba en ningún don (1 Corintios 1:4-7). En el capítulo 12, enumera estos dones y agrega: “Todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (12:7-11).
Una de las principales actividades del Espíritu Santo en la Iglesia es, pues, repartir toda clase de dones entre los muchos miembros del cuerpo. Aquel que posee un don espiritual tiene, al mismo tiempo, la capacidad y la responsabilidad de ejercer el servicio correspondiente “para provecho”.
Sin embargo, los corintios hacían como si no hubiera prácticamente más que dos de estos dones que ejercer: el hablar en lenguas y el don de sanidades. Porque se atraía las miradas sobre la persona que hablaba en lenguas o que obraba sanidades, como si ello fuera un instrumento especial del poder divino. De hecho, buscaban su propia gloria.
Esto da aquí la oportunidad al Espíritu Santo de subrayar lo que caracteriza su presencia en la iglesia: “Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo” (1 Corintios 12:4). Todos los dones espirituales que distribuye tienen que ser ejercitados en la asamblea si se desea que ésta lleve el carácter de iglesia de Dios. Estos dones son muy diferentes, pueden ser importantes o no a los ojos de los hombres, pero proceden todos de la misma fuente y tienen a Dios como autor. Deberíamos pues aceptar aun el don espiritual más insignificante como proveniente de Él.
Los corintios habían olvidado aún otra cosa: “Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo” (v. 5). Poseer un don no le da al creyente el derecho de utilizarlo a su antojo; esto lo hace mucho más responsable delante del Señor de servirle en su dependencia con este don. De la misma manera, cada servicio ha de ser para la gloria de Dios, puesto que es él quien le confiere su eficacia.
Muchos miembros — un cuerpo
Para ilustrar y subrayar estas verdades que hallamos expresadas en 1 Pedro 4:10: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros”, Pablo llega a hablar del cuerpo espiritual de Cristo compuesto de todos los redimidos en la tierra. “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13). Para el Señor, los creyentes están íntimamente ligados, por el Espíritu, entre sí y con él mismo, la Cabeza, así como lo están los miembros de un cuerpo humano, los cuales se preocupan los unos por los otros (1 Corintios 12:14-27). El apóstol subraya aún que el cuerpo humano tiene órganos, por ejemplo el corazón o los pulmones, que pueden estar escondidos mientras tienen más importancia que un miembro visible como el ojo o la mano. El cuerpo de Cristo también tiene miembros escondidos, que ejercen servicios discretos pero muy importantes. Con esta comparación, reprueba la vanidad de aquellos que siempre tendían a ponerse de relieve e impedían que se ejercieran otros dones. ¡Estemos vigilantes respecto a esto!
El verdadero motivo del ejercicio de los dones
El capítulo 13 no interrumpe el tema de los dones espirituales y de sus servicios tratados en los capítulos 12 y 14. Al contrario, nos enseña de manera apremiante lo que debería impulsarnos a obrar. Ciertos corintios habían buscado con celo conseguir dones del Espíritu para ponerse en evidencia. Pero tendrían que haber aspirado ante todo a estar llenos del amor divino derramado en sus corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5:5), y a obrar, dejándose guiar por tal amor. Aun si poseyere los dones espirituales más brillantes, dice el apóstol —y el hablar en lenguas formaba parte de éstos, según ellos—, si no es el amor lo que me estimula, entonces nada soy. Soy tan inútil “como metal que resuena, o címbalo que retiñe”: ¡qué esta observación merezca nuestro mayor interés! Por el Espíritu, los dones son distribuidos, y por él, el Espíritu de amor, tienen que ser ejercidos (2 Timoteo 1:7).
Este capítulo es pues muy apropiado para guiarnos en el camino recto en el servicio. Revela los motivos malos, y anima para una entera dedicación, aun si esto trae muchas desilusiones y sufrimientos.
“Hágase todo para edificación” (1 Corintios 14)
El Espíritu Santo busca la edificación de la iglesia. El capítulo 14 alude sin cesar a este punto (véase v. 3, 5, 12, 17, 26). Acordémonos de esto. Si los corintios hubiesen estado atentos a ello, ya no hubieran podido darle prioridad al hablar en lenguas. Particularmente, cuando no había intérprete, el hablar en lenguas no podía ser para bendición ni a los creyentes, ni a los incrédulos. En cambio, el don de profecía contribuía mucho más a la edificación. Ese don consistía en aplicar la Palabra de Dios al corazón y a la conciencia por el Espíritu, según las necesidades presentes. Así, las personas eran puestas en la luz de Dios, y reconocían Sus pensamientos.
La dirección del Espíritu en las reuniones
A continuación, damos sólo algunos pensamientos sobre este importante tema. La iglesia local está compuesta de creyentes individuales. Si, pues, los que se reúnen así como iglesia, andan en el Espíritu en su vida personal, y están ejercitados para someterse a su dirección, podrán también ser dirigidos por el Espíritu en las reuniones de culto, de oración y de edificación.
Algunos de los corintios pensaban que cuando alguno hablaba en el Espíritu, estaba forzado a hacerlo. No, dice el apóstol: “Los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas” (1 Corintios 14:32). El que sirve tiene completo control sobre el uso de su don y del cumplimiento de su servicio tal como lo discierne justo delante del Señor: es responsable por su servicio delante de Él. Pues, se preguntará si está llevado a actuar por el amor que no busca su propio interés, sino el bien de los demás. Mi acción, la palabra que tengo en el corazón para proferir, ¿es para la edificación de todos? Tal vez ¿le fuere revelado algo a otro que estuviere sentado? (1 Corintios 14:30), ¿o a un hermano más joven, que no tiene aún el hábito de utilizar un don recibido, pero que el Señor desea emplear?
En Corinto, había muchos hermanos con dones espirituales. Cuando se reunían, cada uno tenía un salmo, una doctrina, etc. El apóstol tenía que detenerlos para que dos de ellos no se levantaran al mismo tiempo o que no se levantaran demasiados por turno (1 Corintios 14:23-33). Hoy en día, lo que vemos es más bien a hermanos a quienes el Señor quisiera utilizar, pero que a pesar de ello no están preparados para el servicio por muchas razones. Por ejemplo, están demasiado ocupados por el trabajo diario o prefieren dejar el servicio siempre a los mismos hermanos. La exhortación que el apóstol dio a Arquipo es pues muy bien apropiada aquí: “Mira que cumplas el ministerio que recibiste en el Señor” (Colosenses 4:17).
Obstáculos a la acción del Espíritu
El Espíritu Santo mora en la Iglesia de Dios en la tierra. Esto está evidenciado por el hecho de que los creyentes nacidos de nuevo y redimidos son bautizados para ser un solo cuerpo espiritual del cual Cristo es la cabeza glorificada (1 Corintios 12:13). Cada uno posee la misma salvación en Cristo, y está unido a él; pero cada uno está igualmente ligado estrechamente a todos los demás miembros del cuerpo por el Espíritu. Como acabamos de recordar, el Espíritu ha distribuido dones espirituales a la Iglesia para su edificación. Él es el poder para ejercerlos con sabiduría y amor para el servicio del Señor glorificado, a quien está sometido el cuerpo. La Iglesia puede ser manifestada según su carácter sólo ahí donde estas verdades son reconocidas y guardadas.
En contraste con los espíritus inmundos, el Espíritu Santo no puede desarrollar completamente su actividad en la iglesia más que allí donde no halla ningún impedimento. Los pensamientos carnales, las doctrinas diferentes, o el pecado pueden constituir obstáculos. De éstos había en Corinto, y tienen que servirnos de advertencia.
Había divisiones entre ellos (1 Corintios 1-3)
No hablaban “todos una misma cosa” (1 Corintios 1:10) y lo consideraban como algo normal. Así como los discípulos de los filósofos se declaraban en favor de tal o cual de sus maestros, los corintios decían: “Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo” (1:12). Se dejaban influenciar por las reflexiones del hombre natural (2:14), o sea por la sabiduría del mundo. En vez de mantener firmes, cada uno en la sencillez y humildad de corazón, las revelaciones divinas que el apóstol les había dado por el Espíritu Santo, habían permanecido “carnales”, niños en Cristo (3:1-3) en quienes el crecimiento espiritual se encontraba atrofiado.
¡Cuántas trabas ponía esto a la acción del Espíritu de Dios! Por eso el apóstol se opuso a este peligro con determinación y convicción. Les preguntó: “¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?” (1:20). Él había entendido esto desde hacía mucho. Por eso no había venido a ellos con sabiduría de palabras humanas; lo que predicaba tenía otro origen: Cristo me “envió... a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo. Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios” (1:17-18). También nosotros hemos de guardarnos de este peligro. El Espíritu está detenido cuando la sabiduría de los hombres nos impide escuchar las enseñanzas de la Palabra de Dios.
Toleraban el mal en medio de ellos (véase 1 Corintios 5 y 6)
En aquella época, Corinto era el centro del comercio internacional, un lugar donde vivían ricos negociantes, pero al mismo tiempo una ciudad de la cual la inmoralidad constituía uno de sus rasgos distintivos. En esta ciudad, retirándolo del “presente siglo malo”, el Señor Jesús había apartado para sí “mucho pueblo” (Hechos 18:10), como “iglesia de Dios... en Corinto”. Varios de entre ellos habían estado activos en esta corriente de disolución, pero, en Cristo, habían sido lavados, santificados y justificados por Dios (1 Corintios 6:11). No obstante, al Espíritu de Dios le costaba mucho trabajo producir en cada uno la renovación práctica de su entendimiento (Romanos 12:2). La influencia de las viejas costumbres y de la mala conducta en las cuales permanecían tan naturalmente los habitantes de la ciudad persistía con fuerza. Por eso tampoco se habían lamentado sobre el caso de fornicación en medio de ellos, y no habían quitado a ese perverso de entre ellos (1 Corintios 5:2, 13).
¡Cuán entristecido estaba el Espíritu Santo a causa de este mal en medio de ellos! ¡Cuánta vigilancia y cuánta gracia necesitamos para resistir constantemente a semejantes influencias alrededor de nosotros y para ejercer la disciplina en la iglesia!
Quedaría mucho que decir sobre estas grandes verdades de la venida del Espíritu Santo a la tierra, de su morada tanto en cada creyente individualmente como en la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo en la tierra, y de su oficio como ese “otro Consolador”. Pero, ante todo, meditemos mucho acerca de este tema, ejerzamos el juicio de nosotros mismos, y pongamos de lado lo que podría impedir, en medio de nosotros, su actividad tan ricamente bendita. ¡Que el Señor nos dé su gracia para eso, en estos últimos tiempos del testimonio cristiano, para su gloria!
- 1N. del E.: En las versiones bíblicas españolas no se refleja la diferencia entre dos verbos que emplea el texto original para designar “llenado del Espíritu Santo” o “lleno del Espíritu Santo”:
1. “pimplêmi” para una forma ocasional, repentina y pasajera (Lucas 1:41, 67; Hechos 2:4; 4:8, 31; 13:9).
2. “plêroô” (o el adjetivo correspondiente “plêrês”) para una forma duradera, un estado permanente (Efesios 5:18; Hechos 6:3, 5; 7:55; 11:24). Los hemos utilizados para conservar el pensamiento del autor.