Maria Magdalena
Permítame hacerle una pregunta muy personal: ¿Es usted realmente feliz?
No me dé una respuesta teórica. No espero que me cuente su conversión, ni que me describa la perfecta salvación que ha recibido por la fe. Tampoco espero que me enumere las inmensas bendiciones celestiales que todo creyente tiene en Cristo. Todo esto sería ciertamente objeto de un verdadero y santo gozo. Pero ahora me gustaría que me diera una respuesta sencilla y directa a esta pregunta: ¿Es realmente feliz?
Después de un breve momento de autocrítica, tal vez responderá: «¿Feliz? ¡Pues no! Ciertamente, leo la Escritura todos los días, oro, voy a las reuniones, trato de seguir las exhortaciones de la Palabra lo mejor que puedo. Pero tengo que admitir que lo hago todo con muy poco entusiasmo. Mi vida cristiana se parece mucho más a un pequeño hilo de agua que fluye por el lecho de un arroyo casi seco que a un río abundante que arrastra todo y da vida».
No queremos investigar ahora cómo ha llegado a este estado. Le interesará mucho más saber cómo puede cambiar las cosas.
El camino hacia la felicidad está descripto en la Palabra de Dios de forma exacta y fiable. En los Salmos y en el sermón del monte encontramos constantemente las expresiones: “Bienaventurado el hombre...” o “Bienaventurado el que...”. Esta enseñanza se desarrolla muy claramente en las epístolas del Nuevo Testamento.
Hasta ahora, seguro que no ha seguido lo suficiente estas instrucciones divinas. Solo podrá encontrar el gozo en su corazón examinando cuidadosamente su vida a la luz de la Palabra de Dios, y sometiéndose a sus enseñanzas y exhortaciones.
Pero hoy quisiera señalar en particular lo siguiente: es en una persona, en Jesucristo, donde encontramos la felicidad. Lo disfrutamos en la medida en que tenemos comunión con Él. La Palabra nos lleva a él, a su conocimiento, al regocijo en el Señor (Filipenses 3:1, 8; 4:4). Todas estas exhortaciones son para que busquemos esta fuente de salvación, de gracia y de paz, y no la dejemos nunca.
No hay nada mejor para usted que realizar constantemente las palabras del Salmo 63:8: “Está mi alma apegada a ti” (o: te sigue directamente). Cada día su corazón puede buscarlo, hacer de Él el objeto de sus meditaciones, regocijarse en él. ¡Qué sencilla es esta divina receta de la felicidad! No tenemos nada en nosotros mismos, sino todo en él.
En María Magdalena, esta sencilla mujer, la Escritura nos da un ejemplo notable de un alma que siguió esta receta desde el principio de su vida cristiana. Dondequiera que la encontremos en la Biblia, está en relación directa con el Señor. Consideremos los pasajes que se refieren a ella, pues nos animarán.
Su primer encuentro personal con él (Lucas 8:2)
¡Qué pasado tan terrible tuvo María Magdalena! Poseída por siete demonios, estaba totalmente bajo el poder de quien quiere tiranizar y corromper a los hombres.
Nada podía sacarla de esa situación, salvo un encuentro personal con el Señor Jesús, ante quien los demonios tiemblan. Él mismo había venido y la había librado.
Ciertamente, “la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17). Pero una comprensión puramente intelectual de la doctrina de la libertad en Cristo es de poca ayuda para el hombre que suspira bajo la servidumbre del pecado. El Señor mismo debe abrir su corazón y habitar en él por la fe.
¡Qué punto de inflexión en la vida de María Magdalena! Hasta entonces solo había experimentado el terrible poder de Satanás, la engañosa vanidad del hombre y del mundo, y ahora esta liberación, ¡Qué Libertador! No dudó ni un momento: Jesús iba a poseer ahora su corazón. Quería pertenecerle y vivir para él con todas sus facultades.
Ella le siguió (Marcos 15:40-41)
Cuando Jesús pasaba por las ciudades y aldeas de Galilea, le siguió mucha gente que quería ser sanada, ver milagros o algo extraordinario.
Pero María Magdalena se sintió atraída por la persona de su Salvador. Quería estar cerca de Él. Era él mismo a quien deseaba. Él llenó su mente. Por la mañana, quizás su primer pensamiento fue: ¿Cómo puedo acercarme lo más posible a él, para verlo y escucharlo? Por la noche, seguro seguía recordando con alegría lo que había vivido con él.
Esta mujer nos enseña a mirar el caminar con Jesús desde un punto de vista maravilloso. A menudo pensamos en las condiciones y consecuencias de caminar con Jesús, en la negación a sí mismo (Mateo 16:24), en el coste de la obediencia, en el desprecio y el odio del mundo (Juan 15:20). Pero María siguió a Jesús para estar cerca de él. Lo que recibió cerca de él la sostenía a través de toda la oposición.
¿Qué le impide detenerse ahora, cerca del mismo Señor? Ejercítese cada día para tener esos momentos, siempre más largos y cercanos. ¡Hacen tan bien al alma! Solo así sus problemas se podrán resolver.
Le sirvió (Marcos 15:40-41; Lucas 8:2-3)
¿Cómo llegó María Magdalena a servir al Señor Jesús? ¿Se lo pidió específicamente? ¿Le dijo: «María, mis sandalias y mis vestidos están gastados, mis discípulos y yo no tenemos nada que comer, la bolsa está vacía, ¿no podrías...»?
Pero no, ella lo hizo por sí misma. Si una esponja está llena de agua, con nada más que tocarla brota agua. ¿Puede el creyente estar verdaderamente en la proximidad del Señor sin recibir la riqueza de su amor? ¿No basta que el Espíritu dé un ligero impulso para poner en marcha el corazón? María Magdalena no esperó órdenes como lo haría una sirvienta. Ella buscaba servir al Señor. Sentía la necesidad de hacer lo que le gustaba.
Sí, ella servía a Jesús, quien registra con alegría cada movimiento del alma hacia él, y cada servicio hecho para él. Y es el Señor quien un día recompensará todo esto de forma divina (2 Corintios 5:10). Por otro lado, qué odiosas son las actividades y servicios cristianos que, de una u otra manera, tienen como objeto y motivo el «Yo».
¿Con qué podría servirle María? Con sus posesiones, con lo que tenía en ese momento. Puede que fuera poco; desde el punto de vista humano, acostumbrado a escribir extensos volúmenes sobre la vida de los «grandes hombres», era insignificante. Pero a Dios le pareció lo suficientemente importante como para registrarlo en su Libro, al igual que las dos blancas de la pobre viuda (Lucas 21:2). ¿Y qué libro sobrevivirá al tiempo en la tierra?
Lo vio en la cruz (Marcos 15:40-41; Lucas 23:49)
¿Dónde estaba María Magdalena cuando Jesús estaba en la cruz? ¿Entre los curiosos que presenciaban este “espectáculo”? Desde luego que no. Ella estaba “lejos” entre otras mujeres creyentes que habían subido con el Señor desde Galilea a Jerusalén.
Ella se encontraba “mirando”. Le dolía el corazón ver a su Señor sufrir tal oprobio, un dolor insoportable y la más profunda angustia, mientras era entregado indefenso a unos verdugos crueles y burlones. ¿Por qué no intervino Dios?
¿Qué entendía ella de lo que estaba ocurriendo allí? Debe haber sido un evento inconcebible para María de Magdala. Afortunadamente, aquí estaba de nuevo en la proximidad de su amado Señor. Los sufrimientos de Cristo en la cruz quedaron grabados en su corazón para siempre. Cuando más tarde se explicó el significado de los mismos y la obra del Señor a través del servicio del Espíritu Santo en la Iglesia, ¡cuántos detalles de la escena que ella había presenciado debieron iluminarse; cuánto debió crecer en su alma la grandeza de la persona de Jesús! Ella debió maravillarse de la anchura, longitud, profundidad y altura de su amor, y de la muchedumbre de su gloria.
Que el nuevo converso, a pesar de su escaso conocimiento, no dude en meditar largamente sobre lo ocurrido en la cruz. Allí encontrará los más altos y preciosos tesoros de la revelación del Padre y del Hijo; allí verá, como en ningún otro lugar, la perfección de su salvación en Cristo. Sí, subamos al Gólgota a menudo en espíritu. ¿No es este el propósito de la Cena, que el Señor instituyó, dirigiendo esta exhortación a todos los creyentes: “Haced esto en memoria de mí” (Lucas 22:19)?
Ella quería ungirle (Marcos 16:1)
Fue otra María, María de Betania, que se había sentado a los pies del Señor para recibir sus enseñanzas, la única que lo ungió con perfume en el momento oportuno. Todas las demás mujeres que querían ungirle en el sepulcro después de su muerte llegaron demasiado tarde, incluida María Magdalena.
En esto mostró una cierta ignorancia. Pero, ¿acaso sus recipientes de perfume, llenos de las especias aromáticas que había preparado para Jesús, no tenían el mismo significado que el perfume derramado por la otra María en Juan 12? ¿No nos hablan del aprecio de todas las gracias y bellezas que esta principiante en el camino de la fe veía en el Señor? ¿No nos muestran gratitud y adoración? Su corazón estaba completamente entregado hacia él; solo que su conocimiento era aún muy débil.
Cuando un israelita tenía en el corazón de ofrecer un holocausto a Dios, aunque fuese demasiado pobre para ofrecer vacuno o del rebaño, podía simplemente presentar una paloma sin defecto. También esta ofrenda era “ofrenda encendida de olor grato para Jehová” (Levítico 1:14; 5:17). El conocimiento del sacrificio de Cristo y de las glorias de su persona que ha obtenido de la Palabra de Dios puede ser todavía débil, pero aun así su adoración expresada juntamente con otros en oración y canto será un grato olor para él. Esto será así en la medida en que, en ese momento preciso, solo su persona tenga valor para usted, como lo tenía para María Magdalena. ¿Pensará en esto cuando vaya al culto? ¡Qué lleno estará su corazón cuando vuelva a casa!
Lo buscó con perseverancia (Juan 20:1-18)
Este es el pasaje de la Escritura que más nos habla de María Magdalena.
Jesús había muerto; José de Arimatea y Nicodemo pusieron su cuerpo en el sepulcro nuevo. María se había unido a la triste procesión desde la cruz hasta la sepultura, y miraba donde estaba puesto el cuerpo de su Salvador. Todo lo que su corazón poseía yacía allí en la tumba, frente a la cual rodaba una piedra. ¡Qué difícil fue para ella irse de allí y volver a casa!
¿Qué le quedaba a esta alma que no conocía el glorioso final del camino del Señor? ¡Todavía quería realizar un servicio de amor! Con otras mujeres, quiso embalsamar el cuerpo del Señor, como acabamos de recordar. ¡Con qué celo amoroso hicieron los preparativos! Como el sábado (el día de descanso obligatorio) estaba llegando a su fin, compraron especias aromáticas y las prepararon (Marcos 16:1). Pero “pasado el día de reposo”, fueron por segunda vez “a ver el sepulcro” (Mateo 28:1).
María Magdalena no encontró descanso esa noche. A la mañana del día siguiente, primer día de la semana, acudió de nuevo al sepulcro siendo aún oscuro (Juan 20:1). ¿Y qué vio? La piedra había sido quitada y la tumba estaba vacía. El gran acontecimiento de la resurrección había tenido lugar, mientras tanto, ¡ella no lo sabía! Y ahora el cuerpo de Jesús había desaparecido. ¿Qué había pasado? Corrió hacia Pedro y Juan con gran ansiedad y preocupación. Si alguien sabía qué hacer, debían ser ellos. Así que también ellos corrieron al sepulcro, seguidos por María, que iba allí por tercera vez.
El Señor había dicho repetidamente a estos dos discípulos que tendría que sufrir, morir y, después de tres días, resucitar. Finalmente pudieron comprender esta verdad cuando vieron la tumba vacía. Ellos creyeron y volvieron a los suyos, demasiado ocupados con estas grandes cosas para prestar atención al profundo dolor de María Magdalena.
Esta mujer, a la que Jesús liberó de su terrible condición, había recorrido con él todo el camino de la fe, y había encontrado en él el apoyo de su vida, una profunda paz y un maravilloso gozo. Y ahora se hallaba —o eso creía— sola y abandonada. La comunión con él había sido la razón de ser de su vida; hizo todo lo posible por estar cerca de él: le había seguido y servido, estuvo junto a la cruz en las horas más duras que Él soportó; había estado presente cuando su cuerpo fue puesto en el sepulcro; y ahora que quería poder embalsamarlo, su cuerpo ni siquiera estaba allí. ¡Qué vacío! María estaba fuera llorando junto al sepulcro. ¡Qué preciosas deben haber sido esas lágrimas para Dios! He aquí una mujer que no lloraba porque le hubieran quitado las cosas visibles o los seres humanos en los que creía tener su felicidad. Pero lloró porque pensó que le habían quitado para siempre la verdadera fuente de felicidad, la que Dios le había dado en su Hijo y de la que bebió en abundancia. ¿No es ella realmente un ejemplo vivo de lo que usted y yo podemos encontrar en Cristo, cada día y cada momento?
Mientras lloraba, se inclinó hacia el sepulcro y vio a dos ángeles sentados, con vestiduras blancas. ¡Qué aparición! Y qué impresionante: ¡ángeles del cielo! Muchos israelitas piadosos en el pasado se llenaron de miedo ante tal encuentro. Pero María no les prestó atención. Ella buscaba al Señor. Nadie más podía ocupar el lugar que Su persona tenía en su corazón. No se apegó a los discípulos, que acababan de irse, ni dirigió su alma a esos ángeles. Su cristianismo no se limitaba a las relaciones con los creyentes. Menos aún podía estar satisfecha con las formas y ejercicios religiosos. Cuando los ángeles le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras?”, ella se limitó a responder: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto” (Juan 20:13).
¿El Resucitado se negaría a manifestarse a un alma tan decidida a buscarlo? No, allí estaba, llamándola por su nombre, como el buen pastor: “¡María!” Era a ella a quien quería revelarse, antes que a todos los demás.
¡Qué cambio tan extraordinario para el corazón de María! De un momento a otro, fue elevado de un abismo de oscuridad a la mayor proximidad con su Señor, una proximidad que era viva, radiante y le llenaba de felicidad. Ahora todo estaba bien. Estaba vivo, estaba allí. Nunca más tendría que separarse de él. Cayó a sus pies, gritando de gozo: “¡Raboni!” (v. 16)
Y cuando más tarde ascendió al cielo, ella pudo, a través del Espíritu Santo, estar aún más cerca de él que antes.
Que el Señor hable a nuestros corazones y conciencias a través de esta escena. Hoy corremos el gran peligro de contentarnos con formas externas y doctrinas. Nuestra vida cristiana se está marchitando, volviéndose impotente, apática. Es como una casa vacía cuyos habitantes se han ido a otra parte. En tal estado, no podemos deleitar al Señor ni ser una bendición para los demás, y nuestros propios corazones se vuelven descontentos e infelices. ¡Es tan vital buscar la persona del Señor mismo cada día! Solo entonces podrá llenar nuestros corazones con su presencia vivificante, y estas palabras de Pedro pueden aplicarse también a nosotros: “Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:7-8). Aquí está el secreto de una vida feliz.
Ella dio testimonio de Él (Juan 20:15-18)
No es de extrañar que María hablara libremente del rechazado y crucificado Señor Jesús al que pensaba era hortelano. Para ella, “él” era lo único que importaba. Así, María habló abiertamente de lo que él significaba para ella. ¿Será más difícil para nosotros, si él es también el centro de todos nuestros afectos? María solo dijo una frase. ¡Pero fue suficiente para revelar lo que es Cristo para nosotros, y para dejar una profunda impresión en los que aún no lo conocen!
¿Cómo María, cuyos conocimientos eran tan limitados, pudo entonces llevar un mensaje a los hermanos y hermanas, y podía comunicarles cosas que aún no conocían?
Ella buscó al que ahora había resucitado. Y allí, en su cercanía, él le reveló la nueva y maravillosa relación con Dios a la que los creyentes han sido llevados: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (v. 17).
A menudo nos detenemos con asombro en los numerosos escritos y estudios bíblicos fundacionales de nuestros padres, que muestran un profundo discernimiento de la gloria, los pensamientos y los caminos de Dios. Es cierto que ellos vivieron en una época de avivamiento. Pero este avivamiento consistía principalmente en que los corazones de estos hermanos dejaron todas las otras cosas para fijarse en el Señor. Y allí, en su presencia, recibieron la comprensión de sus pensamientos.
Todos necesitamos que nuestros corazones se despierten. “Bienaventurados los que... con todo el corazón le buscan” (Salmo 119:2).