Columna y baluarte de la verdad (1 Timoteo 3:15)
A fin de enseñarnos a conocer la Iglesia del Dios viviente como Él la ve, y de permitirnos considerarla bajo todos sus aspectos, Dios nos dio diversas imágenes de ella en su Palabra. Ahora quisiéramos mirar más de cerca algunas de estas imágenes, que expresa cada una un aspecto particular de los pensamientos de Dios. A causa de la falta de lugar, nuestras explicaciones estarán incompletas.
¿Dónde se puede hallar en este vasto mundo “la verdad” —la verdad en cuanto a Dios, en cuanto al origen y al fin de la vida, en cuanto a las relaciones del hombre con Dios, en cuanto al estado moral del hombre, en cuanto a la salvación que Dios le quiere dar, en cuanto al porvenir hacia el cual se dirige el mundo—? Sólo en la Iglesia de Dios. Ella reconoce que las Santas Escrituras son la palabra de “verdad”, y la anuncia (Juan 17:17). Está fundada sobre la roca, que es Jesucristo, “la verdad” misma (Juan 14:6). El Espíritu Santo, “el Espíritu de verdad” habita en ella, pero el mundo no lo puede recibir (Juan 14:16-17).
Aun cuando los creyentes actuales estén marcados por la debilidad y la infidelidad, la Iglesia, que incluye a todos los redimidos, sigue sin embargo anunciando la verdad en este mundo, como lo haría una columna dotada de un pedestal, sosteniendo y poniendo en evidencia una imagen.
La verdad, pues, en cuanto a los temas citados no se puede hallar en los hombres de este mundo que están lejos de la presencia de Jesucristo, que no tienen el Espíritu Santo y que rechazan o menosprecian la Palabra de Dios. Que los jóvenes que se dejan impresionar fácilmente por la sabiduría del mundo tomen esto en cuenta.
El pastor y su rebaño (Juan 10)
El Señor Jesús como Buen Pastor, en esta figura de la Iglesia de Dios, se halla en primer término. Dio su vida por las ovejas. Es la puerta de las ovejas. Si alguien entra por Él, “será salvo”. Porque el Buen Pastor ha “venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”.
En adelante hay una relación personal entre este “Príncipe de los pastores” (1 Pedro 5:4) y cada una de sus ovejas. Sus ovejas oyen y conocen su voz. Cada una de sus ovejas la “llama por nombre”. Él dice: “conozco mis ovejas, y las mías me conocen”. Esta imagen contiene aún otra cosa: Todos los que anteriormente eran “como ovejas descarriadas”, pero que ahora tienen esta relación personal con el Buen Pastor, ¡forman un rebaño con un Pastor! Comprende tanto las ovejas del redil judío como las de las naciones (Juan 10:16). El pastor hace descansar el rebaño en “lugares de delicados pastos” y pastorea el rebaño “junto a aguas de reposo” (Salmo 23:2). A una oveja que se aleje del rebaño le costará mucho trabajo hallar los delicados pastos. Es la prueba de que no escucha la voz del Buen Pastor. Cualquiera que diga: «Mi pastor me basta, ¡no me hace falta el rebaño!» gozará muy poco de las bendiciones incomparables descritas en el Salmo 23. El Buen Pastor está al lado del rebaño. Allí hay alimento, bebida, protección y cuidados pastorales.
Cuando, en el Cantar de los Cantares, la amada le pregunta a su esposo: “Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma, dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía”, recibe la contestación siguiente: “Ve, sigue las huellas del rebaño” (Cantar 1:7-8). En el lenguaje del Nuevo Testamento, se diría: Ve, escudriña la Palabra y busca los pensamientos de Dios respecto de «mi Iglesia», ¡y sigue sus instrucciones!
El cuerpo de Cristo
En las epístolas se habla varias veces de la Iglesia como del cuerpo de Cristo. Lea: Romanos 12:5; 1 Corintios 10:16-17; 12:1-31; Efesios 1:22-23; 4:4, 12, 15-16; 5:23, 29-30; Colosenses 1:18, 24; 2:19; 3:15.
¿Qué quiere Dios hacernos entender mediante esta figura? En primer lugar, que la Iglesia no es una organización.
¿Qué entendemos por organización?
Sólo Dios puede crear organismos como las plantas, los animales o los seres humanos. Tales organismos se hallan compuestos de varios miembros vivos que contribuyen cada uno a su crecimiento y prosperidad mutuos. Los hombres no pueden producir semejantes organismos. Sí son capaces de construir máquinas y aparatos en los cuales cooperan mecánicamente muchas piezas que ellos mismos fabricaron anteriormente. Pero, en cuanto a esto, no se puede hablar más que de organización. Una máquina no es un ser vivo. Sus diferentes partes no se pueden renovar unas a otras.
Cuando los hombres forman entre sí asociaciones o sociedades, éstas continúan siendo sólo organizaciones. Los miembros están ciertamente vivos y tienen más o menos los mismos intereses. Pero no es Dios el que formó estas corporaciones. No las ligó entre sí mediante Su aliento. No son, pues, ni un conjunto vivo, ni un organismo.
Las organizaciones eclesiásticas
A lo largo de su historia en la tierra, siempre los hombres han intentado ejercer su talento de organizadores en la esfera eclesiástica. En el curso de los siglos, no se dejaron de crear nuevas iglesias o comunidades. Ahora bien, todo lo que es nuevo entusiasma al hombre natural. Se empieza por una nueva profesión de fe particular, luego se da un nuevo nombre, y un reglamento propio a la comunidad, según el cual toda la vida eclesiástica debe desarrollarse. Cualquiera que desee formar parte de ella, tiene que someterse a esta organización exterior y a los hombres que la presiden. En ciertas iglesias, ni siquiera se pregunta si tal persona anda en el camino de la fe, posee la vida eterna, y si está en relación íntima con Cristo y los demás «miembros». En tales organizaciones, los «creyentes de afuera» no tienen nada que decir y no pueden ejercer sin permiso ninguna función ni ningún servicio.
La Iglesia de Dios es un «organismo»
En contraste con una «organización» humana, este «organismo» nació como un ser vivo. En el día de Pentecostés, todos los creyentes fueron bautizados por un solo Espíritu en un cuerpo (Hechos 2; 1 Corintios 12:13). Desde ese día, la Iglesia existe como un cuerpo vivo. Desde entonces cada persona que nace “de agua y del Espíritu” (Juan 3:5) y así pasa por el nuevo nacimiento, es añadida a este cuerpo sin haber hecho ninguna cosa. Antes de darse cuenta de lo que le ha sucedido, ya está en el terreno de la vida nueva, en una relación indisoluble con el cuerpo de Cristo que está animado con la misma vida. En adelante esta persona es un miembro vivo de este organismo, y continúa siéndolo. No puede salir de él.
¿Cómo funciona el cuerpo de Cristo?
La Palabra de Dios utiliza el ejemplo del cuerpo humano para explicárnoslo (1 Corintios 12). El Creador ha atribuido un lugar a cada miembro del cuerpo humano, a fin de que cumpla la tarea particular que le ha sido confiada. Si a unos miembros o unos órganos se les ocurriera querer intercambiar sus lugares, resultaría un gran desorden que conduciría a la ruina del cuerpo. No, cada miembro se queda en su lugar y vive como el Creador lo quiso. La cooperación ideal de todos los miembros sólo es posible de esta manera, y será para la prosperidad del cuerpo entero. Basta que un solo miembro desfallezca para que aparezcan ya debilidad, sufrimiento y enfermedad.
Ocurre lo mismo en el cuerpo de Cristo. Dios ha colocado cada miembro (1 Corintios 12:18) para que desempeñe su función, aunque sea escondida, sobre la base del don de gracia que ha recibido, y en coordinación con el trabajo de los demás miembros. Cada uno debe tomar el lugar que Dios le ha atribuido como miembro vivo del cuerpo, y tiene que cumplir su tarea en obediencia, impulsado por la fuerza del amor (1 Corintios 13). Así es como “todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor” (Efesios 4:16). En otro contexto, hablaremos de la naturaleza de los varios dones y de cómo se ejercen.
Pero ahora llegamos al segundo punto, el más importante en esta imagen del cuerpo de Cristo.
Cristo es la cabeza del cuerpo
La muerte, la resurrección y la glorificación de Cristo a la diestra de Dios eran las condiciones preliminares a la formación de la Iglesia (Efesios 1:20-23). Sin la cabeza, o sea sin Cristo, los miembros y el conjunto del cuerpo nunca hubieran sido formados. Cuando la obra de la redención fue cumplida, y Cristo, en la condición de hombre, fue alzado “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra”, sólo entonces el Espíritu Santo bajó para bautizar a todos los creyentes en un solo cuerpo.
Al mismo tiempo, Dios dio a Cristo “por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo”. ¿No es un pensamiento conmovedor para nuestros corazones? Cristo necesitaba —lo decimos con respeto— “la plenitud” o un complemento por medio de la Iglesia, a fin de que Cristo, cabeza y cuerpo, pudiera aparecer. De la misma manera, según los pensamientos de Dios, el primer hombre, Adán, no fue completo sino cuando recibió a su mujer Eva.
La cabeza gobierna a los miembros de su cuerpo
Por medio de la cabeza, el hombre pone sus miembros en movimiento, mediante la red de nervios. Cristo dirige a los miembros de su cuerpo celestial (pero que está en la tierra) por medio del Espíritu Santo que habita en cada uno de los suyos. Cada miembro está puesto directamente bajo la autoridad de la cabeza, y es responsable delante del Señor de desempeñar en el buen momento la función para la cual desea emplearle. Nosotros, criaturas, no podemos por medio de una «organización» entremeternos en sus pensamientos y en sus derechos soberanos. No tenemos el derecho de escoger o de designar quién debe hablar, quién debe enseñar o quién ha de ser enviado a tal o cual campo misionero.
¡Ojalá pudiéramos “asirnos de la Cabeza” (Colosenses 2:19), y vigilar para que nada venga a interponerse entre Él y nosotros, ni a limitar Su soberanía!
El testimonio del solo cuerpo
Muchos cristianos serios sufren y llevan luto debido a la dispersión de la cristiandad. Se afirma que en principio pertenecemos todos al mismo cuerpo. Esta constatación lamentable fue el punto de partida de los movimientos ecuménicos y de varias alianzas. Se desea dar expresión a esta unidad en el Señor, y estos cristianos se reúnen durante «semanas especiales» o «congresos». Para acercarse unos a otros se hacen concesiones temporarias, se toman decisiones, pero luego cada grupo vuelve a su propia congregación.
Tales esfuerzos ¿cuentan con la aprobación del Señor? La fusión de organizaciones eclesiásticas para formar una organización única ¿es el medio divino para remediar la ruina actual?
Tal como resulta de los pasajes ya citados, la Palabra de Dios sólo habla de la unidad del Espíritu (Efesios 4:3) y de uncuerpo de Cristo (1 Corintios 10:17); no reconoce ninguna otra corporación. La unidad, pues, ya no hace falta hacerla. Pero sí debemos ser en este mundo testigos de este un cuerpo en Cristo que, a los ojos de Dios, jamás deja de existir. Podemos mantener este testimonio a lo que Dios hizo sólo separándonos cuidadosamente de lo que los hombres hicieron de esto, de las profesiones de fe que son una negación de la realidad divina, y que dividen a los creyentes.
La casa de Dios
Por medio de esta imagen, la Iglesia nos es presentada como la morada de Dios en esta tierra. En contraste con el tabernáculo y el templo de Dios que estaban construidos con materiales inánimes, se trata aquí de una casa espiritual (1 Pedro 2:5). Haciendo sin duda referencia a estas moradas de Dios en el Antiguo Testamento, se designa hoy en día equivocadamente a ciertos locales donde se reúnen cristianos como «casas de Dios» (Efesios 2:22).
Cómo Cristo edifica
El Señor Jesús dijo a Pedro: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18). Cristo es pues el que edifica, desde el día de Pentecostés hasta hoy. Construye la casa sobre el único fundamento nombrado: “Sois… conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo (Efesios 2:19-20). Todos los que son salvos y nacidos de nuevo se acercaron a Él como “piedra viva”, y son edificados “como piedras vivas”, como “casa espiritual” (1 Pedro 2:4-5). En este sentido, la casa de Dios estará terminada sólo cuando la última piedra viva sea añadida. “Las puertas del Hades no prevalecerán contra” esta construcción (Mateo 16:18).
La santidad conviene a tu casa
¡Qué pensamiento solemne: los hijos de Dios en la tierra forman juntos “el templo del Dios viviente”! (2 Corintios 6:16). Él quiere habitar allí. Si, en relación con el templo en Jerusalén, el salmista ya declaraba: “la santidad conviene a tu casa” (Salmo 93:5), ¡cuánto más hoy en día los redimidos que forman parte de la casa espiritual de Dios tienen motivos para reflexionar sobre esta afirmación! Deberíamos tener el deseo real de saber cómo tenemos que conducirnos en esta casa (1 Timoteo 3:15). El orden, la santidad y la disciplina tienen que mantenerse allí.
El culto en su casa
En calidad de piedras vivas, los que constituyen la casa de Dios pertenecen también al “sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). ¡Qué inmenso privilegio poder estar eternamente en la presencia de Dios y traerle adoración y alabanza, a él que se reveló como el Dios de amor al dar a su Hijo! Si lo hacemos por el Santo Espíritu, un río de felicidad incomparable inundará nuestros corazones.
Cómo edifican los hombres
En Efesios 2 y 1 Pedro 2, la casa de Dios está considerada del lado divino. Cristo sólo edifica con piedras vivas.
Pero en 1 Corintios 3, el hombre está encargado de la construcción, y es responsable de todas sus faltas. Pablo dice: “somos colaboradores de Dios, y... como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica” (1 Corintios 3:9-10). En el curso de los siglos, el hombre ha traído sobre este fundamento “madera, heno, hojarasca”. Ha introducido principios humanos, y aun errores y falsas doctrinas, y ha agregado al edificio gente que profesa a Cristo pero que no tiene la vida de Dios. Así es cómo el desorden entró en la casa de Dios. Ésta se convirtió en una casa grande en la cual no sólo hay creyentes, sino también “utensilios... para usos viles” (2 Timoteo 2:20-21).
La casa de Dios, la que está construida por el Señor, sólo comprende verdaderos creyentes, como el cuerpo de Cristo. Pero la “casa grande” está constituida por todos los que forman parte de la cristiandad.
¿Qué consejo da el Señor a los suyos respecto de esta “casa grande”?: “Así que, si alguno se limpia (o se separa) de estas cosas (de los utensilios para usos viles), será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra”.
El Esposo y la esposa
¡De qué modo conmovedor esta imagen tan familiar de la vida humana expresa la relación íntima y eterna del Señor con su Iglesia! Esta relación empezó en el pasado (en la cruz); es una realidad maravillosa en el presente, y en el porvenir estará visible y perfecta.
Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella (Efesios 5:25)
“El rastro del hombre en la doncella” (Proverbios 30:19) es maravilloso; ¡cuánto más el del Esposo celestial hacia aquella a quien adquirió como esposa! Su principio aun sobrepasa nuestro entendimiento. ¿Qué vio el Señor en aquellos a quienes ha escogido? Pues ellos estaban “muertos en sus delitos y pecados” (Efesios 2:1). Ya sea que lo entendamos o no, para adquirir una esposa cargada de semejante pasado, ¡se entregó a sí mismo, yendo hasta la muerte en la cruz! Así como Eva fue formada de la costilla de Adán dormido, así también la esposa celestial halla su origen en la muerte y resurrección de Cristo, su Esposo (Génesis 2:21-24). Él dio a sus redimidos la vida (Juan 10:10), la belleza (son hechos “aceptos en el Amado”, Efesios 1:6), la riqueza (2 Corintios 8:9). Él es su sabiduría, su justificación, su santificación y su redención. La esposa, respecto de todo lo que es y de lo que posee, se gloría en el Señor (1 Corintios 1:30-31). La cruz y el sepulcro son el punto de partida de las relaciones del Esposo con su esposa. Atestiguan su amor, un amor eterno e inmutable que sobrepasa todo lo imaginable.
“Para santificarla” (Efesios 5:26)
¿Cómo este Esposo podría olvidar a su esposa a quien ve recorriendo aún este peligroso mundo, hasta el día feliz de su regreso? ¡Imposible! ¡En su amor sin igual, está pensando constantemente en ella! Desde su santuario, le proporciona toda la ayuda necesaria para permanecer pura y santa en medio de las numerosas tentaciones y pruebas. Desea que ya en la tierra esté en armonía práctica con Él, y que le corresponda. Para lograr este objetivo, no cesa de hacerla pasar por “el lavamiento del agua por la palabra”. “La sustenta y la cuida” (Efesios 5:26, 29).
¿Qué espera el Esposo de su esposa? Que lo ame y que viva para él. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (Juan 14:21). La esposa ha de estarle sujeta en todo (Efesios 5:24).
¡Que todos aquellos que forman parte de su esposa puedan responder a esta espera y escuchar atentamente las enseñanzas del Espíritu Santo! Éste quiere revelarnos, por medio de la Palabra de Dios, a la persona del Esposo. ¡Cuánto debería entonces crecer en nosotros el deseo de verlo!
“A fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa” (Efesios 5:27)
Los novios se regocijan al casarse, vivir su relación conyugal y estar en su hogar. Así es cómo la esperanza de la unión completa con el Esposo celestial, al igual que la perspectiva de estar siempre a su lado y de compartir su gloria, sostiene la marcha de la esposa. ¿Y el Esposo? Le dice: “Vengo pronto”. Por medio de este llamamiento, no se limita a reanimar nuestra esperanza, sino que expresa su ardiente deseo. El hecho de esperar a su esposa requiere “paciencia” (Apocalipsis 3:10-11). Cuando haya llegado la hora, vendrá él mismo, en el gozoso impulso descrito en el Cantar de los Cantares 2:8-12 (según una imagen que se refiere propiamente a Israel).
Entonces se presentará a la Iglesia a sí mismo, gloriosa. No tendrá mancha ni arruga, sino que será “santa y sin mancha”, radiante con perfecta belleza. Ella lo verá y será semejante a Él (1 Juan 3:2-3).
Mientras en la tierra las pruebas tendrán su fin, en el cielo tendrán lugar las bodas del Cordero (Apocalipsis 19:6-10). Luego vendrá con su esposa para juzgar a los vivientes aquí abajo, y reinar con ella en la tierra (Apocalipsis 19:11-20:6). Según otra imagen, ella será la metrópoli celestial del reino milenario, así como Jerusalén será la metrópoli terrestre (Apocalipsis 21:9-27). Después se establecen el estado eterno, los nuevos cielos y la nueva tierra. Otra vez la Iglesia bajará del cielo como la santa ciudad, “dispuesta como una esposa ataviada para su marido”, y será “el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos” (Apocalipsis 21:1-8).
¡Qué glorioso llamamiento celestial! ¡Ciertamente la Iglesia no ha sido dejada aquí abajo para mejorar el mundo!
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