Al comienzo del libro de los Hechos encontramos una imagen admirable de la Iglesia en sus primeros días: “Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (2:42). Había lugar para la edificación, el culto y la oración, y la vida de la Iglesia se extendió en las casas cristianas. “Sobrevino temor a toda persona” (v. 43).
Un creyente que dio lo que tenía (Hechos 4:32-37)
En el capítulo 4, encontramos una nueva descripción magnífica de esta Iglesia en la frescura de su primer amor. Eran “de un corazón y un alma”; la manifestación práctica de su unidad dio un notable testimonio al mundo exterior: “Ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía”. El hombre es naturalmente egoísta y busca sus propios intereses. Pero aquí los miembros del cuerpo de Cristo se preocupaban los unos por los otros. “Abundante gracia era sobre todos ellos” (v. 32-33).
En esa atmósfera oímos hablar por primera vez de Bernabé, uno de los colaboradores del apóstol Pablo. Más tarde, lo acompañará en su primer y tan difícil viaje misionero. Era un israelita, levita, natural de Chipre. Su nombre original era José, pero los primeros cristianos, testigos de su crecimiento espiritual, le apodaron Bernabé, es decir, “hijo de consolación”.
Bernabé, teniendo una heredad, la vendió y trajo el precio a los pies de los apóstoles (v. 37). Su corazón estaba lleno de amor por Cristo y su pueblo. Estaba dispuesto a separarse de este bien para que se pudiera ayudar a los necesitados. Quizás también quería ser completamente libre para servir al Señor: dinero y tiempo, quería dedicarle todo. Así es como fue un instrumento bendecido en la obra de Dios. Si tenemos bienes terrenales, no olvidemos que solo somos administradores. Estos bienes no nos pertenecen, el Señor nos los confía (véase Lucas 16:1-13). Seamos “dadivosos, generosos” y trabajemos, haciendo con nuestras manos lo que es bueno, para poder dar a los que padecen necesitad (1 Timoteo 6:17-19; Efesios 4:28).
El servicio de un pastor (Hechos 9:26-28)
La iglesia en Jerusalén estaba pasando por grandes dificultades. El testimonio de Esteban ante el concilio fue rechazado, y este testigo fiel fue apedreado. Hubo una gran persecución contra la iglesia en Jerusalén. Todos los discípulos, excepto los apóstoles, fueron esparcidos por Judea y Samaria.
Saulo de Tarso, el perseguidor más implacable de los cristianos, fue detenido por el Señor Jesús mismo, quien se le reveló desde el cielo. Transformado, vino a ser el apóstol Pablo, quien recibió un ministerio extraordinario en el Evangelio y en la revelación de los pensamientos de Dios.
Después de su conversión, Saulo llegó a Jerusalén y “trataba de juntarse con los discípulos”, pero ¡qué decepción para este nuevo converso! “Todos le tenían miedo, no creyendo que fuese discípulo” (v. 26). Recordaban su comportamiento antes de su conversión y no tenían conocimiento de los eventos que habían sucedido entre tanto. Entonces Bernabé actuó hacia él como un verdadero pastor. Lleno de solicitud fraterna tomó a Saulo para llevarlo a los apóstoles. Y les contó cómo, en el camino a Damasco, Saulo había visto al Señor que se le reveló, y cómo había hablado valerosamente en el nombre de Jesús (v. 27-28). Así, a través de Bernabé, Saulo encontró su lugar entre los hermanos en Jerusalén.
Ministerio cuidadoso y perseverante (Hechos 11:19-26)
Dios encargó al apóstol Pedro la responsabilidad de abrir las puertas del reino de los cielos a los gentiles durante su visita a Cornelio, el centurión romano (Hechos 10). En adelante, el Evangelio se predicó a los hombres de toda nación: el que cree en el Señor Jesús recibe el perdón de sus pecados.
Después de la lapidación de Esteban, los que habían sido esparcidos a causa de la persecución fueron a varios lugares, predicando la Palabra de Dios. Sin embargo, todavía imbuidos de prejuicios judíos, la mayoría de ellos predicó el Evangelio solo a los judíos (11:19). El Evangelio llegó a la ciudad de Antioquía. Afortunadamente, unos de estos mensajeros, varones de Chipre y de Cirene, impulsados por el amor al Señor y por las almas, también hablaron a los griegos. Y la mano del Señor estaba con ellos en bendición, de modo que muchos se convirtieron al Señor (v. 21). Así se formó la primera iglesia de gentiles mencionada en la Palabra de Dios.
Llegó la noticia de estas cosas a oídos de la iglesia que estaba en Jerusalén, y enviaron a Bernabé para que fuese hasta Antioquía. La iglesia en Jerusalén probablemente ya no era tan numerosa como en el pasado, pero los corazones estaban abiertos, dispuestos a buscar el bien espiritual de otros hermanos, incluso lejos, en una tierra extranjera.
Bernabé estaba listo para partir. Disfrutaba de la confianza de los hermanos que creían que él era el instrumento apropiado para este servicio. Los nuevos conversos necesitaban cuidados especiales, adaptados a su edad espiritual, junto con la sana doctrina (Tito 2:1, 7). Bernabé era “varón bueno” pensando con bondad en los demás; tuvo una buena influencia a su alrededor. Ciertamente había recibido un don de gracia (1 Pedro 4:10) que lo calificó para servir entre los que todavía eran niños en Cristo.
Este siervo estaba “lleno del Espíritu Santo”. No solo el Espíritu Santo moraba en él, como en cada creyente, sino que en este hombre piadoso, que temía a Dios, no se vio obstaculizado en su actividad por movimientos carnales o pensamientos mundanos. Bajo tales condiciones, el Espíritu Santo manifestó plenamente su fruto suave: “Amor... benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22-23). A través de él, el grato olor de Cristo podía manifestarse.
Bernabé también “era varón… lleno… de fe”. Quienes llevan este carácter caminan con confianza ante el “Invisible”, confían en sus promesas y lo obedecen. Los ojos de su entendimiento se alumbran con la contemplación de “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10).
Cuando llegó a Antioquía, Bernabé “vio la gracia de Dios” y se regocijó. “Y exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor”. Dios bendijo su servicio, de modo que “una gran multitud fue agregada al Señor” (Hechos 11:23-24). Este ferviente creyente no guió a los hombres tras de sí mismo, sino que los dirigió y unió a Jesucristo.
Al ver el trabajo extenderse y notando la necesidad de que los creyentes fueran enseñados en la sana doctrina, Bernabé se acordó de un instrumento que el Señor había preparado de una manera muy particular. Fue a Tarso a buscar a Saulo, y hallándole, lo trajo a Antioquía (v. 25). Consciente de sus propios límites, Bernabé estaba listo para hacerse a un lado. Dios ya lo había usado mucho en Antioquía, pero era suficientemente humilde para darse cuenta de que no tenía la competencia de responder solo a las variadas necesidades de esta iglesia en pleno crecimiento espiritual. Discernía y entendía que Saulo había recibido del Señor dones que él no tenía, para establecer firmemente la iglesia en la verdad.
La idea de que Saulo podría eclipsarle no atravesó la mente de Bernabé. Juntos, trabajaron todo un año en Antioquía. “Se congregaron allí… con la iglesia, y enseñaron a mucha gente” (v. 26). Además, entre otras felices consecuencias, el testimonio dado por esta iglesia fue tal que a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez.
“En aquellos días” un profeta, Agabo, daba a entender por el Espíritu que vendría una gran hambre “en toda la tierra habitada” (v. 27-28). Espontáneamente, en lugar de pensar en sí mismos, los discípulos de Antioquía, cada uno conforme a lo que tenía, determinaron enviar socorro a los hermanos de Judea para superar esta prueba. Los creyentes de las naciones tenían así la oportunidad y la alegría de mostrar amor para con sus hermanos de origen judío. Todo esto suponía el olvido de uno mismo, la ausencia de egoísmo que a menudo es tan activo en nuestros corazones. Bernabé y Saulo fueron responsables de llevar este socorro a Jerusalén; luego, cumplido su servicio, volvieron a Antioquía, llevando también consigo a Juan, al que tenía por sobrenombre Marcos (Hechos 11:30; 12:25).