El tabernáculo /4

Éxodo 28

Las vestiduras  del sumo sacerdote

Los capítulos 25 a 27 del Éxodo contienen las instrucciones de Jehová a Moisés para la construcción del tabernáculo y presentan ante todo los objetos que nos hablan de la manifestación de Dios en Cristo. En el capítulo 30 sólo se halla la fuente de bronce —necesaria para que el hombre pueda acercarse— y el altar del incienso. En efecto, antes de penetrar en el santuario, los sacerdotes debían lavarse las manos y los pies en la fuente; luego, una parte de su servicio consistía precisamente en quemar el incienso sobre el altar de oro.

Entre esas dos partes de las instrucciones divinas, los capítulos 28 y 29 describen la institución del sacerdocio. “Un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). En Cristo, Dios se nos revela primeramente a sí mismo: “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Luego viene el único medio por el cual podemos acercarnos a Él: Cristo como Sacerdote. En su nombre dirigimos al Padre nuestras oraciones. Por él ofrecemos siempre a Dios sacrificio de alabanza, “sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5 y Hebreos 13:15). Él mismo vive siempre para interceder por los que se acercan a Dios por medio de él (Hebreos 7:25). Antes de presentar el acceso al santuario, era preciso, pues, hacer pasar ante nuestras miradas al sumo sacerdote.

Éxodo 28 describe las vestiduras sagradas de las que Aarón debía vestirse “para honra y hermosura” (v. 2). Ellas nos hablan exclusivamente del Señor Jesús. En efecto, ¿Aarón las llevó alguna vez, excepto el día de su consagración? (29:5). Apenas asumidas sus funciones, Nadab y Abiú ofrecen delante de Jehová fuego extraño y son heridos de muerte (Levítico 10:1-2). “Habló Jehová a Moisés después de la muerte de los dos hijos de Aarón... Di a Aarón tu hermano, que no en todo tiempo entre en el santuario detrás del velo” (16:1-2). Cuando una vez al año Aarón penetrara allí, vestiría no sus vestiduras gloriosas, sino “la túnica santa de lino” (v. 4). Éxodo 28 dirige nuestras miradas hacia uno más grande que Aarón, aquel único que nunca falló, el “sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús” (Hebreos 3:1). Por eso en las páginas siguientes pensaremos en Él únicamente.

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el sumo sacerdote
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El sumo sacerdote

 

Las vestiduras del sumo sacerdote

Por encima de las demás vestiduras, el sacerdote estaba vestido con un efod, suerte de chal en cuyas hombreras estaban fijadas dos piedras de ónice; sobre su pecho estaba firmemente adherido el pectoral del juicio. Bajo el efod se encontraba un manto de azul, orlado en su borde inferior con granadas y campanillas. Por último, la vestimenta interior consistía en una túnica blanca de lino. Sobre la cabeza estaba colocada una mitra de lino que llevaba la lámina de oro fino.

El efod (Éxodo 28:5-14)

El efod era la vestidura sacerdotal por excelencia. Como el velo, estaba tejido con azul, púrpura, carmesí (o escarlata) y lino torcido, a lo que se añadía oro: “Y batieron láminas de oro, y cortaron hilos para tejerlos entre el azul, la púrpura, el carmesí y el lino, con labor primorosa” (Éxodo 39:3). Maravilloso símbolo de la gloria divina del Hijo, sobre el cual la epístola a los Hebreos atrae siempre nuestras miradas. En los días de su carne (representada por el velo del lugar santísimo), su gloria de Hijo de Dios estaba como velada (salvo para los ojos de la fe), pues no había oro entretejido en el velo. Pero en su oficio de sumo sacerdote en el cielo, donde conserva todos los caracteres que lucía y que lucirá como hombre en la tierra, brilla sin velo la gloria divina, entremezclada —por así decirlo— a la propia textura de sus otros caracteres. Dios, quien le da testimonio de ser “sacerdote para siempre”, declaró primeramente: “Tú eres mi Hijo” (Hebreos 5:6 y 5).

Sólidamente fijadas a las hombreras del efod, dos piedras de ónice tenían grabados los nombres de los hijos de Israel: seis sobre una piedra y seis sobre la otra, “conforme al orden de nacimiento de ellos” (Éxodo 28:10). Sobre los hombros que llevaron la cruz, el buen Pastor carga su oveja. En el día de su gloria terrenal, el gobierno estará sobre su hombro (véase Isaías 9:6). Pero, mientras lo aguarda, el sacerdote lleva sobre sus hombros el peso del pueblo de Dios; su poder se despliega constantemente en su favor. Sus nombres están allí grabados “conforme al orden de nacimiento de ellos”, es decir, como nacidos de Dios, todos iguales ante Él, todos debiendo también conducirse en la tierra como sus hijos.

Sobre el corazón del sacerdote estaba fijado el pectoral. Especie de almohadilla cuadrada, de un palmo de lado, era, como el efod, de oro, azul, púrpura, carmesí (o escarlata) y lino torcido. Doce piedras le adornaban: una por cada tribu, “según los nombres de los hijos de Israel” (v. 21). Tal es, visto en el santuario, el pueblo de Dios al que nuestro sacerdote lleva continuamente sobre su corazón.

Hagamos notar que las piedras no eran todas del mismo color. Cada una tenía su propia naturaleza. No todos los rescatados son semejantes, sino que están unidos en su diversidad; unos han captado más tal aspecto de la gloria de Cristo, tal lado de la verdad; otros han captado otra faceta. Pablo no era como Santiago, ya que uno representaba el creyente en Cristo y otro en su andar práctico en la tierra. Juan, a su vez, era diferente a ellos, compenetrado sobre todo del amor del Señor por él. Ningún creyente puede por sí solo reflejar toda la gloria de Cristo. Todos deben estar reunidos, como la esposa en la cena de las bodas, para que la belleza del Esposo sea reflejada en ella (Salmo 45:10-11). En el santuario, las piedras preciosas brillan sobre el corazón del sacerdote; pero nuestra parte actual en el mundo ¿no es la de reproducir en alguna medida en nuestra vida práctica lo que es visto en el santuario? Es un ejercicio constante durante el cual viene en nuestra ayuda todo el amor de nuestro Sacerdote.

El pectoral no podía separarse del efod. Una larga descripción nos muestra cómo estaba fijado a él (Éxodo 28:22-28), a fin de que “no se separe el pectoral del efod”. Anillos y cordones de oro y de azul, vínculos divinos y celestiales, dan a los creyentes una perfecta seguridad: nada los arrebatará de la mano del Pastor y nadie puede arrancarlos del corazón del Sacerdote.

Sobre el pectoral se encontraban los Urim y Tumim (v. 30), luces y perfecciones, acerca de los cuales no nos son dados detalles. Por medio de ellos se consultaba a Jehová (véase Números 27:21) para saber cómo conducirse. Son recursos de la sabiduría divina para un andar en relación con nuestra posición.

Tres cosas están, pues, reunidas en el sacerdote y su efod: el poder sobre su hombro, el amor sobre su corazón y la sabiduría que emana de él. ¿No es notable que esos tres recursos se encuentren en el Espíritu que nos ha sido dado según 2 Timoteo 1:7? “No nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio”. El uno no va sin el otro. El poder sin el amor es la ley o el juicio. El amor sin el dominio propio carece de discernimiento (véase Filipenses 1:9-10). El poder, el amor y la sabiduría que provienen de nuestro Sacerdote son necesarios para que, en este mundo, sostenidos por Él, reflejemos algunos de sus caracteres.

El manto de azul (Éxodo 28:31-35)

Cristo no es nuestro sacerdote en la tierra (Hebreos 8:4), sino en el cielo. Eso es lo que nos recuerda este manto enteramente de azul llevado bajo el efod. Todo en su oficio nos atrae hacia el cielo, donde se cumple actualmente su ministerio (Hebreos 9:24).

Los bordes del manto estaban adornados alternativamente con granadas (de azul, púrpura y carmesí) y campanillas de oro. «El propio sacerdote celestial debe ser un hombre celestial; a este carácter celestial del Cristo se refieren los frutos y el testimonio del Espíritu Santo, como aquí en figura, las granadas y las campanillas en el manto de azul del sumo sacerdote. De Cristo, considerado en su carácter celestial, descienden aquéllos: están fijados a los bordes de su manto aquí abajo» (J.N.D.). El Salmo 133 nos ofrece una bella imagen de ello, pues compara a los hermanos que habitan juntos con el óleo derramado sobre la cabeza de Aarón, el que descendía hasta el borde de sus vestiduras. La bendición proviene de la Cabeza en el cielo hasta aquellos que en la tierra, por medio del Espíritu Santo, deben llevar fruto y dar testimonio ante el mundo. Nuestro Sacerdote, actualmente en el lugar santo, está oculto (Éxodo 28:35); pero aquí abajo se oye el sonido del testimonio que le es dado y se puede apreciar el fruto producido por la bendición que resulta de su ministerio en las alturas. “Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros” (1 Juan 4:12): maravilla del estado cristiano.

La túnica de lino (Éxodo 28:39)

“Tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (Hebreos 7:26). Así fue el Señor Jesús en todo su andar aquí abajo y ése es el carácter que aún hoy lleva en el cielo, base moral de todo su sacerdocio. El haber estado en la tierra le permite comprendernos plenamente: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (4:15). “Debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote” (2:17). Él no es únicamente un sacerdote pleno de poder, sino también lleno de misericordia y de compasión. Cuán alentador es para nosotros, en medio de la oposición, de la contradicción de los pecadores, de las dificultades del camino, pensar en aquel que pasó por todo ello antes que nosotros y que hoy, en el cielo, ora por nosotros, capaz de compadecerse de los sufrimientos que afligen a los suyos y que Él mismo conoció.

La mitra y la lámina de oro (Éxodo 28:36-38)

Sobre la mitra (o tiara) de lino estaba colocada una lámina de oro puro, puesta con un cordón de azul, la cual tenía grabadas las palabras: “Santidad a Jehová”. Los israelitas traían a Dios las ofrendas según sus instrucciones. ¿Por qué, pues, se nos habla de “la iniquidad de las cosas santas que santificaren los hijos de Israel, en todas sus santas dádivas”? (v. 38, V.M.). Para comprender este versículo pensemos en nuestras alabanzas, en nuestros cánticos, en nuestras oraciones, en nuestras expresiones de adoración. ¡Cuán a menudo están caracterizadas por la debilidad, la flaqueza, la distracción y las expresiones incorrectas! ¡Qué difícil se nos hace también a veces expresar lo que tenemos en el corazón! ¡Qué precioso consuelo da pensar que, así como en otros tiempos Aarón, hoy nuestro sumo sacerdote sabe presentar esas ofrendas imperfectas de tal manera que ellas sean continuamente aceptables ante Dios!

El cinturón (Éxodo 28:4 y 8)

El cinturón ceñía el efod. Era de “obra primorosa” (Éxodo 28:8), subrayando que el ministerio del Señor será perfectamente y para siempre cumplido con la fuerza de los lomos ceñidos. Como en otro tiempo en la tierra, Él no se cansa ni se fatiga. Vive siempre para interceder por nosotros. Y cuando venga y encuentre siervos velando, esperando a su Señor, “se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37). En la tierra su oreja fue horadada para que fuese “siervo para siempre” (Éxodo 21:6).

Los hijos de Aarón (Éxodo 28:40-43), contrariamente a su padre, representan a los creyentes (los cuales son todos sacerdotes ahora) que pueden entrar en los Lugares Santos de los que nos hablan los capítulos siguientes.

Si en el ministerio de sumo sacerdote hay cosas difíciles de captar (¡para hacer las vestiduras hacía falta hombres inteligentes, llenos de espíritu de sabiduría! v. 3), cuántas otras hay que son alentadoras. En nuestra debilidad nos sentimos llevados sobre sus hombros; en nuestro afecto desfalleciente nos sabemos presentados en su corazón ante Dios; en nuestra falta de discernimiento tenemos en Él toda sabiduría y luz para guiarnos; al mirar la iniquidad de nuestras santas ofrendas, tenemos la seguridad de que Él tiene sobre su frente lo que las vuelve aceptas continuamente ante Dios.

Tus santos en fatiga aquí y por doquier
Al mundo y su intriga ya están por ceder;
Mas los llevas hasta el cielo tu seno oh Señor,
Tú, Sacerdote excelso, nuestro Defensor.