El lugar santísimo
Como la ciudad de Apocalipsis 21:16, el lugar santísimo era cúbico, manifestando así la perfección de Dios en todo. Era oscuro, pues, según 1 Reyes 8:12, Dios había dicho que “habitaría en la oscuridad”, manifestando de esa forma que aún no había sido plenamente revelado a los hombres. Esta plena revelación sólo tuvo lugar en Cristo, Dios manifestado en carne (Juan 1:14).
Finalmente, el lugar santísimo estaba cerrado por el velo, sobre el cual se encontraban los querubines que recordaban los de Edén, los cuales cerraban el camino del árbol de la vida. Nadie (salvo Moisés, quien se hallaba en una situación especial) podía entrar allí, excepto el sumo sacerdote una vez al año con la sangre (Levítico 16; Hebreos 9:7). Ahora el velo está rasgado desde la muerte del Señor Jesús (Lucas 23:45) y nosotros podemos acercarnos por el “camino nuevo” descripto en Hebreos 10:19-22.
1. El arca (Éxodo 25:10-22)
En las ordenanzas para el tabernáculo dadas por Dios a Moisés, en los capítulos 25 a 27, el arca ocupa el primer lugar. De igual manera, cuando Dios se nos revela, parte del santuario y sale hacia el atrio; nos presenta primeramente lo que es el objeto supremo de su corazón: la persona de Cristo. Cuando consideramos el camino por el cual nosotros nos acercamos a Dios, acudimos primeramente al atrio, al altar, luego a la fuente y sólo entonces podemos entrar en el santuario. Por eso en nuestra charla hemos dejado el arca para el final.
Si el arca es el primer objeto colocado ante nuestros ojos en estos capítulos, es sin duda porque la Persona de Cristo debe tener la preeminencia en nuestro corazón. En el Salmo 132 vemos qué importancia tenía el arca para David. Es notable que este salmo esté seguido por el 133, en el cual se ve “cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía”. Es preciso primeramente el Centro para que la reunión se realice.
No se podía ver el arca más que en el lugar santísimo. El acceso a él está abierto para nosotros hoy en día; pero conviene que al ocuparnos en la Persona del Señor Jesús lo hagamos siempre con la mayor reverencia.
El arca tenía 2 1/2 codos de largo, 1 1/2 de ancho, 1 1/2 de alto; estaba hecha de madera de acacia y de oro puro (para las tablas no se dice oro puro), pues es una figura de la Persona de Cristo, el “Verbo (la Palabra)... hecho carne” (Juan 1:14), “Dios... manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). ¡Misterio ante el cual adoramos! Pero de ninguna manera nos conviene querer hacer la disección de la humanidad perfecta (la madera de acacia) de la divinidad (el oro), siempre presentadas en la Palabra maravillosamente unidas en una sola Persona, tal como nos la revelan los evangelios y otras páginas de la Escritura. Por haber querido mirar dentro del arca, los hombres de Bet-semes murieron (1 Samuel 6:19) y, por haber tocado el arca, Uza fue herido de muerte (2 Samuel 6:6-7).
Una cornisa o coronamiento de oro se encontraba alrededor del arca (Éxodo 25:11), hablándonos de la excelsa gloria de Cristo, pero formando también como una especie de protección contra toda irreverencia ante el misterio de su Persona (la misma cornisa se ve en el altar de oro y en la mesa de los panes).
Como los otros objetos del tabernáculo, el arca estaba munida de varas para llevarla. Estas últimas tienen una importancia particular en relación con el arca, sea que se piense en todas las etapas que ella recorrió desde Sinaí hasta su reposo final en el templo de Salomón (1 Reyes 8:8), sea que una vez más haga falta subrayar la santidad de lo que representaba el propio Cristo: el arca siempre debía ser llevada en andas y no puesta en un carro (1 Crónicas 15:2).
En Números 4:5-6 vemos al arca marchando a través del desierto, cubierta de azul, tal como Cristo en este mundo: “el que viene del cielo” (Juan 3:31). Bajo el azul, las pieles de tejones cubrían sus glorias diversas: el velo (v. 5) el cual era el único que podía estar en contacto con el arca misma. “No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2). Sólo la fe podía discernir las glorias del velo, bajo las pieles de tejones. En cuanto a la propia arca, “nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27). Es el inescrutable misterio.
En el desierto (pero no después de haberse atravesado el Jordán), el arca es llamada “el arca del testimonio” (Éxodo 25:16). Hubo en el desierto de este mundo un Testigo fiel que respondió en todo a la voluntad de Dios (tablas de la ley en el arca) y que le glorificó en la tierra.
En Números 10:33 tenemos “el arca del pacto”, base de las relaciones de Dios con su pueblo; y, por último, está “el arca de Jehová”, cuando se trata de mostrar su poder, como en el Jordán, en Jericó o en la casa de Dagón (Josué 4:5; 6:7-13; 1 Samuel 5:2-3).
2. El propiciatorio (Éxodo 25:17-22)
El arca era un cofre y tenía una tapa llamada propiciatorio. El término hebreo traducido por propiciatorio deriva de «cubrir» o «cubierta». En el Antiguo Testamento, la propiciación (expiación en la Reina Valera 1960) de los pecados significa que éstos eran “cubiertos”, como en el Salmo 32:1; mientras que en el Nuevo Testamento, una vez que la obra de Cristo fue cumplida, los pecados son “quitados” (Hebreos 10:4, 11-18). La palabra propiciatorio, —traducida en la versión alemana por “Gnadenstuhl” y en la versión inglesa por “mercy-seat” (o sea “el asiento de la gracia”)— contiene también la idea de gracia, de misericordia.
El propiciatorio estaba enteramente hecho de oro puro, lo que nos habla de la justicia inherente a la naturaleza divina. Por otra parte, encima del propiciatorio había dos querubines de oro batido, de una sola pieza con el propiciatorio. Los querubines, asiento del trono de Dios (Salmo 80:1; 89:14), hablan fundamentalmente del juicio de Dios; así la justicia divina reclama el juicio inexorable de Dios sobre su pueblo pecador, el cual de ninguna manera observó la ley (Éxodo 32:19).
Pero los querubines y el propiciatorio estaban colocados sobre el arca, que es como decir sobre Cristo, quien sí cumplió plenamente la voluntad de Dios y le permitió a ésta el cumplimiento de amor en favor del hombre (el arca contenía las tablas de la ley); luego, sobre el propiciatorio, se encontraba la sangre de la víctima que el sacerdote había llevado allí el gran día de la expiación (Levítico 16:14-15). Los querubines no tenían una espada, como en Edén, sino, al contrario, alas para proteger, y sus rostros —uno enfrente del otro— estaban vueltos hacia el propiciatorio, es decir, ¡miraban la sangre!
El conjunto —el arca, el propiciatorio y los querubines— vino a ser así no ya el trono de Dios en juicio, sino el de la gracia. Todo nos habla de Cristo y de su obra; vemos en ello, de una manera sorprendente y profunda, cómo Él respondió plenamente a la justicia y al amor de Dios (Salmo 85:10). El trono de la gracia está fundado sobre la obediencia de Cristo hasta la muerte.
El propiciatorio era el lugar de encuentro de Dios con el hombre en un doble sentido:
- Aarón, el sacerdote, representando al pueblo ante Dios, acudía con la sangre;
- Moisés, el enviado de Dios, el apóstol, recibía allí los mensajes de Dios para el pueblo (Éxodo 25:22).
El Señor Jesús, en Hebreos 3:1, reúne el doble carácter de Moisés y de Aarón cuando es llamado “apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión”.
3. Contenido del arca (Hebreos 9:4)
a) Las tablas de la ley
Las primeras tablas habían sido quebradas ante la idolatría del pueblo (Éxodo 32:19). Las segundas tablas nos son presentadas en Deuteronomio 10:3-5 como no hechas hasta después de la construcción del arca y colocadas allí en cuanto Moisés descendió del monte: sólo Cristo podía cumplir la ley de Dios (Salmo 40:8); sólo a causa de Él, figurado por el arca, Dios podía continuar habitando en medio de su pueblo.
b) La vasija de oro (Éxodo 16:32-34)
Esta vasija de oro que contenía el maná nos presenta dos pensamientos:
- la fidelidad de Dios, quien durante cuarenta años había alimentado a su pueblo a través del desierto; convenía tenerlo presente: “te acordarás de todo el camino” (Deuteronomio 8:2);
- ella es un memorial de Cristo descendido del cielo, pan de vida, alimento de su pueblo en el desierto (Juan 6:31-38, 58).
Cabe señalar al respecto que los israelitas recogían cada día un gomer (u omer) de maná; tal es nuestra parte: alimentarnos de Cristo cada día. Pero el último versículo de Éxodo 16 nos dice que “un gomer es la décima parte de un efa”, vale decir que lo poco que podemos captar de Cristo aquí abajo no es más que una débil parte de la plena medida que tendremos en la gloria.
c) La vara de Aarón (Números 17)
Esta vara, que había reverdecido, producido flores y almendras, nos habla de la gracia y de la resurrección. Así, todo lo que el arca nos enseña acerca de la Persona de Cristo es completado por su contenido: su obediencia perfecta, su humillación como descendido del cielo, su gracia y su resurrección.
El acceso al santuario
El tabernáculo nos ha hablado de la casa de Dios y del conjunto de sus rescatados, representados por las tablas, las cortinas, las doce tortas, las columnas y las cortinas (o colgaduras) del atrio, figuras —entonces incompletas— del misterio que debía ser plenamente revelado al apóstol Pablo: la Iglesia que es su Cuerpo (Efesios 3:5-6).
Mejor aun, el tabernáculo nos ha presentado la revelación de Dios en Cristo; en todas sus partes, desde el arca hasta la puerta, hemos visto en ella a Cristo. Ojalá pueda ser él, cada vez más, el objeto de la meditación de nuestros corazones y el atractivo de nuestras almas.
El tabernáculo, finalmente, nos muestra el camino por el cual tenemos acceso a Dios. En sus trazos generales, el evangelio de Juan sigue el plano del tabernáculo. Los capítulos 1 a 13 representan el atrio: desde la entrada se encuentra primero el altar de bronce; de la misma manera, el Cordero de Dios se presenta a nosotros (1:29). El capítulo 13 corresponde a la fuente de bronce. Los capítulos 14 a 16 nos hacen entrar en el lugar santo: el Señor Jesús conversa con sus discípulos, en especial del Espíritu Santo y de las luces que él les traerá. Luego, en el capítulo 17, nuestro sumo Sacerdote entra solo en el lugar santísimo para hablar con su Padre e interceder por los suyos.
Cualquiera en Israel podía entrar en el recinto del tabernáculo por la puerta ancha, cuyo acceso no estaba interceptado por ningún querubín, con tal que aquél trajese un sacrificio. En el altar de bronce, el culpable sabe cómo sus pecados pueden ser perdonados. Hoy, en la cruz, el pecador arrepentido sabe por la fe que la sangre de Cristo quitó su pecado, del cual Dios no se acordará nunca más.
Hecho sacerdote, el creyente encuentra la fuente de bronce, la que soluciona la suciedad del camino. Una vez dentro del santuario (los lugares santos no forman más que una sola cosa hoy en día para nosotros), el hijo de Dios halla alimento y luz. Tiene conciencia de ser presentado ante Dios en Cristo: “vosotros en mí” (Juan 14:20). En el altar de oro puede adorar y hacer subir ante Dios algo de las perfecciones de la maravillosa Persona que llena ese santo lugar. Y ahora, a través del velo desgarrado, puede contemplar la hermosura y las glorias de Aquel del cual el arca no era más que una sombra (Salmo 27:4; 2 Corintios 3:18).
Cuando la nube, señal de la presencia de Dios, llenó el tabernáculo y luego el templo, los sacerdotes debían permanecer fuera (Éxodo 40:35; 2 Crónicas 5:14). Esa nube, objeto de terror incluso para los discípulos (Lucas 9:34), es hoy para nosotros la morada del Padre, desde la cual resuena la voz: “Éste es mi Hijo amado; a él oíd”. Hebreos 10:19-22 nos describe la suma de nuestros actuales privilegios. En lugar de un acceso cerrado, tenemos libertad para entrar en el lugar santísimo. La sangre de Jesús ha sido vertida; el camino nuevo y vivo ha sido abierto por él a través del velo; él es nuestro sumo sacerdote, quien presenta a Dios, purificadas, nuestras santas ofrendas. ¿Acaso permaneceremos “lejos”, como en otro tiempo los ancianos de Israel? (Éxodo 24:1). Al contrario, podemos acercarnos sin temor. Pero corresponde hacerlo con el debido estado práctico: un corazón sincero que ame al Señor; una plena seguridad de fe, certidumbres fundadas en la Palabra de Dios; los corazones —merced a la aspersión de la sangre de Cristo— purificados de mala conciencia, y los cuerpos, una vez para siempre, lavados con agua pura (Tito 3:5; Juan 13:10).
“Acerquémonos” (Hebreos 10:22) es verdaderamente una palabra maravillosa. Todo lo que hemos visto en el tabernáculo repite que “aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo” (9:8). Dios habitaba “en la oscuridad” (2 Crónicas 6:1). Hoy todo está abierto, todo es luz. Cristo vino con su propia sangre; ofreció su propio cuerpo; y ahora —bendita posición mientras aguardamos la gloria— “por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). Habiendo “gustado la benignidad del Señor”, las “piedras vivas” se acercan a él (1 Pedro 2:3-5). Es el deseo de su corazón tenernos en su presencia; el Padre busca adoradores que le adoren en espíritu y en verdad (Juan 4:23). Seguramente no habría mejor conclusión para nuestro estudio que esta exhortación imperiosa: Acerquémonos.