La espera del Señor Jesús era para el corazón de los tesalonicenses un hecho vital y práctico que imprimía su carácter a toda su manera de vivir. El mundo comentaba cómo ellos se habían convertido “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1:9-10).
Por eso, en estas dos epístolas a los Tesalonicenses, todo gira en torno a ese hecho maravilloso: la venida del Señor. Sin embargo, en estos hermanos había una laguna acerca de la manera en la que ella tendría lugar y sobre la participación que en ella tendrían sus hermanos fallecidos. Les faltaba conocimiento; pensaban que aquellos que habían partido se verían privados del privilegio de participar, como ellos, en la venida del Señor. Pero su mismo error era una prueba del apego que sus corazones sentían por esta venida. Nosotros seríamos hoy capaces de enseñársela como doctrina, pero ellos nos enseñarían, de manera muy humillante para nosotros, cómo esta venida es y debe ser una realidad práctica para el corazón y el andar de los hijos de Dios. Lamentablemente, lo que el mundo puede decir de nosotros hoy en día es cómo hemos perdido de vista este acontecimiento para identificarnos con el mundo y sus negocios, sus comodidades, etc., como si formáramos parte de “los que moran sobre la tierra”, a quienes les sobrevendrá “la hora de la prueba” (Apocalipsis 3:10).
Servir al Dios y esperar a su Hijo
Cada capítulo de la primera epístola a los Tesalonicenses proporciona una prueba de que todo converge hacia este acontecimiento maravilloso. El primer capítulo establece, por así decirlo, el motivo y el objeto de la conversión, el cual es “servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1:9-10). El capítulo segundo presenta la venida del Señor como una esperanza para los santos vivientes en la tierra, pero privados, por razones de distancia, de hacer una realidad las relaciones fraternales que sus corazones deseaban. Habla sobre todo de las relaciones entre los obreros del Señor y de los santos que son objeto de sus atenciones. Pablo se veía privado de ver a los tesalonicenses, como su corazón lo deseaba. Desde entonces él aguarda la venida del Señor, la que le reuniría para siempre con ellos y en la cual ellos serían su gozo y su corona. Ello prueba que Pablo y los tesalonicenses se encontrarían en compañía los unos de los otros (2:17-20).
Los últimos versículos del capítulo 3 exhortan al amor y a la santidad, andar que apunta, al fin de cuentas, a la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos. En el capítulo 4, sobre el cual volveremos, la venida es presentada como el consuelo para el sufrimiento causado por la separación de aquellos que nos han dejado (4:13-18).
Los versículos 8-10 del capítulo 5 presentan la venida del Señor como un estimulante de la vigilancia. Ellos muestran que Dios destinó a los santos a esperar indefectiblemente ese momento glorioso, así se hallen velando o durmiendo, presentes en el cuerpo o ausentes de él.
Por último, el versículo 23 expresa el deseo —y el versículo 24 la certeza— de que el mismo Dios de paz nos santifique por completo y que nuestro ser entero, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.
El arrebatamiento de todos los santos
En 1 Tesalonicenses 4:13-18 que deseamos examinar con cierto detalle, el apóstol rectifica el error de los tesalonicenses acerca de aquellos que habían dormido. Les aclara este punto y luego habla, en los versículos 15-18, de la revelación del arrebatamiento del cual participarán sin restricción todos los santos que duerman y todos los santos que vivan en ese momento glorioso.
Puede parecer extraño que el apóstol no aborde esta cuestión antes el versículo 13 del capítulo 4, pero él deseaba reconocer en primer lugar el apego que ellos sentían por el retorno del Señor, y daba gracias por ello. A continuación, él les abre gradualmente la inteligencia para corregir el error en que estaban. El último versículo del capítulo 3 (“en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos los santos”) les daba ya motivo para reflexionar. Si es con todos sus santos —debían decirse— ¡aquellos a quienes lloramos no faltarán!
El alma y el cuerpo
Entonces el apóstol dice abiertamente: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen” (4:13).
Detengámonos primeramente en estas palabras: “Los que duermen”, y luego en las del versículo 14: “Traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él” (o por él). Ellos durmieron. Es un hecho, un acto que tuvo lugar en el momento en que sus almas fueron separadas de sus cuerpos. Ellos se han puesto a descansar, por así decirlo, en el seno de su Salvador y se han dormido en él, como al término de una jornada de fatiga se pone la cabeza sobre la almohada para dormir apaciblemente. Desde entonces duermen. Si dormirse es un acto, dormir es un estado en el cual uno entra al dormirse. Por eso, al pensar en aquellos que habían dormido, el apóstol les llama: “Los que duermen”. Encontramos la misma expresión en el capítulo 5:10: “Sea... que durmamos”. En 1 Corintios 15:51, el apóstol, al hablar del futuro, dice: “No todos dormiremos”. No todos entraremos en ese sueño. La muerte es comparada a un sueño, pero —apresurémonos a decirlo— ello se refiere al cuerpo solamente y no al espíritu. El estado del alma que es separada del cuerpo nada tiene que ver con ese estado de sueño. Jesús, en la cruz, dice al malhechor que pedía que se acordara de él cuando viniera en su reino: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43). Y ello no implicaba que fuera allí a dormir. Pablo dice: “Sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor... y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5:6-8). Al hablar de sí mismo, Pablo dice además: “De ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23).
Así se expresa la Palabra para designar el bienaventurado estado de los rescatados que están junto al Señor, esperando la resurrección de vida. ¡No es cuestión de dormir en el paraíso!
Es preciso destacar aún que, si bien es el alma del rescatado la que está con el Señor, mientras su cuerpo está acostado en el polvo, la Palabra siempre nos habla de él como de una persona, cualquiera sea la fase por la que él atraviese. El Señor no dice al malhechor: «Hoy tu alma estará con la mía». En cambio le dice: Tú “estarás conmigo en el paraíso”. El apóstol no dice: «Nos gustaría más estar ausentes del cuerpo para que nuestra alma estuviese presente con el Señor», sino “quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”. En Filipenses 1:23 no dice: «Teniendo deseo de partir para que mi alma esté con Cristo», sino para que esté allí yo, persona espiritual.
Esta manera de hablar se aplica también al cuerpo. El Salmo 16:10, al hablar de Cristo, dice: “No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción”, lo que el Espíritu Santo, por medio del apóstol Pedro, traduce así: “...que él no hubiese de ser dejado entre los muertos, ni su cuerpo hubiese de ver corrupción” (Hechos 2:31, V.M.). El propio Señor dice: “Todos los que están en los sepulcros oirán su voz” (Juan 5:28). Y también: “Nuestro amigo Lázaro duerme”. Y además: “¿Dónde le pusisteis?” (Juan 11:11 y 34). Asimismo, en nuestro pasaje: “Los que duermen” (1 Tesalonicenses 4:13). Esteban, lapidado por los judíos, dice: “Señor Jesús, recibe mi espíritu... Y habiendo dicho esto, (él) durmió” (Hechos 7:59-60).
Esto nos lleva a las palabras que designan un estado: “Los que duermen”.
La muerte tiene por efecto la separación de las dos partes que constituyen nuestra persona: el alma y el cuerpo. El espíritu está junto al Señor (hablo de los rescatados) y el cuerpo está en el sepulcro. Antes de partir, esta persona estaba viva, cuerpo y alma unidos. Ello lo encontramos en uno de los versículos de la referencia que encabeza estas páginas: “Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor” y también en estas palabras dirigidas por el Señor a Marta: “Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:26).