“Tú, pues, hijo mío, fortalécete con (versión francesa J.N.D.)
la gracia que es en Cristo Jesús”
(2 Timoteo 2:1).
¿Quién de nosotros no ha sentido el deseo de ser bastante fuerte para denunciar lo que está mal, para enderezar lo que está torcido, para restablecer lo que está a punto de caer, o para cumplir con lo que parece a la vez necesario e imposible?
Pero, aunque tuviéramos la fuerza para hacerlo, nos faltaría lo esencial. Pablo anima a Timoteo, su hijo en la fe, a fortalecerse con la gracia que es en Cristo Jesús. Lo que el anciano apóstol deseaba para su joven colaborador en la obra del Señor era que encontrara en la gracia de Cristo el manantial de su fuerza y el modelo a seguir. En un periodo de decadencia, como en cualquier otro, el creyente no debe recurrir a una ley inflexible o al rigor implacable, sino a la gracia pura e incorruptible que es en Cristo Jesús.
¡Qué lejos estuvo Pedro de conseguir esto en Getsemaní! En su angustia, los discípulos preguntaron: “Señor, ¿heriremos a espada?” (Lucas 22:49). Sin esperar respuesta, Pedro sacó su espada, hirió al siervo del sumo sacerdote y le cortó la oreja. Así actuó Pedro: desenvainando la espada. Pero qué diferente es el proceder del Señor: “Mete tu espada en la vaina” (Juan 18:11). Pedro tuvo que aprender a encontrar la fuerza en la gracia, en la gracia de su Maestro. El Señor inmediatamente le da ejemplo sanando la oreja de Malco.
Ni Jacobo ni Juan —a quienes el Señor llamaba “Hijos del trueno” (Marcos 3:17)— habían entendido aun lo que era la gracia. No sabían de qué espíritu eran cuando propusieron a su benigno Maestro enviar fuego desde el cielo a quienes lo rechazaban (Lucas 9:52-56). Pensaron quizás que esto causaría una fuerte impresión y haría recapacitar a la gente. ¡Cuán gran error! Tenían que aprender que el tiempo de gracia precede al tiempo de juicio, y que el Rey de Israel estaba dispuesto a ser rechazado; no tomó posesión de su reino por la fuerza, como hacen los poderosos de este mundo. Su reino tampoco es de este mundo al igual que él. Tiene el mismo carácter celestial. Por tanto, sus discípulos debían ser perfectos, como su Padre en el cielo es perfecto (véase Mateo 5:48); ¡debían ser fuertes en la gracia!
También pensamos en aquellos fariseos que, para prender a Jesús, le llevaron una mujer sorprendida en adulterio (Juan 8:3-11). Se decían: si la declara culpable, contradice la gracia; si se niega a condenarla, se opone a la ley. Pero no se dieron cuenta de que estaban ante el Legislador y Juez, ante aquel que “prende a los sabios en la astucia de ellos” (Job 5:13). Y tuvieron que admitir su derrota por esta palabra sabia de la boca de Jesús: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Porque cuando lo oyeron, salieron uno por uno, empezando por el más viejo y terminando por el último. Sus corazones eran duros como rocas e insensibles a la gracia. Pero la mujer pudo beneficiarse de “las palabras de gracia que salían de su boca” (véase Lucas 4:22), pues el Señor —sin cerrar los ojos ante sus pecados ni aprobarlos— le concedió la gracia: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11).
Nosotros también solemos a menudo hablar, discutir y criticar a nuestros hermanos. Pero, ¿basta con conocer lo que es justo y correcto? ¿basta con saber levantar un dedo de advertencia y apuntar con él lo que está fuera de lugar? ¿Hemos aprendido a fortalecernos en el manantial de la gracia, a ser fuertes en la gracia?
Alguien dirá: ¿no debemos aferrarnos a la verdad cueste lo que cueste? ¡Por supuesto, pero en amor! Pablo exhortó a los Efesios a seguir “la verdad en amor” (Efesios 4:15). Querer aferrarse a la verdad sin amor es tan erróneo como abandonar la verdad. Si el amor no es lo que impulsa nuestra conducta, todo se basa en el error. Y a la inversa, el amor sin la verdad no es el amor según Dios. Nuestro Dios nos pide aferrarnos a la verdad con amor. ¡Que Él nos conceda la gracia de fortalecernos en ella!
Si el Señor no nos lleva a su presencia inmediatamente después de nuestra conversión, si nos deja encontrar las dificultades y los sufrimientos de este mundo, es para que, paso a paso, crezcamos en su gracia y en su conocimiento (véase 2 Pedro 3:18). “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Juan 1:16). A menudo es por las dificultades de la vida que aprendemos a apreciar esta gracia. Por otra parte, Dios nos deja en la tierra como “hijos de luz” (Efesios 5:8), objetos de su gracia, para que representemos al Dios de gracia en medio de la oscuridad moral de este mundo. Si no lo hacemos, negamos su verdadero carácter y animamos a los que nos rodean a sacar la falsa conclusión de que tenemos un Señor severo.
¿Qué ven los hombres en nuestro comportamiento? ¿Cómo perciben nuestro lenguaje? ¿Es nuestra palabra “siempre con gracia, sazonada con sal” (Colosenses 4:6)? Ejercitémonos para que sea “buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Efesios 4:29).
Somos objeto de una inmensa gracia. Recordémoslo y reflejémoslo con los que nos rodean, con la misma generosidad, “para que, abundando la gracia por medio de muchos, la acción de gracias sobreabunde para gloria de Dios” (2 Corintios 4:15). Ojalá que nuestros semejantes nunca se lamenten a causa de nuestra dureza, como sucedió con los israelitas en Egipto. Más bien, que agradezcan a Dios por la gracia que podemos mostrarles en todas nuestras relaciones. La gracia se aprende viviendo en estrecha comunión con el Señor.