El nuevo nacimiento /1

Juan 3:3-7

¿Qué es?

“Jesús… le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo,
no puede ver el reino de Dios… De cierto, de cierto te digo,que el que no
naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.
Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu,
espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.”

(Juan 3:3-7) 

Introducción

Pocos asuntos espirituales han originado mayor dificultad y perplejidad que el de la regeneración, o sea el nuevo nacimiento. Muchísimos creyentes —objetos del nuevo nacimiento— ignoran su significado y más aun: dudan de que se haya operado en ellos mismos. Muchos, si fuesen a expresar sus pensamientos, dirían: «¡Oh, si yo supiese con certeza que he pasado de muerte a vida!… ¡si solamente supiese que he nacido de nuevo!, ¡qué feliz sería!» Y así permanecen, agobiados por dudas y temores, día tras día, año tras año. A veces, llenos de esperanza, creen que el gran cambio se ha realizado en ellos; pero, de repente, algo surge en su alma o en su vida que les induce a pensar que dicha esperanza era ilusoria. Lo que ocurre es que juzgan el asunto por sus propios sentimientos y experiencia, en vez de hacerlo a través de la pura y sencilla enseñanza de la Palabra de Dios. Me temo que la causa principal de la incomprensión a este respecto proviene de la costumbre de predicar la regeneración y sus frutos en lugar de anunciar a Cristo; de colocar el efecto antes de la causa, lo cual provocará siempre mucha confusión.

Consideramos, pues,

  1. ¿Qué es la regeneración?
  2. ¿Cómo se produce?
  3. ¿Cuáles son sus resultados?

 

1. ¿Qué es la regeneración?

Muchos se figuran que es un cambio radical de la vieja naturaleza, operado por el Espíritu Santo, hasta que ésta quede exterminada. Lo que encierra dos errores: a) en cuanto a la verdadera condición de la vieja naturaleza y b) respecto de la personalidad del Espíritu Santo. En otras palabras, es negar que la naturaleza humana es irremediablemente arruinada y representar el Espíritu Santo más como una influencia que como una Persona.

El testimonio de la Palabra

Veamos lo que dice la Palabra de Dios con referencia a la naturaleza del ser humano: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5), o sea, que todos sus pensamientos y deseos sólo y siempre tendían al mal. Las palabras “todo”, “solamente” y “de continuo” excluyen por completo cualquier idea de enmienda; es decir, de que pudiera haber algún principio redentor en la condición humana delante de Dios. Y más adelante, leemos aun: “Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido, que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Salmo 14:2-3). Aquí nuevamente las expresiones “todos”, “a una” y “no hay ni siquiera uno” excluyen la menor noción de mejoramiento en la condición del ser humano, tal como es juzgada en la presencia de Dios.

Habiendo sacado una prueba de los escritos de Moisés y otra de los Salmos, tomemos unas cuantas más de los Profetas: “¿Por qué querréis ser castigados aún? ¿Todavía os rebelaréis? Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana” (Isaías 1:5-6). “Voz que decía: Da voces. Y yo respondí: ¿Qué tengo que decir a voces? Que toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo”, que se marchita pronto (Isaías 40:6-7). “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (literalmente: «incurable», «desahuciado») (Jeremías 17:9).

Bastarán dichas citas del Antiguo Testamento; veamos ahora unos textos del Nuevo: “Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Juan 2:24-25). “Lo que es nacido de la carne, carne es” (Juan 3:6). Léase también el vivido testimonio de Romanos 3:9-19: “¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? En ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado. Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios… ni siquiera uno… Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios”. “Porque el ocuparse de la carne (esto es: el sentir, la mente de la “carne” o del “hombre natural”) es muerte… por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne (en su condición natural de ser no regenerado, no nacido de nuevo) no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:6-8). Y el apóstol Pablo recordaba a los Efesios que: “en aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (cap. 2:12). Podríamos multiplicar las citas, pero no es preciso. Estas prueban claramente que la naturaleza humana es “corrompida”, cual “podrida llaga”, “inútil”, “sin esperanza” y completamente “desahuciada”. ¿Cómo, pues, estando en semejante condición ante Dios, podría ella reformarse y menos aun transformarse? “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas?” (Jeremías 13:23). “Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse” dijo ya el Eclesiastés (1:15).

El método divino

Cuanto más detenidamente examinemos la Palabra de Dios, tanto mejor veremos que el método divino no consiste en reformar una cosa arruinada, sino en crear algo enteramente nuevo. La finalidad del Evangelio no es la de mejorar al hombre —como si le pusieran un remiendo en su vestido viejo, deshilachado y gastado— sino en proveerle de uno nuevo.

La ley y los mandamientos (que el hombre no cumplió) no surtieron efecto alguno; aquélla esperaba algo del hombre, pero nunca lo recibió, y éstos fueron promulgados, pero el hombre se valió de los mismos para excluir a Dios.

El Evangelio, por el contrario, nos muestra a Cristo magnificando la Ley y haciéndola honorable; nos revela a Cristo muriendo en la cruz y clavando allí las ordenanzas que nos eran contrarias; presenta a Cristo levantado de la tumba y ocupando su sitio —como Conquistador— a la diestra de la Majestad en las alturas; y, finalmente, declara que cuantos creen en su nombre son partícipes de su propia vida y vienen a ser uno en el Señor resucitado. Lea cuidadosamente los siguientes pasajes:

“Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31). “Sabed, pues, esto…: que por medio de él (Jesús) se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:38-39). “Somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido (eliminado o abolido), a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado… Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (véase Romanos 6:4-11). “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo… Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:1-6). En el capítulo 3:14-19 de la misma epístola añadirá el apóstol: “Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo… para que os dé… el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos (o sea, los creyentes) cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios”. No deje de leer, por fin, Colosenses 2:9-15.

Es de suma importancia conocer claramente tan vital asunto, porque si creemos que se producirá un cambio paulatino en nuestra vieja naturaleza, permaneceremos, naturalmente, en continua ansiedad, con dudas y temores, hasta comprobar —desilusionados— que la “carne” sigue siendo la “carne” (Juan 3:6); o sea, que la vieja naturaleza nunca dejará de serlo hasta el fin. Ninguna influencia u operación del Espíritu Santo puede transformar la “carne” en algo espiritual. Las Sagradas Escrituras la presentan, no como algo que ha de ser mejorado, sino como algo que Dios considera como “muerto”, y somos llamados a “hacerla morir” (subyugarla y negarla) en todos sus deseos y obras. Es en la cruz del Señor Jesucristo donde vemos el fin de cuanto pertenece a nuestra vieja naturaleza: “Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24).

No dice aquí que los que son de Cristo, tratan de mejorar y reformar su “carne”, sino que la “han crucificado”. ¿Y cómo pueden realizarlo? Por el poder del Espíritu Santo actuando, no sobre la vieja naturaleza, sino en la nueva, capacitándolos para relegar al viejo hombre donde la cruz lo ha colocado: en el lugar de la muerte.

Dios no espera nada de la vieja naturaleza

Dios no espera nada de la “carne” y la considera como muerta; nosotros debemos hacer lo mismo. La puso fuera de su vista, y allí es donde hemos de mantenerla. No debería permitirse la menor manifestación de la vieja naturaleza, por cuanto Dios no lo permite. Bien es verdad que ella está en nosotros, pero Dios nos concede el precioso privilegio de considerarla y de tratarla como muerta. Y la exhortación que el Señor nos dirige es: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Romanos 6:11).

Esto produce un inmenso alivio en el corazón que ha luchado desesperadamente durante años para mejorar su naturaleza. Constituye también un poderoso consuelo para la conciencia que intentó fundamentar su paz sobre una reforma gradual de algo que no tiene la menor posibilidad de mejoramiento. Finalmente, es un inmenso descanso para el alma que —año tras año— haya ansiado la santidad, pero que haya considerado a ésta como el mejoramiento de la “carne” que odia la santidad y ama al pecado. Para todas y cada una de éstas, resulta de infinito valor y de suma importancia entender la verdadera naturaleza o condición del nuevo nacimiento. Nadie que no lo haya experimentado puede concebir la intensidad de la angustia y la amarga desilusión que siente el alma que —esperando en vano alguna mejora en su naturaleza— se da cuenta, tras años de lucha, que aquélla sigue siempre siendo la misma. Y, en la medida de su angustia y de su desilusión, será su gozo descubrir que Dios no espera mejora alguna en la vieja naturaleza, sino que la considera como muerta, y a nosotros como vivos en Cristo, unidos a Él y aceptos en Él para siempre.

Lo que es

La regeneración es, pues, un nuevo nacimiento —el don o comunicación de una vida—, la implantación de una nueva naturaleza; la formación de un nuevo hombre. La vieja naturaleza permanece con todas sus características, pero la nueva es introducida también con todas sus cualidades, tendencias y afectos, mas éstos son espirituales, celestiales, divinos. Todos sus anhelos y afanes se dirigen hacia arriba, suspira hacia la fuente celestial de donde ha brotado. Y así como en la naturaleza el agua busca siempre alcanzar su nivel, del mismo modo en el ámbito de la gracia la nueva (y divina) naturaleza apunta siempre al cielo, de donde ha emanado. La regeneración es, pues, para el alma lo que el nacimiento de Isaac fue para la casa de Abraham (Génesis 21). Ismael siguió siendo el mismo Ismael, pero apareció Isaac; del mismo modo, la vieja natu-raleza sigue siendo la misma, pero la nueva es introducida en la vida del creyente: “lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Así como el niño participa de la naturaleza de sus padres, los creyentes son hechos “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). “Él (Dios), de su voluntad, nos hizo nacer” (Santiago 1:18).

Finalmente, la regeneración es solamente obra de Dios, desde el principio hasta el fin. Él es quien obra, el hombre es el feliz y privilegiado objeto de aquella acción. No se busca su colaboración en una obra que llevará siempre el sello de una sola mano todopoderosa. Dios actuó solo en la creación, solo en la redención; de igual manera, debe ejecutar solo la gloriosa obra de la regeneración.

“Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3:5-6).