2. ¿Cómo se produce el nuevo nacimiento?
Habiendo intentado demostrar, con varios pasajes de la Escritura, que la regeneración (o nuevo nacimiento) lejos de ser un cambio en la naturaleza del hombre caído es únicamente la adquisición de la nueva naturaleza (divina), intentaremos ahora —apoyándonos sobre la enseñanza del bendito Espíritu Santo— considerar cómo se produce el nuevo nacimiento; cómo se comunica la nueva naturaleza.
Esto es un punto de suma importancia, ya que nos presenta la Palabra de Dios como el gran instrumento del cual el Espíritu Santo se vale para avivar las almas muertas en sus delitos y pecados. Del mismo modo que los cielos fueron de antiguo tiempo creados por la Palabra de Dios (2 Pedro 3:5), así las almas muertas son llamadas por la palabra del Señor de muerte a vida nueva. La Palabra de Dios es creadora y regeneradora; creó los mundos, llamándolos de la nada, y llama a los pecadores de muerte a vida. La misma voz que, antiguamente, dijo: —“Sea la luz”, debe, en cada caso, clamar: —«Sea la vida».
Conversación de Jesús con Nicodemo
Si el lector abre la Biblia en el capítulo 3 del evangelio según Juan, hallará —en la conversación de nuestro Señor con Nicodemo— muchas preciosas enseñanzas acerca del modo en que se produce el nuevo nacimiento. Nicodemo ocupaba una posición muy elevada en lo que llamaríamos el mundo religioso. Era “un hombre de los fariseos”, “un principal (o gobernante) entre los judíos”, un “maestro de Israel”. Difícilmente hubiera podido ocupar una posición más elevada o de mayor importancia. Pero era evidente que este hombre muy privilegiado no estaba satisfecho. A pesar de todas sus ventajas en materia religiosa, su corazón anhelaba de continuo algo que ni el fariseísmo, ni siquiera el conjunto del sistema judaico podía darle. Es muy probable que haya sido incapaz de definir lo que le faltaba, pero ansiaba algo; de otro modo no hubiera venido a Jesús de noche. Era evidente que el Padre estaba atrayéndole de modo irresistible, aunque suave, para llevarle al Hijo; y que, para ello, el Padre creó en él este ardiente anhelo, esta necesidad que nada podía satisfacer en derredor suyo. Es lo que suele ocurrir; algunos son llevados a Jesús por un hondo sentir de culpabilidad, otros por el hondo sentir de su necesidad. Nicodemo pertenece, desde luego, a esta última clase. Su alta posición parece excluir la idea de que fuese reo de alguna grosera inmoralidad; y por lo tanto, en su caso, no sufriría tanto de una conciencia culpable como de un corazón vacío. Pero ambas cosas han de llegar al mismo fin, a la misma meta; tanto la conciencia culpable como el insaciable corazón han de ser llevados a Jesús, por cuanto él es el único que puede satisfacer las necesidades de ambos. Por su precioso sacrificio, puede quitar hasta la menor mancha, el más leve borrón de la conciencia; y por su incomparable Persona puede llenar todos los lugares vacíos del corazón. La conciencia que ha sido limpiada por la sangre de Jesús es perfectamente limpia, y el corazón lleno de la Persona de Jesús es plenamente satisfecho.
Es necesario nacer de nuevo
Sin embargo, Nicodemo —como otros muchos— tenía que olvidar bastante antes de que pudiera realmente discernir el conocimiento de Jesús. Tenía que dejar de lado una engorrosa cantidad de normas religiosas antes de poder comprender la divina sencillez del plan de salvación de Dios. Tenía que bajar de las encumbradas alturas de la doctrina rabínica y de la religión tradicional para aprender los rudimentos del Evangelio en la escuela de Cristo. Esto era muy humillante para “un hombre de los fariseos”, “un principal entre los judíos”, y un “maestro de Israel”. No hay nada a lo cual el hombre se adhiera tan tenazmente como a su religión y a sus dogmas; y, en el caso de Nicodemo, las palabras de un maestro “venido de Dios” debieron de resonar de modo extraño en sus oídos, cuando Éste le dijo: — “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. Siendo judío de nacimiento y, como tal, heredero de todos los privilegios de un hijo de Abraham, debe de haberle dejado sumamente perplejo el oír que debía de nacer de nuevo; que tenía que experimentar un nuevo nacimiento para ver el reino de Dios. Esto implica la pérdida total de sus privilegios y distinciones. Le hacía caer repentinamente de la más alta posición religiosa. Revela que un fariseo, un gobernante, un maestro no estaba en modo alguno más cerca de, o más apto para este reino celestial que el más despreciable de los hijos de los hombres. Esto le humillaba en grado sumo. Suponiendo que Nicodemo hubiera podido llevar consigo todas sus ventajas y distinciones, de tal modo que las tuviese a su crédito en ese nuevo reino, hubiera sido alguien. Le hubiera asegurado una posición en el reino de Dios muy por encima de la que tendría una ramera o un publicano. Pero el oír que debía nacer de nuevo no le dejaba nada en que pudiera gloriarse. Y esto, lo repito, era humillante para un hombre sabio, religioso e influyente como él.
Era tan enigmático como humillante. “Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?” Seguramente que no. Un segundo nacimiento natural no tendría mayor valor que el primero. Ni aunque naciese diez mil veces, pues “lo que es nacido de la carne, carne es”. Por más que hagamos con la “carne” (con la vieja naturaleza) no podemos cambiar ni mejorarla. Resulta imposible convertir la carne en espíritu. Si esta verdad fuese más ampliamente conocida, centenares de personas cesarían en sus «piadosos» esfuerzos, en la consecución de ventajas o méritos religiosos, en sus “obras de justicia”, al saber que la Palabra de Dios los considera “como trapo de inmundicia” (Isaías 64:6).
Pero veamos cómo nuestro bendito Señor contesta la pregunta de Nicodemo; es de sumo interés: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:5-8).
Nacer de agua y del Espíritu
Este pasaje nos enseña claramente que la regeneración, o nuevo nacimiento, es producido por “agua y el Espíritu”. El hombre debe nacer de agua y del Espíritu antes de que pueda ver el reino de Dios, o penetrar en sus profundos y celestiales misterios. La vista más aguda de un mortal, por penetrante que sea, no puede ver el reino de Dios, ni el más potente cerebro humano es capaz de entrar en los profundos secretos del mismo. “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14). “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”.
Puede ser, con todo, que muchos no acierten el significado de haber nacido de agua. Esta expresión ha suscitado en todo tiempo discusión y controversia. Pero es únicamente cotejando escritura con escritura como podemos hallar el sentido real de cualquier pasaje, y es una gracia especial hasta para el creyente más sencillo, que puede entender de este modo el Volumen inspirado.
¿Qué significa, pues, haber “nacido de agua”? Al principio de evangelio según Juan, leemos: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:11-13). Este pasaje nos enseña que todo aquel que cree en el nombre del Señor Jesucristo y le acepta en verdad como su Salvador viene a ser un creyente en Cristo, alguien que ha “nacido de nuevo”, que es “nacido de Dios”. Todos los que por el poder de Dios el Espíritu Santo, creen en Dios el Hijo, son nacidos de Dios el Padre. La fuente del testimonio, el objeto del testimonio y el poder para recibirlo son divinos: toda la obra de la regeneración es de Dios. Por lo tanto, en vez de preguntarme como Nicodemo: — ¿Cómo puedo yo volver a nacer?, debo —sencillamente— arrojarme en los brazos de Jesucristo; entregarme a él por la fe, y así habré nacido de nuevo. Todos cuantos pusieron su entera confianza en Cristo han recibido una vida nueva; han sido regenerados.
Nueva vida en Cristo
Leamos el testimonio del Señor: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). “De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47). “Pero éstas (cosas) se han escrito, para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31). Todos estos pasajes prueban que la única manera en que podemos obtener esa vida nueva y eterna es recibiendo el testimonio que las Sagradas Escrituras dan acerca de Cristo. Notemos que esto no se aplica a los que dicen creer, sino a los que realmente creen (que han dado plena fe, o depositado su entera confianza en Él) según el sentido que tiene la Palabra en los pasajes que acabamos de citar. Hay poder vivificante en el Cristo que nos revela la Palabra de Dios, y en la Palabra que nos revela a Cristo. “De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán.” Y para disipar toda duda en cuanto a que los muertos puedan vivir, añade el Señor: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:25, 28-29). Cristo el Señor es poderoso para hacer que tanto las almas muertas como los cuerpos muertos oigan su voz vivificadora. Es por su poderosa voz como la vida puede comunicarse tanto al cuerpo como al alma. Y si el incrédulo o el escéptico razona o presenta objeciones es sencillamente por cuanto hace de su conceptuación y de su vana mente la norma de todo cuanto ha de ser, excluyendo por completo a Dios de sus pensamientos. Dicho orgullo raya con la locura.
El instrumento: la Palabra de Dios
Pero algún lector preguntará: — ¿Qué relación tiene todo esto con la palabra “agua”, citada en Juan 3:5? Y respondemos: tanta como para demostrar que el nuevo nacimiento se produce, y la vida nueva se comunica, por la voz de Cristo, la cual es realmente la Palabra de Dios, según leemos en Santiago: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (1:18). Y asimismo en la primera epístola de Pedro: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1:23). En ambos pasajes, la Palabra de Dios nos es presentada expresamente como siendo el instrumento por el cual se produce el nuevo nacimiento. Santiago declara que somos engendrados “por la palabra de verdad”, y Pedro manifiesta que somos renacidos “por la palabra de Dios”. Es pues obvio que el Señor, al hablar de nacer “de agua” representa —bajo esta figura— la Palabra de Dios; figura o símbolo que un “maestro de Israel” podía haber entendido con sólo estudiar rectamente el pasaje de Ezequiel 36:25-27: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”.
Hay también un hermoso pasaje en la epístola a los Efesios (5:25-26), donde la Palabra nos es presentada bajo la figura del agua: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra”. E igualmente en la epístola a Tito (3:5-7): “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna”.
Lección de la serpiente de bronce
Todas estas citas nos enseñan que la Palabra de Dios es el gran instrumento (o medio) del cual se vale el Espíritu Santo para alcanzar a las almas sin vida, haciéndolas pasar de muerte a vida. Esta verdad se confirma en la respuesta que da el Señor al “¿cómo puede hacerse esto?” de Nicodemo. A este “maestro de Israel”, Jesús le enseña la sencilla lección que se desprende de la serpiente de bronce; antiguamente, los israelitas mordidos por los reptiles eran sanados con una simple mirada a la serpiente levantada (Números 21:5-9); ahora el pecador muerto en sus delitos y pecados puede hallar vida al mirar por la fe a Jesús clavado en la cruz y luego sentado sobre el trono. Al israelita no le dijeron que tenía que contemplar sus heridas o mordeduras, aunque era el dolor producido por la herida lo que hacía volver su mirada hacia la serpiente de bronce; del mismo modo el pecador muerto en sus delitos no debe contemplar sus pecados, aunque sea el hondo sentir de los mismos lo que le haga mirar. Una mirada de fe a la serpiente levantada sanaba al israelita; una mirada de fe a Jesús colgado en la cruz del Calvario vivificará al pecador sin vida. Aquel no tuvo que mirar dos veces para ser sanado; éste no debe mirar dos veces para recibir la vida. No fue la manera de mirar, sino el objeto que miró el israelita lo que le sanó; tampoco es el modo de contemplar, sino el objeto sobre el cual el pecador clava la vista lo que le salva: “Mirad a mí” —dice el Señor— “y sed salvos, todos los términos de la tierra” (Isaías 45:22). Esta fue la preciosa lección que Nicodemo tenía que aprender; ésta fue la respuesta a su pregunta. Si alguien empieza a razonar acerca del nuevo nacimiento, llegará a la confusión; pero si deposita su fe en Jesús, nacerá de nuevo. La razón humana nunca podrá comprender el nuevo nacimiento, el cual es producido por la Palabra de Dios. Muchos se equivocan en este asunto; se ocupan del proceso o marcha de la regeneración, en vez de ocuparse de la Palabra regeneradora. Y el resultado es que están perplejos y confusos. Están mirándose a sí mismos, en vez de clavar la mirada en Cristo. ¿Qué hubiera ganado un israelita al contemplar sus heridas? ¡Nada! ¿Qué ganó al mirar a la serpiente levantada? La salud. ¿Qué consigue el pecador al mirarse a sí mismo? ¡Nada! ¿Qué gana al clavar la mirada en Jesús? “La vida eterna”.