Isaac
Abraham, Isaac y Jacob fueron los “padres” de Israel, jefes de un pueblo llamado por Dios a caminar en la tierra en una feliz dependencia de Él. Abraham fue el primero en ese camino y, si bien es el mejor ejemplo de esa fe que los caracterizó, también tuvo que enfrentarse con circunstancias particulares y con luchas que ningún otro conoció. Cuanto más elevado era el camino, más elevadas eran las dificultades. Aun cuando su fe tenía más vigor, la resistencia y el rechazo de la naturaleza le eran más difíciles y serias. Sin embargo, esto era lo que convenía a este conductor. El combate era fuerte: la dependencia de Dios liberaba a la criatura del dominio de su propia voluntad para someterla a la voluntad de Dios.
Vemos con claridad la victoria de Abraham en esa importante lucha. Le sigue Isaac, sin duda también un conductor, pero en un grado inferior. Abraham fue, digámoslo así, el conquistador del país; Isaac debía conservar y guardar sus posiciones ante el enemigo. Abraham sufrió luchando para tomar posesión, Isaac para retenerla. Las dificultades de Abraham generalmente provenían a raíz de la presión de las circunstancias exteriores; las de Isaac, casi siempre de su debilidad personal. Isaac nos muestra la incapacidad que tiene la naturaleza —en su mejor y más hermosa condición— de permanecer en el sendero de la fe, donde por gracia el hombre ha sido colocado. Sus faltas no se debían tanto a la fuerza del enemigo que lo desviaba como a la simple flaqueza de su humanidad. Los discípulos dormían cuando el Señor les dijo que debían velar, no a causa del mal, sino porque “la carne es débil” si el “espíritu… está dispuesto” (Mateo 26:41). Isaac nos enseña que lo mejor en nuestra naturaleza es pobre y débil en el camino de la fe.
Isaac salió a escena como el hijo de la promesa —así lo indica su nombre (risa)— con los mejores auspicios morales. En el capítulo 22 hallamos a este joven ascendiendo al monte Moriah. En esta maravillosa escena, admiramos a la vez la acción de Abraham, dueño de sí mismo, y la sumisión de Isaac, semejante a la de un cordero. Se podría decir que ignoraba que esto le concernía tan de cerca, pero aun cuando llegó a saberlo, atado sobre la leña del altar, viendo el cuchillo en la mano de su padre dispuesto a degollarle, no parece haber mostrado la menor resistencia.
La ciega obediencia prueba una confianza sin límites en aquel a quien uno se somete sin recelos; y más aún, demuestra que la propia voluntad puede ser doblegada y puesta de lado en la sumisión a aquel que tiene derechos sobre él. La obediencia está a la cabeza de toda actividad que lleva a la bendición (véase el primer mandamiento con promesa; Efesios 6:1-3). El camino del Señor fue un camino de obediencia sin reserva, pero tenía siempre un perfecto conocimiento de lo que serían las consecuencias de dicha obediencia. Se sometió a causa del gozo que quería dar a su Padre, y no como Isaac, quien ignoraba adónde lo llevaría tal acción, o que, en su obediencia, estaba sostenido sólo por la confianza depositada en aquel que lo pedía.
Al principio de su historia, la obediencia de Isaac posiblemente procedía de su carácter natural, que fue amable, como el del joven del evangelio (Mateo 19:20). Es porque necesitaba que fuese puesta a prueba sin equívoco.
Cuanto más amable sea el carácter, más necesidad hay de mostrar con evidencia el renunciamiento a todo aquello que es propio. Al joven rico le fue pedido que vendiera todo lo que tenía y que lo diera a los pobres; y así, privado de todo, que siguiera al Señor. En cuanto a Isaac, éste en figura debía pasar por la muerte. La muerte es el fin de todo lo que proviene de la vieja naturaleza, pues cuando la carne es puesta enteramente de lado, en la muerte de Cristo, uno es totalmente liberado y entra conscientemente en el lugar donde la gracia lo ha colocado. A eso conduce indefectiblemente una sumisión sin reserva al pensamiento divino. Esa disciplina, tan necesaria y bendita para Isaac, le fue impuesta desde el principio de su historia.
Cuanto más bella y refinada sea la vieja naturaleza, más difícil es abrogarla. Cuando se ponga de manifiesto alguna cosa, la negación rompe siempre la voluntad, porque esta última halla su expresión en la pasión dominante, y la ruptura de la voluntad propia es la muerte de la vieja naturaleza por la cual todos debemos atravesar. No obstante, para algunos eso se lleva a cabo inmediatamente al abandonar cierta tendencia o una falta puesta de manifiesto. Incluso, para aquellos en los cuales la naturaleza es más regular, como la de Isaac, donde no existe nada particular que romper, el viejo hombre debe estar constantemente tenido por muerto, y eso de manera práctica.
La mención siguiente de Isaac también está ligada a la muerte; pero una muerte diferente que lo preparaba para un nuevo orden de vida. La de su madre lo dejó solo sobre la tierra (Génesis 23). La muerte puede deteriorar toda esta escena, dejando en el corazón un vacío que nada parece poder suplir. La ausencia de Sara sin embargo fue seguida por la dádiva de Rebeca, e Isaac se libró de la tristeza y del sufrimiento causado por la muerte, para hallar el consuelo que Dios le daba. Así y todo, Isaac, la simiente prometida, no tenía heredero; y no lo tuvo hasta que, dirigiendo su corazón a Dios, comprendió que era necesario mirar hacia Él antes que a la naturaleza humana. Debía comprender que las bendiciones de Dios, sean las que fueren, no alcanzarían los resultados deseados fuera de Él. Sin embargo, cuando esta lección fue aprendida, la promesa tuvo su cumplimiento y los hijos le fueron dados a Isaac. La revelación que recibió en el momento del nacimiento de sus hijos referente a sus destinos, tendría que haberle hecho comprender el pensamiento de Dios respecto a ellos, y haber obrado así con ellos en consecuencia. No obstante, no parece haber discernido en Jacob el heredero de la promesa. “Amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza” (25:28). Las indicaciones divinas fueron dejadas de lado, porque el corazón del padre estaba más influenciado por los deleites naturales que por los pensamientos de Dios. Tan comprensible como pareciera este sentimiento paternal, fue la voluntad del hombre opuesta a la de Dios, y por eso Isaac debió aprender a abandonarla. Pero eso no se llevó a cabo en un instante. Parece que Isaac prefirió a Esaú durante un largo tiempo.
En el curso de la disciplina a la que Dios somete a los suyos, no nos priva inmediatamente de los simples placeres naturales. Muchas veces nos es permitido participar de ellos, hasta que, en la presunción de la naturaleza, tratamos de darles una importancia que a Dios nunca le agradaría. Al igual que el rey Uzías, procuramos dar el lugar a Dios, que sólo corresponde a lo que es natural, revistiéndolo de dignidades que sólo son sagradas para Él (2 Crónicas 26:16-21). Esto sucede casi necesariamente cuando hay una cierta disposición para seguir al Señor, aun cuando la intención del alma es la de agradar a Dios, cuando la conciencia es ejercitada, pero la voluntad no es sometida. Las demandas del Señor pueden entonces ser reconocidas en el alma sin que la voluntad sea realmente sometida a la voluntad de Dios. Siendo ése el caso, hará un esfuerzo (muchas veces momentáneamente coronado por el éxito) para que conceda a la criatura esa dignidad y adquiera para ella ese dominio que sólo debe tener aquel a quien Dios lo designó.
En la cristiandad se ven notables ejemplos, términos correctos en sí mismos ligados a cosas que no les corresponden. La “iglesia”, por ejemplo, en el lenguaje corriente, no representa lo que la Escritura indica. Sin embargo, la mayor parte de las conciencias son satisfechas porque es mantenido el verdadero nombre espiritual.
Desgraciadamente, todos podemos caer en semejantes extravíos. Podemos tranquilizar nuestras conciencias siguiendo nuestra propia voluntad y decorarla con un título divino que es el producto de la naturaleza. Cuando esa tendencia actúa, se necesita la disciplina. Y notemos, si Esaú por ser cazador obtuvo el favor de su padre, el mismo motivo lo llevó a vender su derecho de primogenitura a aquel a quien Dios ya la había destinado (Génesis 25:29-34). La necesaria disciplina para Isaac y el cumplimiento de los designios de Dios fueron así preparados. El éxito más aparente de Satanás contiene siempre el germen de su propia ruina. Como en la muerte de Cristo todo su poder ocasionó su pérdida, del mismo modo en sus menores asaltos encontraremos, si tenemos la paciencia para esperar, que sus terribles proyectos contra nosotros terminan en nuestra liberación más segura.
La nueva mención que tenemos de Isaac es de un orden diferente. Vino hambre en el país, y Génesis 26 nos da un informe detallado de las pruebas que atravesó desde su partida hacia el sur hasta su regreso. Esa hambre se distinguió expresamente de la «primera hambre» en los días de Abraham, quien descendió a Egipto (12:10-20). Isaac tomó la misma dirección y se fue hacia Abimelec, el rey de los filisteos. Allí Dios le advirtió que no pasara más allá, sino que habitara como forastero en Gerar. Le permitió que se quedara allí, pero añadió: “Habita en la tierra que yo te diré” (26:2). Isaac no sólo se quedó en Gerar, sino que permaneció, y habitó allí. Desde ese momento empezaron sus dificultades. Debía aprender otra lección: que por grande que fuese su prosperidad en el país de los filisteos, jamás podría gozar de la paz y la tranquilidad que su alma deseaba mientras estuviera vinculado a ellos. En primer lugar, trató de asegurarse una residencia segura en medio de ellos mediante una mentira, como siendo incapaz de confiar en Dios en las circunstancias en las cuales se había colocado. No obstante, no abandonó ese lugar.
A menudo luchamos para permanecer en aquel lugar en el cual hemos sido infieles, como si pudiéramos recobrar lo que habíamos perdido. Pero si nuestra posición es una posición de incredulidad, ninguna línea de conducta cambiará jamás el carácter. Dios enseñó a Isaac que toda adquisición en Gerar sería sin provecho. Podría ser bendecido, cosechar cien veces más hasta prosperar mucho. Sin embargo, ¿de qué le valía todo eso? La posición de extranjero sería más dichosa para él, porque podría comer su pan con toda tranquilidad, y beber en paz las aguas de sus propios pozos; pero con todo, su grandeza y sus posesiones, esos favores le eran rehusados en Gerar.
Isaac aprendió de una manera lenta y penosa que le era necesario abandonar totalmente el país de los filisteos. Las diferentes etapas le fueron marcadas por los pozos que él mismo debía cavar. Primeramente, tuvo lugar la «disputa», luego, el «odio», y después, el «espacio». Por fin, habiendo hallado el espacio, y siendo librado de la asociación que lo obstaculizaba, llegó hasta Beerseba en los confines del país (26:17-23). Allá volvió a tomar el lugar de extranjero y peregrino, al depender de Dios, y en seguida recibió de Él su recompensa. “Se le apareció Jehová aquella noche” y le bendijo. La disciplina produjo la santificación, y edificó un altar y adoró. Ésta le enseñó que vale más poseer poco con Dios que grandes posesiones en una posición alejada de Su llamamiento. Desde entonces, gozó en paz de sus beneficios. Abraham debió aprender la misma lección, no obstante de una forma más atenuada: crucificar su ambición y el deseo de tener importancia en este malvado mundo. La ambición procura ser un punto de consideración para otros; el afecto procura un objeto de consideración para sí mismo.
Pero la gran disciplina, la del afecto, estaba aún por venir; disciplina por la cual Dios lo preparaba desde largo tiempo. Ésta fue en realidad la gran lección de su vida. Comenzó cuando, sobre el monte Moriah, toda su naturaleza con sus buenos y malos aspectos fue arrojada pasando, en figura, por la muerte. Ése fue el punto de partida. Luego, tuvo que aprender a poner de lado la propia voluntad, que es la aplicación práctica. Todo lo que de él aprendemos con relación a su hijo predilecto, Esaú, tiene el mismo carácter y parece ser una preparación para la prueba de sus afecciones que debería sufrir consigo al fin, por haber perdido de vista el propósito de Dios en beneficio de los afectos naturales. En la historia de Isaac, vemos más la flaqueza de la carne que su maldad. Es la misma debilidad que hizo dormir a los discípulos en Getsemaní, y que dejo a Pedro hacer las imprecaciones y jurar que él no conocía a Aquel a quien amaba más que a ninguno en la tierra (Mateo 26:40-43, 69-74).
Con respecto a Esaú, no sólo se privó de sus derechos de primogenitura, sino que también perdió su derecho a la heredad al casarse con una mujer cananea. Esto fue “amargura de espíritu” para Isaac. Sin embargo, esto no hizo perder a Esaú ese lugar que ocupaba desde hacía tantos años en los afectos de su padre. Esaú tenía cuarenta años cuando tuvo lugar ese casamiento (Génesis 26:34). Años más tarde, “cuando Isaac envejeció, y sus ojos se oscurecieron quedando sin vista, llamó a Esaú su hijo mayor, y le dijo: Hijo mío... He aquí ya soy viejo, no sé el día de mi muerte. Toma, pues, ahora tus armas, tu aljaba y tu arco, y sal al campo y tráeme caza; y hazme un guisado como a mí me gusta, y tráemelo, y comeré, para que yo te bendiga antes que muera” (27:1-4). Así nos es presentado Isaac bajo un aspecto verdaderamente humillante, tal como ocurre siempre cuando la naturaleza dirige al creyente quien pierde el dominio de sí mismo.
Sin embargo, Dios quiere someter la naturaleza no juzgada, y también en el caso de Isaac. No sólo esto, sino que los caminos de Dios son tan perfectos y completos que se sirvió de lo que había pervertido el pensamiento y el juicio de Isaac para disciplinarlo. Dios permitió que fuese engañado. A causa del sabroso “guisado”, Isaac carecía de sano juicio; y por él se vio obligado, inconscientemente, a obrar según la voluntad de Dios; no como Jacob que, al pronunciar su bendición, lo hizo en pleno acuerdo de espíritu con el pensamiento de Dios, sino fallando, humillado, engañado, cumpliendo la voluntad de Dios casi a pesar de él y sin unánime comunión con Él. Tales son las tristes consecuencias de una vieja naturaleza no juzgada.
Jacob, el heredero escogido por Dios, recibió la bendición, pero era necesario que Isaac lo supiera. Entonces, la lucha entre la propia voluntad y la palabra de Dios se manifestó en su alma. ¿Cuál fue el resultado?: La naturaleza cedió. ¿Quién puede describir la perturbación moral que presiona por completo al ser humano cuando la Palabra de Dios que uno trató con indiferencia afirma sus derechos y su autoridad en las almas? La propia voluntad se desvanece ante la majestad de la verdad que le es revelada. No es de extrañar que Isaac fuese estremecido grandemente y dijera: “¿Quién es el que vino aquí, que trajo caza, y me dio, y comí de todo antes que tú vinieses? Yo le bendije” (27:33). Así se cumplió la palabra de Dios: “y será bendito”. Notemos aquí un hecho de suma importancia. Aunque un andar según la propia voluntad no pueda cambiar la verdad, si nuestro espíritu no está sometido a Dios, trataremos de hacer una falsa aplicación de ello. Solamente cuando la naturaleza es sometida, aceptaremos con gozo la sola verdadera y justa aplicación de la Palabra de Dios.