Formados en la escuela de Dios /3

Génesis 32 – Génesis 46

Jacob

La historia de Jacob es particularmente interesante para nosotros porque en ella vemos cómo la voluntad natural desarrolla su actividad para obtener por sí misma lo que Dios de antemano había decidido. Cuanto más la mente del hombre conoce los designios de Dios y cuanto más impregnado está de ellos, tanto más necesita, por decirlo así, someterse a Él para procurar no cumplir por sus propios medios lo que debe ser dejado en las manos de Dios. Todos sus esfuerzos no producen sino sólo agitación.

El que tiene la mente dominada por su propia actividad le hace falta juzgarse a sí mismo. Ello no significa que rehúse reconocer la voluntad de Dios o que no la comprenda, sino que procura cumplirla por sus propios esfuerzos. Cuando esto es así, el Señor permite que su siervo coseche, mediante penosas experiencias, los frutos de tal actividad. “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría, y el conocimiento del Santísimo es la inteligencia” (Proverbios 9:10). Si no tengo a Dios ante mis ojos, nunca podré andar sabiamente con mi mente natural en un mundo de maldad, porque Dios es la fuente de la sabiduría. Por eso, el conocimiento en sí no es nada; nunca lleva a un hombre a caminar con Dios. La fe viene antes que el conocimiento: no se puede adquirir este último si no se empieza por la fe. Si dependo de Dios, todo verdadero conocimiento aumentará, aun esa dependencia. Si amo a Dios, le conozco y mi amor nutre mi conocimiento; de lo contrario, “el conocimiento envanece” (1 Corintios 8:1).

Jacob es el notable ejemplo de un hombre que, aunque apreciaba las bendiciones, se oponía continuamente a los caminos de Dios, procurando adelantarse a ellos. Su corazón era justo, así lo creemos, pero su mente no era sumisa. El espíritu natural no puede obrar sino sólo siguiendo su propia maldad.

En el primer hecho de su vida que nos es dado a conocer, tuvo la bendición y la posición que el derecho de primogenitura concedía; y empleó todos los medios a su alcance para poder asegurárselos (Génesis 25:29-34). Aprovechó el cansancio de su hermano a fin de apropiarse de este precioso don que Esaú jamás debió haber abandonado. No obstante, la posesión del derecho de primogenitura no dio a Jacob la seguridad de la bendición vinculada a ella; si la hubiese tenido, no habría aceptado tan fácilmente el indigno recurso que su madre tramó para asegurársela. Se apoderó de la gracia deseada de una manera carnal; por eso no experimentó ninguna satisfacción de la cual habría gozado si hubiera esperado hasta recibirla de la mano de Dios. Un camino divino siempre pone al alma en relación con el Señor. Una gracia que no está en relación con Él a menudo nos puede perjudicar. Pero si lo está, sabiendo que viene de Su amor, nuestro corazón la recibe con paz y tranquilidad; pues sabemos que si alguna vez perdemos de vista la prueba de Su amor, el amor mismo no lo podemos perder, y el amor no puede existir sin manifestarse.

Moisés se vio pronto desanimado en sus esfuerzos para salvar al pueblo de Israel de la esclavitud de los egipcios. Apreciaba el servicio que Dios le había encomendado, pero al no ponerlo en relación con Él perdió rápidamente la seguridad de su éxito. El Señor, en su gracia, quiere llevarnos tarde o temprano a relacionar con Él todos nuestros beneficios o nuestros servicios. Sabe que sin esto, no podemos contar con Su poder para ayudarnos. Moisés permaneció cuarenta años en el país de Madián donde se preparó para recibir el mensaje de la zarza que ardía (Éxodo 3:2). A Pablo, en la cárcel de Roma, le fueron confirmadas las verdades que mucho tiempo antes le fueron comunicadas (véase Hechos 26:14-18). Cuando Jacob luchó y obtuvo por gracia el nombre de Israel, le fue afirmada la seguridad de las bendiciones a las cuales tenía derecho, después de muchos años (Génesis 32:24-32). La posesión del derecho a la primogenitura, la bendición de su padre, la visión de Bet-el y los sueños de Padan-aram, todas estas cosas no le dieron al alma de Jacob la seguridad de lo que Dios le había asegurado. Sólo por la lucha de Peniel fue llevado a la proximidad personal con Dios, en la sumisión a Él, y fue establecido en esta seguridad.

El sueño de Bet-el era la comunicación divina de la bendición; pero sólo después de haber gustado los amargos frutos de su propia voluntad, durante una estancia de veinte años en Padan-aram, Jacob fue llevado a esa intimidad con Dios que, si bien era feliz, acabó en su humillación.

¡Qué larga disciplina es necesaria para someter un alma caracterizada por la propia voluntad! Jacob fue bendecido en todo lo que deseaba, aunque muchas veces fue contrariado, y esto en las cosas a las cuales él atribuía más valor. Su hermano mayor le dejó la primogenitura; su padre lo bendijo con la más excelente de las bendiciones. Dios le reveló los designios de Su amor para con él cuando sólo era un viajero que huía de la casa paterna. En Padan-aram todo le salió bien, a pesar de duros trabajos y de una serie de contrariedades y, cuando se levantó para volver a la tierra prometida y gozar de las bendiciones, en la misma frontera se encontró con su hermano Esaú. Entonces se preguntó si después de todo se hallaba realmente en posesión de las bendiciones. ¡Qué momento de angustia e incertidumbre para este espíritu voluntario! Aún incapaz de confiar en Dios, temía que la copa que Dios mismo había colmado, le fuese quitada de sus labios y que todas las bendiciones prometidas desaparecieran. La formación de toda su vida fue hecha con vistas a ese momento. Era un hombre bendecido, pero ¿renunció a sí mismo lo suficiente para poder gozar de la entera posesión de la bendición? ¿Llegó el momento de acabar por completo con sí mismo para encomendarse a Dios, y a Dios sólo, en cuanto a la seguridad de esas bendiciones?

En la lucha de Génesis 32:24-32, Jacob salió como un Israel (vencedor de Dios), pero con el profundo sentimiento de su propia flaqueza, llevando esa señal en sí mismo. El encaje de su muslo se descoyuntó. Lo que perdió en su persona, lo ganó en su posición, o más bien, sufrió una pérdida en el camino natural, pero una ganancia en el camino divino. Había intentado apropiarse de las bendiciones del país por la fuerza y los recursos de la naturaleza, pero después de veinte años de disciplina, en el momento de entrar en el país, fue llevado a un extremo y ejercicio tales que Dios fue su único recurso. Entregado a Él, no pudo proseguir su camino antes que Dios no sólo lo bendijera, sino que también lo sometiera. Una vez alcanzado tal resultado, Jacob entró en el país por la fe, como Israel, bendecido, humillado y llevando la señal de su flaqueza personal.

Bajo tal carácter de Israel, aunque físicamente cojo, pudo encontrarse con Esaú, o con cualquier otro que quisiera disputarle ese título de Israel. Todo su trabajo y los éxitos de esos veinte años fueron perdidos. En efecto, la bendición de Dios, y no la prueba de esa bendición, realmente estableció su alma y le proclamó poseedor indiscutible del país a él, a Israel humillado. Esta historia es la nuestra. Buscamos la bendición, pero no tenemos suficiente fe para esperar que el Señor nos la conceda. Tememos perderla y descubrimos nuestra propia incapacidad cuando se nos escapa. Sin embargo, el Dios de Jacob es también nuestro Dios, y quiere bendecirnos al disciplinarnos.

En ese momento se terminó la primera etapa de la vida de Jacob. Entonces tomó el camino de la fe, el único que conducía a la bendición. Para nosotros se ha convertido en el modelo del que fue honrado, pues renunció a su propia voluntad. Si bien, en uno mismo, la propia voluntad carece de valor, Dios estima en gran manera al hombre cuya voluntad es quebrantada, otorgándole aun el poder de prevalecer sobre Él y sobre el hombre.

Consideremos ahora a Jacob en el país. Si bien la voluntad propia debe ser quebrantada para que podamos disfrutar de la bendición, es raro que permanezcamos en ella sin que esa misma voluntad se manifieste de nuevo, la que retrasó y dificultó nuestra entrada. Es necesario que a lo largo del camino, nuestra naturaleza sea mortificada. Sólo así podremos permanecer en el gozo de la bendición. De otra manera, sufriríamos y necesitaríamos la disciplina de Dios, a fin de que no debilitemos en lo más mínimo esa sumisión que nos ha hecho capaz de entrar y estar en posesión de la bendición.

Cuántas veces, desgraciadamente, después de haber desarrollado una seria vigilancia, de haber caminado cuidadosamente y de haber entrado a gozar de la bendición con toda humildad, lo hemos olvidado todo cuando el objetivo ha sido alcanzado, de manera que una nueva disciplina se necesita.

Israel combatió y sufrió para obtener las bendiciones del país; pero, una vez que gozó de la posesión de ellas y se enriqueció, se opuso a Dios y olvidó que Él lo había elevado.

Jacob gozaba apaciblemente de todas las bendiciones que Dios le había dado. Estaba en el país de donde provenían todas sus bendiciones. Sin embargo, debía haber vuelto a Bet-el conforme a la promesa que él había hecho. En lugar de eso, se ocupó de sus apremiantes necesidades y se construyó una casa en Sucot (Génesis 33:17). Quizás le era necesaria, pero abandonaba así el principio de la fe por la cual había entrado en posesión del país. Se detuvo en su camino de peregrinaje, cuando debió de haber seguido adelante sin desvíos hasta llegar a Bet-el. Luego, como una falta trae otra, compró un campo de los hijos de Hamor. Adquirió una posesión como garantía, como si la voluntad y los brazos del Todopoderoso no fueran suficientes. Era una nueva manifestación de esa voluntad propia que lo caracterizaba. Siempre procuraba asegurarse por sus propios medios las bendiciones que venían de Dios. Es una tendencia común, más difícil de corregir que la que busca únicamente lo que es del mundo. Dios mismo no es el principal objeto del alma. Los dones de Dios, por desgracia, ocultan a Dios mismo. Y cuando no le damos el primer lugar, obra la propia voluntad y no disfrutamos de esos dones con el Dador.

Así ocurría con Jacob en Siquem. Después de haberse dejado llevar por sí mismo y haber abandonado el sencillo camino de la dependencia de Dios, erigió un altar y lo llamó “El-Elohe-Israel”, es decir: Dios, el Dios de Israel (Génesis 33:20). No olvidaba que él era Israel, objeto de las bendiciones de Dios. No obstante, hacía resaltar más ese hecho que la gracia de Dios que lo había establecido así.

El verdadero estado de nuestras almas se manifiesta por el nombre que damos a nuestro altar, si puedo expresarme así; o, en otras palabras, por el carácter de nuestra adoración y de nuestra cercanía de Dios. Cuando nuestra alma está ocupada en sí misma, es decir, cuando tiene en vista su propia condición antes que la excelencia del Señor, no puede comprenderle completamente, pues Su superioridad borraría toda otra cosa. Cuando estamos en la presencia de Dios, no debemos estar ocupados en nuestro propio estado, sino considerar el privilegio de haber sido admitidos a tal posición. Si realmente estamos con Dios, nos olvidamos de nosotros en Él, y pensamos sólo en Sus intereses. Pero si estamos ocupados en nuestras propias bendiciones y necesidades, es una buena ocupación en su lugar, pero muy inferior a aquella que hace de Él la suprema finalidad. La meta de Pablo era la de “ganar a Cristo” (Filipenses 3:8).

Jacob no sólo estaba ocupado en sus bendiciones, sino que mantenía su propia voluntad. La disciplina le fue necesaria para mostrarle que sus propios planes no podían producir otra cosa sino aflicciones y fracasos. Su estancia en Siquem trajo vergüenza y dolor para su familia.

Jacob fue llevado a sentir la vergüenza y la humillación en la posición que él mismo había escogido. Entonces, la Palabra de Dios entró libremente en su alma, y la disciplina lo había preparado a responder a lo que Dios le dijo: “Levántate y sube a Bet-el, y quédate allí; y haz allí un altar al Dios que te apareció cuando huías de tu hermano Esaú” (Génesis 35:1). Si corremos “la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1), todo irá bien. Al salir de Siquem para ir a Bet-el, Jacob dejó todas las impurezas tras él. Los ídolos debían quedar en Siquem; no podían ser llevados a Bet-el. Desde el momento que emprendemos el camino de Dios, el que conduce a Su casa, debemos ser puros: “La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). Esta vez, el nombre del altar de Jacob fue El-bet-el (Dios de la casa de Dios). Había entrado en los designios de Dios, considerándose como un agente que los expresaba y los ponía de manifiesto en la tierra. Sus pensamientos no se detenían más en Jacob, el bendecido de Dios, sino en el Dios que bendijo a Jacob. Así, dio un paso hacia adelante en el camino de la fe.

Si bien había comprendido la enseñanza de Dios, no obstante, no estaba completamente sometido a Su Palabra. Dios le dijo que morara en Bet-el; pero vemos que poco después se marchó. Su formación debía continuar. Hasta ahí, las muchas y variadas pruebas que tuvo que sufrir tocaron sólo sus circunstancias. Luego, se trató de sus afectos. La muerte de Raquel le dejó un vacío que nada pudo suplir, y nunca lo pudo olvidar, hasta al final de su carrera (compárese Génesis 35:16-20 con 48:7). En este último pasaje, Jacob hizo alusión a su duelo, como si hubiera puesto fin a todas sus esperanzas terrestres. “Porque cuando yo venía de Padan-aram, se me murió Raquel en la tierra de Canaán, en el camino, como media legua de tierra viniendo a Efrata; y la sepulté allí en el camino de Efrata, que es Belén”. Había sepultado al objeto de sus afectos, allí donde Cristo, la verdadera consolación para el corazón de luto, debía nacer. Aunque dejó Bet-el, la casa de Dios, el lugar donde Dios se le apareció y le dijo que habitara allí, debía aprender que fuera de allí no podía hallar otra cosa sino un sendero desolado. Las nubes se acumularon sobre este camino. La inmoralidad de su primogénito y la muerte de su padre se sucedieron rápidamente. Según el capítulo 49:3-4, vemos hasta qué punto le afectó ese primer acontecimiento. La amargura de su corazón se puso de manifiesto cuando pasó revista a todos los acontecimientos a la luz de los pensamientos de Dios.

Luego, leemos en el capítulo 37 que Jacob “habitó... en la tierra donde había morado su padre”. Allí Isaac había vivido como extranjero. Tal era la posición a la cual Jacob también había sido llamado. No obstante, después de una tregua, la disciplina continuaba. Le era necesario aún que fuese privado de todos los lazos materiales. Raquel había desaparecido, pero le quedaban sus dos hijos: y por ellos Jacob fue sometido en su afecto a una larga prueba.

Si observáramos con más atención los caminos de Dios para con nosotros, encontraríamos que, hasta que se produzca el resultado deseado, las pruebas continúan, aunque pueda producirse alguna tregua y, muchas veces, hasta un largo período de reposo.

Uno podría pensar que el espíritu de Jacob estaba suficientemente quebrantado para que, despojado de sus intereses y afectos, su camino, en adelante, fuese el de una entera sumisión a Dios. ¡Pero no!; mientras que la propia voluntad se mantenga en actividad, no puede haber completa sumisión. Y todas las pruebas que Jacob atravesó en cuanto a José y Benjamín (cap. 37 y 43), eran necesarias para llevarlo a una entera sumisión. No podemos poner en duda los resultados producidos si comparamos la manera en la cual se expresa en el capítulo 37:34-35 con la frase del capítulo 43:14. En el primer caso, rasgó sus vestidos, se vistió de cilicio y rehusó toda consolación. Dijo: “Descenderé enlutado a mi hijo hasta el Seol”. Pero, en el segundo caso, dijo: “Y si he de ser privado de mis hijos, séalo”; en otras palabras: «me someto». ¡Qué diferencia! Qué angustia cuando el corazón es atormentado y uno no encuentra recursos en Dios; pero qué contraste cuando el Todopoderoso es el refugio y uno puede decir: “Si he de ser privado, séalo”. Lo acepto. Es la entera sumisión a la voluntad de Dios, y eso produce para nosotros lo que Dios tanto desea: que en Él encontremos nuestros recursos. El alma que lo comprende, siempre hallará respuesta a sus necesidades. La felicidad de sus hijos es el gran propósito de Dios. A menudo, cuando la prueba ha producido su efecto, el que fue probado vuelve a tener los objetos cuya pérdida provocó su dolor. Entonces está listo para gozar de ellos en la dependencia de Dios.

Jacob recibió a José y a Benjamín, a quienes había perdido. Pero el corazón del hombre está tan poco preparado para la misericordia de Dios, que aun la noticia que recibió le hizo desfallecer. Su tristeza había sido tan grande y profunda que durante algunos momentos casi no pudo soportar su alegría. Una larga disciplina le fue necesaria para quebrantar su fuerte voluntad y su insubordinada naturaleza, lo cual, no obstante, dio buen resultado. ¡Cuán quebrantado estaba en ese momento! Curar el corazón quebrantado es uno de los servicios particulares de Cristo; pero muchos creyentes, como Jacob, no creen que les espere semejante bondad, y, cuando la conocen, ella hace que sus corazones se estrechen más que lo que hubiera podido producir la disciplina misma.

El Señor se inclina sobre los suyos y les da las pruebas que sus flaquezas necesitan. Jacob primero fue convencido por las pruebas de la realidad de la gracia; luego, cuando volvió a encontrar a José, su alivio fue tan completo que expresó sentimientos análogos a los de Simeón cuando tomó al niño Jesús en sus brazos: “Muera yo ahora, ya que he visto tu rostro” (Génesis 46:30; Lucas 2:29-30). El corazón quebrantado y sumiso era satisfecho, pues había recibido directamente de Dios por Su gran gloria lo que había perdido. Una vez que la disciplina hizo su obra, comprendemos que el corazón de Dios desea un completo gozo para nosotros.

La vida de Jacob en Egipto formó la tercera etapa de su peregrinaje, y un brillante período. Sus últimos momentos constituyeron el gran acontecimiento que Hebreos 11:21 describe como la más elevada prueba de fe: “Por la fe Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre el extremo de su bordón”. En este versículo, se presenta como el testigo para Dios que conoce Sus designios, con voluntad quebrantada, y expresando santos y elevados pensamientos. ¡Qué glorioso y tranquilo fin después de una vida turbaba por su propia voluntad y sujeta a una larga disciplina! ¡Qué maravillosa lección encontramos aquí para nosotros! Jacob había aprendido, por medio de dolorosas experiencias, la insensatez de sus propios planes y la verdad de estas palabras: “Con la medida con que medís, os será medido” (Mateo 7:2). Sin embargo, había llegado a comprender que, en la aflicción, Dios es el único reposo verdadero así como el único recurso. Jacob llegó a esta conclusión tan preciosa para él, al final de su carrera.