José
La historia de José es la de las pruebas y los deberes de un siervo de Dios. El mal que está en la naturaleza humana y las faltas que produce no nos son descritos en su vida, como en las de Abraham, Isaac o Jacob. En primer lugar, José es considerado como un siervo y un instrumento para la obra de Dios. Trataremos de describir los ejercicios por los cuales le fue necesario pasar a fin de estar capacitado para tal obra.
Primeramente lo vemos en casa de su padre. “Amaba Israel a José más que a todos sus hijos, porque lo había tenido en su vejez; y le hizo una túnica de diversos colores” (Génesis 37:3). Distinguido así por el amor de su padre, su corazón se engrandeció. La dulzura de ese afecto hizo nacer en él la suya, porque nada produce tanto el afecto en nosotros como la certeza de su existencia para con nosotros; como está escrito: “Nosotros le amamos a él, porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19). De esta manera, el corazón de José se desarrolló durante su infancia en la maravillosa esfera del amor paterno. Pero, al mismo tiempo, a causa de esto se halló expuesto a la envidia de aquellos que se hicieron indignos de ese amor paternal. “Sus hermanos... le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamente” (37:4). Si bien por una parte aprendió a conocer la ternura y los recursos del afecto de su padre, por la otra debió sufrir la persecución a causa de este mismo favor. Ello fue para él una advertencia, ya que le sería necesario depender de este afecto, pues fuera de éste y a causa de él, no tendría que sufrir.
Entonces, ya en su juventud y en el círculo familiar, José aprendió (como ocurre con todos los siervos de Dios) los elementales principios de esa verdad que lo sostuvieron hasta alcanzar la cumbre de su carrera: amado de Dios y odiado de los hombres. El amor de su padre, del cual “la túnica de diversos colores” constituyó una imagen, fue una compensación por el odio de sus hermanos. Lo sostuvo cuando encontró su oposición y su envidia. Es la primera y gran lección que el siervo de Dios debe aprender al comienzo de su carrera.
Es lo que Cristo realizó de forma completa y perfecta, de quien José es una figura. Él siempre permaneció en la entera conciencia del amor del Padre, y por eso se mantuvo inquebrantable ante el odio y la maldad del hombre. Además, era el que conocía mejor que nadie el amor del Padre y era el único que podía manifestarlo en perfección. También era el siervo más calificado que el Padre pudo enviar hacia aquellos que no lo conocían. “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).
José, en su carácter de figura y siervo, fue enviado por su padre a sus hermanos para averiguar si estaban bien. Sin embargo, antes de eso, recibió dos veces comunicaciones que le indicaron cuál sería la posición que ocuparía más tarde. La falta de apoyo de su padre y la creciente oposición de sus hermanos constituyeron la base de esa dependencia de Dios y de esa independencia de los hombres que lo distinguieron más tarde. La esperanza venidera que, por la gracia divina, ocupa el corazón de un creyente puede no ser comprendida por aquellos que le rodean, hasta por amigos o estimados conductores; pero es dada por gracia para afirmarlo, más aún, para asegurarlo, cuando ve el cumplimiento de la fidelidad y de la constancia de los cuidados de Dios.
Cuán poco tenemos en cuenta las pequeñas circunstancias del principio de nuestra vida, cuán poco las estimamos, cuán poco sentimos el efecto que ellas ejercen sobre nosotros. Desde la niñez somos formados para la situación a la cual Dios nos destina. Toda nuestra historia no es más que una sucesión de acontecimientos que nos preparan para eso, guardando el primero una gran analogía con el último. Así ocurrió también con David. Al principio lo vemos cuidando el rebaño en el desierto, donde fue llamado “para que apacentase a Jacob su pueblo, y a Israel su heredad” (Salmo 78:71), posición que llevó a cabo hasta el fin a través de muchas vicisitudes. Lo mismo ocurrió con Moisés. Sólo para Dios, con Dios y visto por Dios, en la arquilla de juncos, en Madián, sobre el monte o sobre el Pisga al final, cada momento de su vida siguió la misma dirección.
José, pues, salió para cumplir su misión, seguro del amor de su padre, consciente del odio de sus hermanos y secretamente impresionado por una idea de grandeza futura, desconocida y aún incomprensible. Respondiendo a la voluntad de su padre, no retrocedió ante el peligro que además Jacob ignoraba para él. Si Dios, que es mayor que nosotros en amor y en sabiduría, nos designa un servicio que le es agradable, y en el cual Él, que sabe todo, no ve ningún peligro para nosotros, podemos emprenderlo con toda confianza. Éste es el único espíritu verdadero y feliz que conviene para servir al Señor. Salimos de casa, lugar conocido del amor de nuestro Padre, para lanzarnos en el océano tumultuoso de personas que no nos aman y para ser mensajeros de los intereses que el Padre les lleva. Así vino Cristo, y así todo siervo fiel será sostenido y útil.
José prosiguió el camino del servicio, llevó el mensaje de su padre y mostró el interés que el padre tenía por ellos. Vino a Siquem, pero fue detenido en la ejecución de su misión porque no halló a sus hermanos. Tales contratiempos se producen con frecuencia para probar si nuestro verdadero deseo es el de hacer la voluntad del Padre. El corazón de José estaba enteramente dispuesto a cumplir esa voluntad, porque en lugar de retroceder, esperó allí hasta que recibiera informaciones de ellos. Luego, les siguió a Dotán, no figurándose de ningún modo del acogimiento que allí le esperaba.
Los hermanos de José, después de haber cambiado varias veces sus malos designios (pues los propósitos del malo son numerosos, puesto que sólo hay un camino para hacer el bien), lo vendieron a los ismaelitas, los cuales a su vez lo vendieron en Egipto a Potifar, oficial de Faraón y capitán de la guardia (Génesis 37:28; 39:1). ¡Qué cambio para José! Tras salir de la esfera del amor paternal, se volvió esclavo en Egipto, después de haber sido casi asesinado por sus propios hermanos. ¿Lo había hecho independiente de las comunicaciones divinas que le fueron reveladas en un sueño de todo aquello que era del hombre, amor u odio, y dependiente de Dios solo? A eso la disciplina a la cual en adelante fue sometido debía conducirle. La necesitaba en estas circunstancias. Primeramente, la verdad nos es revelada, y podemos apreciar grandemente su posesión. José debía confiarse completamente a Dios.
Raramente pasa el invierno sin dejar ver algunos rayos del sol y, a menudo, antes de llegar a su punto culminante, como también antes de llegar a su final, un período más suave aparece. De la misma manera, frecuentemente nos regocijamos de algún renacimiento inesperado antes de que sintamos la carga pesada de la disciplina. Fue así como José prosperó en casa de Potifar. Sin embargo, no fue por mucho tiempo. El adversario le preparó una trampa de la cual su integridad y dignidad le hicieron huir. La mujer de Potifar constituye una imagen del mundo, simbolizando las tentaciones. Luego, como no pudo seducir al siervo de Dios, ella se convirtió en su peor enemigo (39:7-20).
La prosperidad de por sí no es pecado, pero a veces se une a malas asociaciones, y la prosperidad en una mala compañía no puede subsistir en el creyente que teme a Dios; ésta será destruida si es fiel. ¡Pero, qué compensación por esta pérdida! Le queda una sola porción: Dios. Para Él y ante Él, José obró tan claramente. La vida en ese futuro testigo de Dios varió mucho. Primeramente fue vendido como esclavo por haber sido el mensajero del amor de su padre hacia sus hermanos; luego fue encarcelado de parte de su amo por haber sido el fiel guarda de su propiedad.
José aprendió que ni el amor ni la justicia podían ser comprendidos por el hombre. Era menester que mirara a Dios solo y que se confiara a Él. Y Dios no le faltó. “Jehová estaba con José y le extendió su misericordia, y le dio gracia en los ojos del jefe de la cárcel” (39:21). Las circunstancias de la prueba pueden mejorar para aquel que realmente confía en Dios. Ningún acontecimiento contrario puede quebrantar una energía verdaderamente viva; únicamente pueden limitarla. La escena puede cambiar, pero no el espíritu. Moisés en Madián prestó ayuda a las mujeres y dio de beber a sus ganados, cuando ya no podía ayudar y servir más a los hebreos (Éxodo 2:16). Fue un libertador para Madián, como lo fue para su pueblo en Egipto; y Dios vino a ser su santuario, siendo su alivio en su servidumbre y su tristeza.
Así José pronto se volvió tan útil en la cárcel como lo fue en la casa del capitán de la guardia. “No necesitaba atender el jefe de la cárcel cosa alguna de las que estaban al cuidado de José, porque Jehová estaba con José, y lo que él hacía, Jehová lo prosperaba” (Génesis 39:23). En toda prueba se hallan algunos rayos de luz y algún alivio; pero la completa liberación muchas veces es retardada a causa de nuestra propia prisa por obtenerla. Dios debe ser el que satisface a su siervo, y no la liberación. En consecuencia, esta última es a menudo diferida hasta que no la veamos ni la esperemos más. Entonces nos es otorgada de una manera tan por encima de nuestra comprensión que ella nos hace apreciar el amor y el interés que nos fueron prodigados durante todo el tiempo de la prueba.
Las cualidades de José, como siervo de Dios que conoce sus pensamientos, primeramente fueron manifestadas de manera notable en su cárcel. Las pruebas, efecto de la enemistad del hombre, no detenían la verdad de Dios. Llegó la oportunidad para que se desarrollara, aparentemente en las más desastrosas circunstancias. El apóstol Pablo, en la cárcel, fue de bendición para el carcelero (Hechos 16:25-32). José, en la cárcel, también reveló al jefe de los coperos los designios de Dios; sin embargo, al parecer no tuvo razón en solicitar que intercediera por su liberación. Hubo que permanecer preso todavía durante dos largos años. De nuevo, aprendió que no se puede depositar la confianza en el hombre. Este prolongado encarcelamiento ciertamente lo afectó mucho, consciente de no haber hecho nada que lo mereciera. A él le podría parecer que Dios lo había olvidado.
Es penoso sentir que aquel que conoce nuestra situación no hace nada para ayudarnos. Esa fue la gran prueba de Job, porque le parecía que Dios no manifestó preocupación por él, y de Juan el Bautista cuando escuchó hablar en la cárcel sobre las obras de Cristo (Lucas 7:18-23). Los pensamientos de José no nos son dados a conocer, pero sabemos que Dios tenía un propósito en la prolongación de su encarcelamiento. “Hasta la hora que se cumplió su palabra, el dicho de Jehová le probó. Envió el rey, y le soltó; el señor de los pueblos, y le dejó ir libre” (Salmo 105:19-20). Cuán poco comprendemos que la rama que lleva fruto debe ser podada a fin de ser apta para la obra de Dios (compárese con Juan 15:2). La disciplina es necesaria para quitar del camino lo que no hemos procurado quitar; la poda nos hace despejar de todo aquello de que deseamos ser despejados.
José pasó por profundas pruebas desde el día en el cual dejó la casa de su padre, vestido con la túnica de diversas colores que era una señal del amor. A través de una notable serie de penas y ejercicios, aprendió que, a fin de ser apto para el servicio de Dios, uno debía reconocer que el favor del hombre era engañoso. De vez en cuando lo experimentó para comprobar que éste no le era de provecho en los momentos de necesidad; y lentamente, pero con seguridad, llegó a conocer lo que es de Dios y para Dios.
Por fin llegó la liberación. José apareció ante Faraón como siervo y testigo de Dios, en el sentido más elevado. Dio a conocer las cosas venideras, y recibió el honor y la posición a las cuales justamente tenía derecho, y que el mundo estaba obligado a concederle. Durante cierto tiempo, ignoró probablemente el trabajo que llevaría a cabo hacia sus hermanos, trabajo que quiso cumplir y que fue tan cruelmente rechazado. Iba a ser completamente otorgado y humildemente recibido. Durante todo ese tiempo, Dios obró en favor de su pueblo e hizo preparativos para él. Poco a poco, José lo aprendió y lo creyó.
De las diversas pláticas con sus hermanos, José aparece ante nosotros como el cuadro del hombre divinamente sabio, luchando contra las más hermosas emociones de su corazón. Reprimió la expresión de su afecto hasta que estuviese bien seguro de que el momento del desenlace haya llegado. Es conmovedor ver la ansiedad y la angustia que los afligió, con el propósito de asegurarles lo que su corazón tanto deseaba para ellos (Génesis 42 a 44). Su gran amor por ellos operó todo eso.
Examinando la conducta de José, vemos qué dominio vino a tener de sí mismo y cuán apto llegó a ser para el servicio al cual fue llamado a cumplir y a mantener. Qué momento para ese hombre, que tanto sufrió en su humillación y que luego se encontró en la cumbre del honor, cuando se echó llorando sobre el cuello de su padre (46:29). Qué camino de preparación tuvo que seguir antes de llegar a la cima de su vida y de su servicio. Por fin llegó el momento. Por gracia había sub-venido a todas las necesidades de sus hermanos, mostrando al mismo tiempo cuánto estaba a la altura de la misión que comenzó al principio de su carrera, que consistía en darles una justa idea del amor de su padre.
Para terminar, notemos la fe que lo había distinguido. Después de la alta posición que obtuvo en Egipto y del servicio que cumplió, vio, por la fe, más allá, una mejor y mayor herencia. Antes de morir “mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos” (50:24-25; Hebreos 11:22). Como fiel siervo, puso fin a su carrera dando testimonio del verdadero objeto de la fe. Durante su vida sirvió plenamente al pueblo de Dios según sus necesidades y, en el momento de su muerte, le hizo ver la única verdadera perspectiva y esperanza de sus almas, la heredad de la tierra prometida. Los beneficios del momento no debían oscurecer o interceptar esa esperanza. La fe se elevó por encima aun del resplandor de las cosas de la tierra. José sirvió fielmente a su pueblo hasta el fin, les mostró en su último suspiro la verdadera esperanza y el futuro camino para ellos.
Así terminó la carrera de uno de los más ejercitados y honrados siervos, después de grandes tristezas y de los mayores éxitos, después de una gran humillación y una gran elevación.
Es un estudio beneficioso para cada cristiano. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos.