3. La reforma de Josías
Los hechos del rey Josías se describen de manera detallada. Esto nos permite distinguir las diferentes etapas de su vida. Cuando tenía ocho años llegó a ser rey. A los dieciséis años comenzó a buscar a Dios. A los veinte años quitó los ídolos de su reino. A los veintiséis años comenzó su trabajo en la casa de Dios, ordenando su limpieza y restauración. Durante estos trabajos se reencuentra la ley de Dios. Su contenido sorprende profundamente al rey. Se humilla a sí mismo e insta al pueblo a renovar su pacto con Dios. Después de todo esto se celebra la pascua, como no lo había sido hecho desde los días de Samuel.
Sigue un largo silencio en la vida de Josías. El relato divino salta trece años de su reinado. Termina con el triste fin de este gran hombre, muerto durante una guerra en la que se había comprometido voluntariamente.
Todo esto contiene muchas enseñanzas para nosotros. A fin de aplicar este relato a nosotros y a nuestro tiempo, queremos dejar hablar a los acontecimientos y sacar de ellos principios que tienen gran importancia para nuestra vida práctica.
Conversión a Dios
“A los ocho años de su reinado, siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre” (2 Crónicas 34:3). Un adolescente de dieciséis años comienza a interesarse en Dios, mucho más, comienza a buscarlo. ¿Podemos buscar a Dios? En Romanos 3:11 leemos: “No hay quien busque a Dios”. ¿Cómo es posible entonces que Josías lo busque? Aquí aprendemos un principio importante de la forma de obrar de Dios para con los hombres. Aquel que comienza una obra en un hombre, es siempre Dios. En una conversación con uno de los más grandes teólogos de su época, el Señor Jesús dijo: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido” (Juan 3:8). Dios obra por su Espíritu en los hombres. La cuestión es saber si el hombre responde a esta acción o no. Podemos abrirnos a Dios, pero también podemos cerrarnos. Josías no dejó pasar la oportunidad de su vida. Se abrió a Dios y comenzó a buscarlo.
Podemos hacer una aplicación de esta circunstancia a la conversión de un hombre. En el lenguaje del Nuevo Testamento, un joven de dieciséis años, por convicción personal, se convierte a Dios. Comienza a ser responsable de su propia vida y a entrever en cierta medida las consecuencias de sus acciones. Con dieciséis años, llega a ser un joven adulto que toma decisiones importantes de manera autónoma. ¿No debería cada uno primero preguntarse si ya tomó la decisión más importante de su vida? Esto no quiere decir que no pueda o que no deba convertirse más joven. Muy al contrario, cuanto más pronto lo haga, mejor. Tampoco es demasiado tarde para una persona mayor convertirse. Pero cada joven adulto debería hacerse seriamente la pregunta: ¿Estoy en regla con Dios?
Los jóvenes se interesan en muchas cosas. El mundo de los adultos se presenta ante ellos con toda clase de actividades que requieren de su parte mucha preparación y esfuerzo. El mundo profesional también aparece con sus exigencias. Hay orientaciones a tomar. Hace falta, pues, determinar las prioridades. ¿Está clara ante nosotros la decisión más importante de nuestra vida? ¿Nos hemos vuelto todos hacia Dios? Nada hay en la vida que tenga un alcance mayor. La conversión es un acontecimiento de una importancia decisiva. Nuestra historia a los ojos de Dios comienza verdaderamente en ese momento.
Por la conversión nos apartamos conscientemente de nuestra vida pasada y, al mismo tiempo, nos volvemos a Dios. Es una decisión que cada uno debe tomar personalmente para sí mismo. Incluso los niños o los jóvenes que han crecido en una familia creyente necesitan en su vida ese día «D» en el que toman esta decisión. Me dirijo muy directamente a cada uno de ustedes: Nadie puede vivir de la fe de sus padres o de sus abuelos. Ni siquiera una apariencia piadosa sirve de algo. Uno puede asistir a la escuela dominical, a todas las reuniones cristianas domingo tras domingo, cantar en el coro de la iglesia, comprometerse en actividades para los jóvenes y hacer muchas otras cosas. Pero si no se ha tomado una decisión firme por el Señor Jesús, no nos habremos acercado un solo paso a Dios. Le damos gracias a Dios si nos ha dado padres creyentes que nos mandaron a la escuela dominical. Le damos gracias por permitirnos ir a las reuniones domingo tras domingo. Pero no nos quedemos ahí. Pensemos en Josías, que empezó a buscar a Dios personalmente. Eso es lo decisivo. Dios se deja encontrar solo en la persona de su Hijo. Aquel que tiene al Señor Jesús ha encontrado a Dios, lo conoce incluso de manera diferente de como lo conoció Josías. Lo conoce como Padre en el Señor Jesús. No aplacemos más esta decisión tan importante. También hay un «demasiado tarde». Entonces la oportunidad se pierde para siempre, y no queda otra cosa que el juicio eterno.
Purificación y separación
La conversión es el punto de partida de la vida cristiana. Ella hace pensar en el disparo que marca la salida de una competición. Así el apóstol Pablo compara repetidas veces nuestra vida cristiana con una carrera. La salida seguramente es importante, pues sin ella la carrera no puede tener lugar. Pero, en circunstancias normales, ningún corredor pensaría en interrumpir su carrera justo después de la salida. Hará todo lo posible para llegar a la meta, y si es posible primero. ¿Por qué, nosotros cristianos, nos comportamos frecuentemente de otro modo? Nos contentamos con ser salvos y escapar del juicio eterno. Y por lo demás, procuramos sacar el máximo beneficio de este mundo.
Josías pensó diferentemente. A la edad de veinte años comenzó a poner orden, y eso de forma profunda. En su reino había muchas cosas que no respondían a los pensamientos de Dios. Quizás pretenderíamos hoy poner como excusa que se trataba de viejos problemas que había heredado de sus padres. Jerusalén, Judá, como también el antiguo territorio de las diez tribus estaban llenos de idolatría. Las raíces de ese mal se remontaban al rey Salomón, que hacia el final de su vida había comenzado a servir a dioses extranjeros. Desde ese tiempo, el culto a los ídolos siempre ha estado presente en Judá e Israel. Josías tenía, pues, un motivo para limpiar todo eso y no resignarse. Leemos: “A los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas” (2 Crónicas 34:3). Los versículos 4 a 7 dan luego una descripción detallada de esta actividad de Josías, ejecutada en su entorno más cercano.
Nuestra vida también debe conocer una obra de purificación similar. En nuestra conversión, no hemos llegado a ser perfectos y sin mancha. Al contrario, comprobamos pronto que nuestra vieja naturaleza (la carne) no ha cambiado. Por eso necesitamos continuamente esta purificación personal. No es un acto único, sino un proceso permanente. En Josías, esta purificación era una condición para continuar su reforma. Si queremos estar a disposición de Dios, es importante también para nosotros probarnos en su luz, mediante la lectura asidua de la Escritura, para ver si hay en nuestra propia vida algo que nos mancha y que debemos rechazar.
Estos ídolos, que Josías rechazó tan enérgicamente, ¿en qué nos hacen pensar? Quizá nos inclinemos rápidamente a imaginar que tales ídolos ya no existen en nuestra época. ¡No nos engañemos! A pesar de todas las pretendidas luces, nuestros países cristianizados están sobre la mejor pendiente para recaer en la idolatría. Aquel que se informa por poco que sea de las ideologías provenientes de Extremo Oriente, y de lo que, por ejemplo, el movimiento de la Nueva Era quiere hacernos creer, solo puede comprobar con horror a qué nueva idolatría se consagran muchos hombres. Encontramos diversos rasgos en los más variados ámbitos, especialmente en medicina, en otras ramas de la ciencia, la cultura, la música, la economía, la política. Estas esferas, en sí «neutras», son empleadas como vectores de esta ideología oculta. Muchos puntos pueden parecernos inocentes e inofensivos. Pero estemos atentos. Satanás siempre empieza por algo sin importancia. Y antes de que seamos conscientes, nos mantiene con firmeza. En particular cuando se trata de ocultismo, los primeros pasos parecen a menudo completamente anodinos y sin peligro. Por esta razón debemos estar especialmente vigilantes.
Además, la evolución anunciada no debe sorprendernos demasiado. Los lectores de la Biblia saben que, después del arrebatamiento de los creyentes para estar con el Señor Jesús, este mundo conocerá el más terrible desarrollo de la idolatría que Satanás haya jamás puesto en escena. Surgirá un hombre, se sentará en el templo de Dios en Jerusalén y pretenderá ser Dios (2 Tesalonicenses 2:4). Será la idolatría en su más alto nivel. Hoy evidentemente podemos discernir las sombras. Por ello, necesitamos tener los ojos abiertos y un corazón vigilante para no tropezar con las piedras que Satanás quiere poner en nuestro camino.
La purificación efectuada por Josías también nos hace pensar en otro principio importante que encontramos en toda la Biblia, el principio de la separación del mal. Mezclarse con el mundo, es abrir una puerta a la idolatría. Los pueblos que rodeaban a Israel eran idólatras y Satanás usa desde hace mucho tiempo la siguiente astucia: mezclar el pueblo de Dios con sus vecinos y sus principios, sus maneras de obrar y sus ideologías. Hoy en día todavía Satanás utiliza esta antigua astucia con éxito. Por eso, el apóstol Pablo nos advierte: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:14-18).
Una alianza con el mundo conduce fácilmente a la idolatría que nos contamina. Debemos guardarnos de ello. Esta mezcla puede estar relacionada con cosas visibles, exteriores. Esta manera de adaptarse al mundo pronto se evidenciará en pleno día. En cambio, la asociación con los principios o las formas de pensar de este mundo es más sutil. Se trata de cosas invisibles. En Romanos 12:2 somos exhortados: “No os conforméis a este siglo”. Esta disposición, ¿no es una realidad presente? ¿Pertenece a otra época? ¡De ninguna manera! Relacionamos con frecuencia este pasaje exclusivamente con cosas exteriores; por tanto, no es por casualidad que continúa hablando de la renovación del entendimiento (es decir de la inteligencia y de los pensamientos). Aquí se trata de discernir “cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Nuestra manera de pensar, como cristianos, está influenciada por el mundo, sin que quizá lo queramos o lo notemos. Esto ya empieza cuando vamos a la escuela desde niños y prosigue a lo largo de toda la vida.
¿Qué conviene hacer? ¿Debemos retirarnos del mundo? Algunos lo pensaron y fueron a encerrarse en conventos. Pero esa no puede ser la solución. Tenemos trabajos para hacer en este mundo y somos dejados en él como testigos. Estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Necesitamos una separación clara de los principios de este mundo, lo cual se efectúa en nosotros volviéndonos al mismo tiempo hacia el Señor Jesús. Si nos retiramos del mundo sin volvernos hacia el Señor Jesús, nuestra vida no tendrá sentido ni sustancia. Pero este estado no podría perdurar, pues no podemos vivir en un «vacío». En cambio si el pensamiento de nuestro Señor y Salvador nos llena, los principios de este mundo no encontrarán ni punto de anclaje ni lugar en nuestra vida.
Los ídolos en el Antiguo Testamento tomaban el lugar que correspondía a Dios. En lugar de adorar a Dios, se servía a los ídolos. ¿Podemos hacer una aplicación a nuestro tiempo y a nuestras circunstancias? Yo lo creo. El apóstol Juan nos pone en guardia: “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1 Juan 5:21). Al Señor Jesús le gustaría tener la preeminencia en nuestra vida. Debe tener en todas las cosas el primer lugar. Nuestra relación con él debe determinar y regular todas nuestras demás relaciones. Pero, ¿no hay aquí o allí algo en mi vida que quiere disputarle el primer lugar? ¿Qué significado pueden tener los ídolos en la vida de un muchacho de dieciséis años? ¿Será el deporte, o la música? ¿Y en la vida de un joven adulto de veinte años? ¿Será el auto, o la moda? ¿Cuáles pueden ser los ídolos en la vida de una persona de treinta años? ¿La carrera profesional, la familia? ¿Qué puede llegar a ser un ídolo en la vida de los mayores de cincuenta años? ¿El jardín, el acondicionamiento de la casa? Seguramente que lo hemos observado: no se trata de saber si algo es bueno o malo. Todos los ejemplos mencionados no representan forzosamente algo malo en sí, mientras no tomen el primer lugar en mi vida. En el mundo se dice que lo mejor a menudo es el enemigo del bien. Así las cosas de este mundo, inocentes en sí mismas, pueden transformarse para nosotros en ídolos si llegan a ser más importantes que el Señor Jesús, o si las practicamos fuera de la comunión con él.
¿Qué hacer si, ejerciendo el juicio sobre nosotros mismos, comprobamos que hay faltas? Seguir el ejemplo de Josías y arrepentirnos. Lo que Josías hizo no lo fue exteriormente y con ligereza. No solo pulió la superficie, sino que fue hasta el fondo de las cosas. Así deberíamos separar todo lo que de un modo u otro nos aleja del Señor Jesús. Eso nos llevará a volvernos hacia él y a consagrarnos a él. Es la finalidad de una separación verdadera y bíblica. Alguien dijo que una separación que no nos conduce al Señor es siempre una falsa separación.