Una búsqueda de Dios
La consecuencia inmediata de la humillación es llevarnos a buscar a Dios y sus pensamientos. Josías quería informarse sobre lo que había leído en el libro de la ley y que lo había echado a tierra. Quizás podríamos preguntarnos por qué obró así. La ley de Dios ¿no era bastante clara? ¿No había hecho Dios conocer en ella sus pensamientos de manera inequívoca? De hecho, por una parte Josías se había enterado de los mandamientos y ordenanzas de Dios, pero, por otra, también había leído lo que sobrevendría si no se obedecía la voluntad de Dios. Sabía que la ira divina estaba anunciada en la ley y que debía recaer sobre aquel que no se sometía a sus mandamientos. ¿Por qué, pues, buscar a Dios todavía?
Con esto aprendemos que Josías, en su humillación, tenía confianza en Dios. La ley (admitiendo que se trate de los cinco libros de Moisés) decía claramente lo que Dios esperaba. También hablaba de juicio. Pero la ley declaraba igualmente que Dios espera el arrepentimiento. Dios es un Dios paciente y misericordioso.
Hay aquí una enseñanza para nosotros. Dios nos ha dado su Palabra. Encontramos en ella su voluntad para nuestra vida. Pero Dios no se detiene allí. También nos ha dado la posibilidad de orar. Aunque conozcamos la voluntad de Dios, podemos hablarle mediante la oración. La Palabra de Dios y la oración no pueden ser separadas. Dios nos habla y nosotros podemos hablarle. Es maravilloso. Apliquemos esto a la conversión. ¿Qué pensaríamos de un hombre que simplemente reconoce todo lo que Dios dice de él, es decir que es un pecador, que por eso merece el juicio de Dios y que va camino a la perdición, pero que también Dios le ofrece la salvación por Jesucristo para que escape de ese juicio? Aquel que se queda en esto, no avanza mucho. Recibir lo que Dios dice en su Palabra empuja al hombre a ejercicios de corazón y a combatir en la oración. Se dirige a Dios, y entonces recibe el perdón.
El mismo principio es valedero para cualquier despertar en nuestra vida cristiana. Dios revela a nuestro corazón algo que no está en orden. Nos vemos a la luz de la Biblia y naturalmente nos volvemos hacia Dios en oración, para hablarle. Un siervo del Señor dijo con ra-zón: «Cualquier humillación se produce por la Palabra de Dios y echa al hombre en los brazos de Dios». Este principio general es valedero cada vez que los hombres se ven a la luz de la Palabra de Dios, ya sean creyentes o no.
Puede que, leyendo la Biblia, un versículo nos alcance como una flecha en el corazón y nos haga discernir un error en nuestra vida. Por más que veamos, tal vez en seguida, claramente lo que Dios espera de nosotros ahora y lo que debemos hacer, hablaremos con Dios si estamos en un buen estado.
La respuesta de Dios
Josías envía al sacerdote Hilcías y a algunas otras personas de confianza a una profetisa para averiguar la voluntad de Dios. En esto comprobamos, por una parte, que este hombre del Antiguo Testamento no tenía, como tenemos nosotros hoy, entrada directa al trono de la gracia. Nosotros podemos dirigirnos directamente a nuestro Dios y Señor sin tener necesidad de un «intermediario». Por otra parte, esta conducta de Josías también nos da una enseñanza: Josías era joven y buscaba consejo cerca de personas que tenían más experiencia y podían ayudarlo en su vida de fe. ¿Conocemos nosotros —si somos aún relativamente jóvenes— esos hermanos y hermanas que están dispuestos a ayudarnos? Y ¿estamos dispuestos a dejarnos ayudar? Dios pone alrededor de nosotros a hermanos y hermanas que pasaron con el Señor experiencias de las cuales podemos seguramente beneficiarnos. Claro, cada uno debe vivir su propia vida de fe, pero bien podemos recurrir a la ayuda de hermanos y hermanas que Dios nos da. Los mayores, al contrario, se examinarán para saber si son capaces y están dispuestos a ayudar a los más jóvenes que tienen preguntas y no ven claro sobre un punto u otro. Para este intercambio de pensamientos, hace falta una relación de confianza, producida con comprensión a la cual las dos partes pueden igualmente contribuir.
Observemos todavía que Dios da la respuesta por intermedio de una mujer. Este hecho nos muestra por una parte, como en Jueces 4, que el pueblo de Dios se encontraba en un estado general de gran debilidad, y, por otra, es un estímulo para las hermanas. En ciertas ocasiones, las hermanas tienen una visión más clara de la voluntad de Dios que los hermanos, y pueden ser de ayuda. En el tiempo de Josías, también había profetas (por ejemplo Jeremías, que no obstante era aún muy joven). El Nuevo Testamento delimita muy claramente el cuadro de actividad de las hermanas. Eso nada cambia al hecho de que las hermanas puedan (y debieran) tener un conocimiento profundo de los pensamientos de Dios, y que les está permitido venir en ayuda de otros.
La respuesta de la profetisa Hulda nos conduce a un muy importante principio en relación con los caminos de Dios para con sus hijos. Notemos que el mensaje que ella da a Josías consta de dos partes. Primero, habla de manera más bien impersonal del “varón que os ha enviado a mí” (2 Crónicas 34:23). A él se le anuncia el juicio merecido por las malas acciones del pueblo de Dios. El juicio de Dios debía alcanzar a Jerusalén, porque ella había abandonado a Dios y había quemado el incienso a otros dioses. Luego, la profetisa habla personalmente. Se dirige directamente de parte de Dios “al rey de Judá, que os ha enviado” (v. 26). Esta parte del mensaje exhala la gracia y la misericordia de Dios, porque distinguió perfectamente la humillación de Josías.
Si hacemos la aplicación a lo que concierne a nosotros, vemos, por un lado, el gobierno de Dios y, por otro, su gracia. Hay un gobierno de Dios en la vida de los creyentes. El apóstol Pablo lo expresa así: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). No podemos limitar esta declaración a los incrédulos. La aplicación a creyentes es seria, y no queremos sustraernos de ella. En el gobierno de Dios hacia nosotros, sufrimos las consecuencias de nuestros actos. Pero la gracia de Dios también está ahí. Sabía exactamente que, en esta situación, Josías necesitaba consuelo y ánimo. Por eso, Josías escuchó estas palabras de Dios llenas de misericordia. El juicio anunciado iba a venir (y vino poco tiempo después), pero no tocaría a Josías. Este no vería la miseria que iba a caer sobre Jerusalén, sino que antes moriría en paz. Así también nosotros, siempre podemos tener recursos en la gracia de Dios. Esta es inagotable. Sin embargo, debemos guardarnos de tomarla como pretexto para desafiar a Dios. En eso también tenemos la palabra de Pablo: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera” (Romanos 6:1-2).
Ninguna marcha en solitario
La humillación de Josías y la respuesta que Dios le da, no dejan de tener consecuencias visibles. El rey no se conforma con el hecho de que Dios le haya concedido su gracia para él. Tranquilamente podría haber descansado, sabiendo que si el juicio de Dios venía con certeza, él mismo sería salvado. Josías no prosigue su quehacer cotidiano, tranquilo y contento. Al contrario, desarrolla otras actividades. Vemos que, desde ese momento, ve su responsabilidad por el pueblo, y quiere volver a traerlo al pacto de Dios. Hasta entonces se había comprometido en una amplia medida solo, es decir había obrado para sí mismo. Ahora comprende que está unido a su pueblo. Toma la iniciativa y los demás siguen.
Todo esto tiene abundantes enseñanzas para nosotros. Sabemos por los escritos proféticos del Nuevo Testamento cómo habrá de evolucionar la cristiandad y cuál será el fin del testimonio cristiano en la tierra. El juicio está anunciado y queda muy poco tiempo antes de que el Señor vomite de su boca a la iglesia impía (Apocalipsis 3:16). ¿Qué hacemos de esta certeza? ¿Nos hemos habituado al contexto que nos rodea? ¿Nos abandonamos con indiferencia a nuestras ocupaciones cotidianas tranquilizándonos por el pensamiento de que ese juicio no nos concierne? ¿O quizás hasta preferimos vivir como cristianos solitarios sin inquietarnos de lo que ocurre a nuestro alrededor? Tenemos una doble responsabilidad. Por una parte para con los hombres perdidos, que aún no han oído y mucho menos recibido la Palabra de la cruz. Pero por otra parte —y es este aspecto el que tenemos aquí— para con los creyentes, en quienes el afecto de su corazón no arde —o ya no lo hace más— por el Señor.
El ejemplo de Josías debe animarnos. No se plantea la cuestión de saber si Dios quiere aún dar un despertar, ni si sus fuerzas serán suficientes para volver a traer al pueblo al pacto. No pesa los pro y los contra, ni se pregunta si eso vale la pena. No, Josías actúa. Presenta la Palabra ante el pueblo.
El verdadero cristianismo consta de un aspecto individual y de otro colectivo. Cada cristiano tiene una relación personal con su Señor y puede regocijarse. Pero también es verdad que Dios nos ha puesto juntos y que, por consiguiente, podemos —y debemos— andar juntos. Para este camino colectivo tenemos necesidad de motores que impulsen a los demás. ¿Estamos dispuestos a ser tales motores o a llegar a serlos? Sabemos muy bien que el juicio viene. Igualmente sabemos que no será nuestra tarea reformar toda la cristiandad, ni tampoco el mundo. Dios habla hoy como entonces al individuo. No debemos, pues, ni callar ni aceptar con resignación el hecho de que el juicio viene sobre el conjunto. Al final del tiempo de la gracia, podemos hacer una cosa: presentar la Palabra de Dios.
Josías obró de manera que todos los que estaban en Judá y Jerusalén oyesen la palabra del libro del pacto (2 Crónicas 34:30). A Timoteo le fue dicho: “Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Timoteo 4:2). Esta exhortación también es para nosotros. Debemos llevar el mensaje de Dios tanto a los incrédulos como a los creyentes. Los incrédulos deben oírlo para ser conducidos al nuevo nacimiento, los creyentes, en cambio, para hacerlos volver a los principios fundamentales de la Biblia.
Josías da aún un paso más. No se preocupa solamente por hacer oír la Palabra a los habitantes de Judá y Jerusalén, sino que quiere también restaurar sus relaciones con Dios. “E hizo que se obligaran a ello todos los que estaban en Jerusalén y en Benjamín; y los moradores de Jerusalén hicieron conforme al pacto de Dios” (2 Crónicas 34:32). Este pacto nos habla de la relación del pueblo con su Dios. El profeta Jeremías, contemporáneo de Josías, podía decir al pueblo: “Arad campo para vosotros” (Jeremías 4:3). También es importante para nosotros. Nuestra relación con Dios siempre debería ser actual e intensa. Cada vez que algo se ha intercalado, debemos reactivar esta relación. Claro que no podemos perder nuestra cualidad de hijos de Dios, pero podemos perder el gozo práctico y el regocijo de ella.
Además, Josías no desea solo una restauración exterior. Sabe cuán importante es que el corazón y el alma estén implicados (2 Crónicas 34:31). Un despertar producido por el Señor no se efectúa en la cabeza. Podemos estar agradecidos a Dios si nos da la capacidad de pensar de manera clara y lógica para comprender su Palabra. Pero eso no es condición ni garantía de la calidad de nuestra relación con él. El terreno nuevo es desbrozado, no en la cabeza, sino en el corazón y en el alma, es decir en nuestro ser interior. Nuestros corazones deben arder de amor por el Señor y apegarse a él.
El libro del profeta Jeremías nos muestra que el despertar de los días de Josías no fue desgraciadamente muy profundo (véase Jeremías 3:10, por ejemplo). Sin embargo, Josías se aplicó a él con todos sus esfuerzos. Para él, valía la pena aun si solo un pequeño número de personas volvían realmente a Dios de todo su corazón. No es de otra manera hoy. ¿Bajaríamos los brazos por eso? No, ningún esfuerzo es vano cuando se trata de hacer arder nuestros corazones por el Señor. Al final de la época cristiana, tenemos ante nosotros, no una causa, sino una persona: nuestro muy amado Señor.
La pascua a Jehová
Ahora llegamos al final del tiempo de la reforma de Josías. Se celebra la pascua. Es una pascua particular. El cronista, bajo inspiración divina, la caracteriza con estos términos: “Nunca fue celebrada una pascua como esta en Israel desde los días de Samuel el profeta; ni ningún rey de Israel celebró pascua tal como la que celebró el rey Josías, con los sacerdotes…” (2 Crónicas 35:18).
El hecho de que Josías celebrase la pascua nos muestra en primer lugar que siguió progresando interiormente. No se contentó con lo que había logrado, sino que ahora comprende que Dios tiene exigencias y espera que su pueblo le traiga algo. Por eso, expresamente se dice desde el principio del relato que se trataba de una pascua celebrada “a Jehová” (35:1).
Antes de sacar enseñanzas para nuestro tiempo de este episodio de la vida de Josías, observemos brevemente cuál es el significado de la pascua. Para esto precisamos diferenciar con cuidado dos cosas. Primero debemos ver el alcance directo de la pascua para Israel, y la aplicación que podemos sacar para nosotros. Segundo, debemos distinguir entre la pascua celebrada en Egipto por vez primera (Éxodo 12), y las celebraciones hechas después por el pueblo de Dios en el desierto y en el país. Para el pueblo de Israel, la pascua en Egipto era el comienzo de un nuevo orden de cosas. Dios quería liberar a su pueblo de la servidumbre de Faraón y la pascua era el punto de partida. Cuando el juicio alcanzaba al país de Egipto, los israelitas se encontraban protegidos por la sangre del cordero pascual. Dios les había dado la pascua como recuerdo de su salida de Egipto y de la liberación operada por él, como estatuto perpetuo (Éxodo 12:24). Debían celebrarla cada año (Levítico 23:5).
En relación con nosotros, podemos distinguir tres aspectos de la pascua:
- Primero, la pascua en Egipto nos recuerda el Gólgota. El cordero pascual es sin duda una figura del Señor Jesús, el Cordero de Dios cuya sangre fue vertida en la cruz cuando fue muerto (véase 1 Corintios 5:7).
- Segundo, vemos en imagen, en la historia de la pascua en Egipto, cómo un hombre se pone bajo la protección de la sangre del Señor Jesús para recibir el perdón de sus pecados y ser guardado del justo juicio de Dios (véase Juan 6:53-54).
- Tercero, y es lo que tenemos ante nosotros, las celebraciones anuales de la pascua nos muestran algo de lo que hacemos cuando nos reunimos para partir el pan. Por cierto que no celebramos la pascua, sino que, de la manera que los israelitas siempre recordaban lo que se había hecho por ellos en Egipto, así también nosotros siempre recordamos lo que el Señor Jesús cumplió en la cruz. A pesar de todas las diferencias que hay entre ambas instituciones, encontramos algunos paralelos que nos permiten, con toda la prudencia requerida, hacer la aplicación de estas celebraciones anuales de la pascua con el partimiento del pan, lo cual también es válido para la pascua que celebró Josías.
¿Qué había de particular en la pascua celebrada bajo el reinado de Josías? Numerosas pascuas se habían celebrado durante los reinados de los reyes de Judá. El hecho en sí no tiene nada especial. Lo que la caracteriza es, por una parte, el momento y, por otra, la manera en la cual se celebra. En lo que concierne al momento, tiene lugar al final del tiempo de los reyes de Judá. Pocos años después, debía ejecutarse el juicio. Y precisamente en ese momento la pascua se celebra como nunca lo había sido bajo ningún otro rey. Aquí vemos un principio importante y, al mismo tiempo, un gran aliento. Aunque vivamos al final del tiempo del testimonio cristiano, no conviene decir que todo va automáticamente de mal en peor. Es una gracia particular de Dios que, incluso en los días más oscuros, casi al final del tiempo de la gracia, podamos obrar según sus pensamientos respecto a la cena del Señor y gozar de las bendiciones asociadas a ella.
¿Por qué Josías se vio tan afligido con esta pascua? Aquí también vemos en él a un hombre que no se resignaba. Un comentarista de la Biblia escribió: «Si Josías hubiera estado influenciado por la mente y los principios de nuestro tiempo, no habría buscado celebrar la pascua. Se habría cruzado de brazos…». ¿Y nosotros? ¿Vale la pena todavía, en los tiempos del fin en que vivimos, buscar la voluntad de Dios en relación con el partimiento del pan? ¡Con seguridad que vale la pena! Los pensamientos de Dios no han cambiado y todavía hoy tenemos la posibilidad de celebrar el memorial tal como él lo instituyó al principio. Simplemente no tenemos derecho de aducir la excusa de que todo es muy débil y que va de mal en peor. La historia de Josías está allí para alentarnos.
Considerando la manera en que Josías y el pueblo celebran la fiesta, también nosotros podemos aprender muchas cosas.
Primero, es sorprendente leer —y en eso vemos de nuevo una característica de Josías—: que todo fue ejecutado según las prescripciones que Dios había dado por medio de Moisés (2 Crónicas 35:4, 6, 12-13). Se tuvo en cuenta la Palabra de Dios y se la respetó. En este detalle Josías fue aún más lejos que, por ejemplo, Ezequías, quien también celebró una gran pascua. Ezequías la celebró el decimocuarto día del segundo mes (2 Crónicas 30:15). Dios había dado esta posibilidad en caso de impureza (Números 9:9-11), pero el pensamiento de Dios era de hecho que la pascua se celebre el primer mes (mes de Abib; véase Deuteronomio 16:1). Del mismo modo, en cuanto al partimiento del pan Dios ha dado instrucciones claras. No dejó nada librado a nuestra fértil imaginación en cuanto a la manera de reunirnos para recordar al Señor. ¿Estamos dispuestos a someternos a los pensamientos de Dios, o creemos saber más? Se trata de la cena del Señor y también de su mesa. Es él quien decide. Él espera que nos reunamos para partir el pan, pero también cuenta con que lo hagamos según sus pensamientos. ¡Cuánto nos habla la obediencia de Josías!
Segundo, encontramos aquí la idea de la santidad. A pesar de las numerosas disposiciones ya tomadas, la purificación de la casa de Dios y la renovación del pacto por el pueblo, Josías convoca a la santidad a los levitas que iban a sacrificar la pascua (2 Crónicas 35:3-6). Evidentemente, le concede mucha importancia. Sobre ese aspecto, los pensamientos de Dios tampoco han cambiado. ¿Conocemos aún algo de esta santidad vinculada a la mesa del Señor? Somos un sacerdocio santo y hemos sido hechos capaces de ejercer un sacerdocio espiritual en el santuario. Pero eso no es suficiente, porque el Señor también espera que nos presentemos ante él con santidad práctica. Esta santidad se refiere, por una parte, a nuestra conducta y, por otra, a nuestras asociaciones.
Tercero, observamos la liberalidad (2 Crónicas 35:8). El Señor no nos fuerza a reunirnos para recordarlo y partir el pan. Igualmente en la adoración vinculada a la mesa del Señor, no hay obligación, sino que espera espontaneidad. El Señor Jesús dice a la mujer del pozo de Sicar: “El Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23). El Padre no ordena la adoración, sino que la busca. Este pensamiento, ¿no toca nuestro corazón? ¿Acaso querríamos dejarle buscar en vano? ¿Querríamos rechazar la invitación de nuestro Señor: “Haced esto en memoria de mí”? ¿Cuánto tiempo más lo hará usted esperar?
Cuarto, vemos que la fiesta de la pascua no estuvo limitada a los moradores de Judá y de Jerusalén. Se nos dice expresamente quiénes celebraron la fiesta: “Josías, con los sacerdotes y levitas, y todo Judá e Israel, los que se hallaron allí, juntamente con los moradores de Jerusalén” (2 Crónicas 35:18). La pascua no solo era una fiesta de conmemoración, sino que, era a la vez un símbolo de la unidad del pueblo de Dios. Encontramos estos dos aspectos en el pan que partimos. Lo partimos en memoria de nuestro Señor y de su obra (1 Corintios 11:24), y el pan sobre la mesa es la expresión de la unidad de todos los hijos de Dios (10:17). Cuando nos reunimos a la mesa del Señor para partir el pan, lo hacemos sobre el terreno de la unidad del pueblo de Dios. ¿No es, precisamente en un tiempo de separación y aflicción, una magnífica posibilidad de dar testimonio a la unidad que mantiene juntos a todos los hijos de Dios?
Podemos representarnos el gozo de los hijos de Israel en tiempos de Josías. Pensaron en lo que habían pasado en Egipto, y se regocijaron de celebrar la fiesta de la memoria como Dios lo quería. Nosotros también podemos tener este gozo cada vez que pensamos en la obra de nuestro Redentor en la cruz. No olvidamos que hay muchos temas de aflicción, pero no dejamos que la tristeza nos quite el gozo que sentimos cuando nos reunimos para partir el pan. El Señor nos da, precisamente en estos últimos días, la posibilidad de anunciar su muerte tal como él desea que lo hagamos. Pero para eso, es necesario que conozcamos sus pensamientos y que estemos dispuestos a ponerlos en práctica. Venir a la mesa del Señor el domingo ya no es para nosotros el simple cumplimiento de un deber, sino que somos conducidos por el deseo siempre renovado de nuestros corazones.
Josías encontró el camino trazado por Dios para darle lo que le corresponde. ¿Lo hemos encontrado también nosotros?