“¿No sabéis qué dice de Elías la Escritura?”
(Romanos 11:2)
Prefacio
Cuando meditamos sobre el camino de Elías a través del mundo apóstata de su época, bien podemos exclamar, valiéndonos de las palabras de otro: «¡Qué carrera la tuya, Elías! sembrada de pruebas y de luchas contra la muerte, pero llena de conocimiento acerca del corazón de Aquel a quien servías para tu gozo y tu gloria; ¡una carrera empezada con secreta oración y con confianza en Dios y terminada en un carro de fuego que te condujo a él!» Mientras avanzamos hacia la gloria, a través de un mundo ya invadido por la sombra de la gran apostasía, ojalá que podamos andar, como Elías, separados del mal, dependientes de Dios y consagrados a él, en tanto esperamos ser llevados a la gloria cuando venga el Señor.
1. Acab
El mensaje de Dios (1 Reyes 17:1)
Elías, profeta del Dios vivo, empieza su ministerio público en los más sombríos días del pueblo de Israel. Está encargado de despertar las conciencias y de reconfortar el corazón del pueblo de Dios en los días de ruina. Primeramente debe llevar al desfalleciente pueblo de Dios a tener noción de sus responsabilidades, aplicándoles la palabra de Dios a sus conciencias. Luego alentará a los fieles elevando sus pensamientos por encima de la ruina que les rodea y sostendrá sus corazones presentándoles las glorias venideras.
Por cierto que es este ministerio el que conviene en un tiempo de ruina. Cuando todo está en orden en el pueblo de Dios, el don de profecía no es necesario, ¡no hay por qué ejercerse! Se ha hecho notar que en los gloriosos días de Salomón no había ningún profeta. Todo estaba en orden; el rey, en su trono, administraba justicia; los sacerdotes y los levitas se dedicaban a su servicio y el pueblo estaba en paz. Pero cuando todo cayó en el desorden, como consecuencia de las faltas y de la desobediencia del pueblo de Dios, entonces, por gracia de Dios, el profeta entra en escena. El mal, en el pueblo de Dios, indefectiblemente debe encontrar Su juicio, pues Dios es veraz y reivindica la gloria de su nombre. Pero Dios no castiga a un pueblo, cualquiera sea su iniquidad, sin haberle enviado un testimonio. Es la misma gracia de Dios la que suscita al profeta en un día de ruina.
Los caminos de Dios no han cambiado hoy en día. Algunos piensan que el don de profecía se limita a la predicción de acontecimientos futuros; como conclusión sostienen que el don de profecía ya no existe. Es verdad que la revelación de Dios está completa y que la Palabra de Dios nos comunica todo lo que necesitamos saber respecto al porvenir; pero eso no significa de ninguna manera que el don de profecía haya terminado. El Nuevo Testamento muestra con toda evidencia que Dios estima en sumo grado este don. En 1 Corintios 14 leemos: “Seguid el amor; y procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis”, pues “el que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación” (v. 1, 3). En los días de ruina, debilidad y faltas del pueblo de Dios, es esencial despertar la conciencia de los creyentes, consolar sus corazones y avivar sus afectos hacia Aquel que va a venir. Quien pueda hablar así “a los hombres para edificación, exhortación y consolación”, será un verdadero profeta.
Elías era un verdadero profeta de Jehová. Nunca antes el pueblo de Dios se había degradado a tal punto. Cincuenta y ocho años habían pasado desde la división del reino en dos después de la muerte del rey Salomón. Durante este período, siete reyes se habían sucedido, y todos, sin excepción, fueron hombres malvados. Jeroboam había hecho pecar a Israel con los becerros de oro (1 Reyes 12:28). Nadab, su hijo, “hizo lo malo ante los ojos de Jehová, andando en el camino de su padre” (15:26). Baasa era un asesino; Ela, su hijo, un borracho; Zimri, un traidor y un asesino (15:28; 16:9-10). Omri era un aventurero que se apoderó del trono e hizo peor que todos sus predecesores (16:16-17, 25). Y Acab, su hijo, todavía lo superó (16:30); tomó por mujer a la malvada e idólatra Jezabel y llegó a ser el jefe de la apostasía. En su tiempo, todo vestigio de culto público a Jehová desapareció del país. La idolatría se generalizó. Los becerros de oro eran adorados en Bet-el y en Dan; la casa de Baal estaba en Samaria; las imágenes de Asera (la diosa madre cananea) estaban por todas partes y los profetas de Baal ejecutaban sus ritos idólatras públicamente.
En el seno de esta época de tinieblas y de degradación moral, un testigo del Dios vivo, solitario pero notable, entra en escena. Elías tisbita afronta públicamente al rey, anunciando un juicio inminente: “Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra”. Las primeras palabras del profeta indican al rey que el Dios vivo le habla. Elías es encargado de transmitir de su parte un mensaje muy poco agradable al hombre más poderoso del país. Consciente de estar ante el Dios vivo, Elías es liberado de todo temor cuando se encuentra frente al rey apóstata.
Muchos años antes, Dios había dicho a Israel por boca de Moisés: “Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos; y se encienda el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia” (Deuteronomio 11:16-17). Este solemne aviso no había producido efecto. La idolatría había existido casi sin interrupción desde los días de Moisés y se había desarrollado hasta llegar a ser universal. Dios había dado prueba de paciencia durante mucho tiempo, pero la idolatría del país había provocado “la ira de Jehová Dios de Israel” (1 Reyes 16:33) y el juicio anunciado desde hacía mucho tiempo iba a cumplirse. No habría “lluvia ni rocío”, sino por palabra del profeta. Dios quiere así cumplir su palabra y mantener su gloria, cubrir la idolatría de desprecio y honrar al hombre que da testimonio de Su parte.
Podemos preguntarnos cuál era el secreto de la intrepidez de Elías en presencia del rey, la seguridad con la que anuncia el juicio que iba a venir y su firme convicción de que éste se ejecutaría según su palabra.
Primeramente, para él, Jehová era el Dios vivo. Dios no era reconocido públicamente en ningún lugar. Aparentemente, ni una sola alma en el país creía en Él. En ese tiempo de decadencia universal, Elías se alza resueltamente como aquel que creía y confesaba públicamente que Dios vivía.
Aun más, puede decir de Jehová: “en cuya presencia estoy”. No solamente creía en el Dios vivo, sino que también todo lo que decía o hacía era por estar consciente de hallarse en la presencia de Dios. Como consecuencia, es liberado del temor del hombre y guardado en perfecta paz en medio de circunstancias terribles, consciente del apoyo de Dios.
En el Nuevo Testamento encontramos otra verdad que concierne a Elías. Santiago cita al profeta como ilustración de las poderosas cosas que pueden ser hechas por medio de la ferviente suplicación del justo (5:16-18). La oración hecha en lo secreto era uno de los grandes resortes de su poder en público. Podía mantenerse ante el malvado rey porque antes había estado de rodillas ante el Dios vivo. Su oración no era una vana repetición, sino una ferviente súplica que “puede mucho”. Una oración que tenía como objeto la gloria de Dios tanto como la bendición del pueblo; por eso “oró fervientemente para que no lloviese”. ¡Cuán terrible era tener que presentar tal oración ante el Dios vivo! Y, no obstante, al ver la condición del pueblo y comprobar que Dios ya no era reconocido en ningún lugar del país, Elías comprendía que más le valían al pueblo los años de sequía. Esto podía volver a traerlo a Dios, mientras que el gozo de la prosperidad a costa del desprecio de Dios lo conduciría a un juicio peor. El celo por Dios y el amor por el pueblo eran los móviles de esta solemne oración.
Santiago también nos recuerda que “Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” (5:17). Como nosotros mismos, él conocía las debilidades humanas. ¡Qué lección reconfortante es ésa! Como Elías, nosotros podemos obrar con el poder de Dios si, a pesar del mal que nos rodea, somos conscientes de que él es el Dios vivo, si hablamos y obramos constantemente como estando en su presencia, y si estamos más a menudo en ferviente oración ante él, bajo la dirección del Espíritu.
2. Querit
Se secó el arroyo (1 Reyes 17:2-7)
El profeta había estado solo con Dios en la oración. Luego había hecho una corta pero bella confesión ante el rey apóstata. Pero Dios reserva a Elías un servicio mucho más elevado; llegará el día en que triunfe sobre el conjunto de las tropas de Baal y vuelva a traer a la nación de Israel al Dios vivo. No obstante, todavía no ha llegado el tiempo para la escena del Carmelo. El profeta no está preparado para hablar, ni la nación para escuchar. Israel deberá pasar por los años de hambre antes de estar dispuesto a escuchar la palabra de Dios; Elías debe ser instruido en lo secreto antes de poder hablar de parte de Dios. El profeta debe emprender el solitario camino del arroyo de Querit y habitar en la lejana Sarepta antes de poder estar en el monte Carmelo.
El primer paso hacia el Carmelo, situado al oeste, debe ser dado en la dirección opuesta. “Apártate de aquí, y vuélvete al oriente”, tal es la palabra de Jehová. A su debido tiempo, traerá a su siervo al lugar preciso en el que podrá servirse de él; pero lo llevará allí cuando esté en condiciones de ser empleado. Para llegar a ser un “instrumento… útil al Señor” (2 Timoteo 2:20-21), debe habitar algún tiempo en lugares solitarios y pasar por caminos difíciles, con el fin de conocer su propia flaqueza y el infinito poder de Dios.
Todo siervo de Dios tiene su Querit antes de llegar a su Carmelo. José, antes de llegar al poder y a la gloria, debe pasar por la cisterna y la prisión para alcanzar el trono. Moisés debe ir al desierto antes de llegar a ser el conductor del pueblo de Dios. El mismo Señor ¿no estuvo solo en el desierto, donde fue tentado por Satanás durante cuarenta días y estuvo con las fieras, antes de asumir su ministerio público ante los hombres? Ciertamente no como nosotros, pues la finalidad de Dios es llevarnos a descubrir nuestra debilidad, despojarnos de nuestra propia suficiencia. Pero la tentación de Cristo reveló sus infinitas perfecciones y manifestó ante nosotros su perfecta preparación para una obra que nadie más podía hacer. Circunstancias difíciles como las que sirvieron para revelar las perfecciones de Cristo son necesarias, en nuestro caso, para revelar nuestras imperfecciones, a fin de que todo pueda ser juzgado en la presencia de Dios y podamos llegar a ser así instrumento útiles para él.
Tal era la primera lección que Elías debía aprender en Querit: la lección del vaso vacío. “Apártate de aquí” —dice Jehová— “y escóndete”. El hombre que va a ser testigo de Dios debe aprender a estar fuera de la vista. Para ser preservado de querer parecer algo ante los hombres, debe aprender a conocer su propia nulidad ante Dios. Elías debe pasar tres años y medio en un retiro escondido, con Dios, antes de pasar un solo día a la vista de los hombres.
Pero Dios tiene otras lecciones para Elías. ¿Deberá mostrar su fe en el Dios vivo ante Israel? ¡Pues bien! primeramente debe aprender a vivir por la fe, día tras día, en lo secreto ante Dios. El arroyo y los cuervos son dados por Dios para responder a las necesidades de su siervo, pero la confianza de Elías debe estar puesta en el Dios invisible y vivo, y no en las cosas visibles como arroyos o cuervos. “He mandado”, dice Jehová, y la fe reposa en su palabra.
Además, para gozar de los cuidados de Dios, el profeta debe estar en el sitio escogido por Dios. La palabra dirigida a Elías es: “He mandado a los cuervos que te den allíde comer”. Elías no escoge el lugar de su retiro; debe someterse a la elección de Dios. Solamente ahí puede disfrutar de las bendiciones de Dios.
Asimismo, la obediencia a la palabra de Jehová es el único camino de la bendición. Y Elías siguió ese camino, pues leemos: “Y él fue e hizo conforme a la palabra de Jehová”. Fue adonde Dios le dijo que fuera; hizo lo que Él le dijo que hiciese. Cuando Dios dice: “Ve, y haz”, como al doctor de la ley en el evangelio (Lucas 10:37), una obediencia completa e inmediata es el único camino de bendición.
Pero el arroyo de Querit reservaba una lección todavía más dura y más profunda para el profeta: la lección del arroyo que se secó. Dios había dicho: “Beberás del arroyo”; obediente a la palabra, “bebía del arroyo”; y a continuación “se secó el arroyo”. El mismo arroyo que Jehová había preparado, del cual había ordenado al profeta que bebiera, se secó. ¿Qué puede significar eso? ¿Dio Elías un paso en falso? ¿Se encuentra en una posición errónea? ¡Imposible! Dios había dicho: “He mandado a los cuervos que te den allí de comer”. ¿Se había equivocado? De ninguna manera. ¿No había dicho Dios: “beberás del arroyo”? Sin ninguna duda. Estaba en el lugar escogido por Dios, obedecía a la palabra de Jehová y, sin embargo, el arroyo se había secado.
¡Qué dolorosa experiencia! ¡Qué providencia misteriosa! Estar en el lugar designado por Dios, obrar obedientemente según sus órdenes formales y tener que comprobar el completo fracaso de la provisión que Dios había garantizado para las necesidades diarias. ¡Qué prueba para la fe! ¿No había declarado Elías con intrepidez ante el rey que él estaba ante el Dios vivo? Helo aquí ante el arroyo seco para experimentar la realidad de su fe en el Dios vivo. ¿Va a continuar firme esta fe en el Dios vivo cuando los arroyos terrestres se secan? Si Dios vive, ¡qué importa que el arroyo se seque! Dios es más grande que todas las gracias que dispensa. Las gracias pueden ser retiradas, pero Dios permanece. El profeta debe aprender a confiar en Dios más bien que en los dones que él concede. El Dispensador es más grande que sus dones: tal es la lección del arroyo que se secó.
Encontramos esta misma lección en otro relato, cuando, más tarde, la enfermedad y la muerte entraron en el apacible hogar de Betania. Dos hermanas, privadas de su hermano, se encuentran frente al arroyo que se secó. Pero su prueba fue “para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11:4). Lo que da gloria al Hijo trae bendición a los creyentes. Si Lázaro era recogido, Jesús, el Hijo de Dios, quedaba, sirviéndose de la pérdida de los arroyos terrestres para revelar una fuente de amor que no se agota nunca y un manantial de poder ilimitado. Lo mismo ocurrió en los días del profeta: el arroyo que se secó fue la ocasión para descubrir más elevadas glorias de Dios y bendiciones más preciosas para Elías. Esto no era más que un incidente del que Dios se valía para traer al profeta de Querit —el lugar del arroyo que desaparece— a la casa de Sarepta, donde debía descubrir la harina que no se agota jamás, el aceite que no falta y al Dios que resucita a los muertos. Si Dios permite que el arroyo se seque, es porque tiene una mejor porción, más bella, para su amado siervo.
Es lo mismo para el pueblo de Dios hoy en día. Todos deseamos tener alguna fuente terrestre de la que beber; no obstante, cuán frecuentemente, en los propósitos de un Padre que sabe que tenemos necesidad de esas cosas, nos encontramos ante un arroyo que se seca. Atraviesa nuestro camino bajo diferentes formas; tal vez por el duelo, o por una salud desfalleciente, o por la brusca suspensión de una fuente de remuneración nos encontramos junto al arroyo que se ha secado. ¡Cuánto nos beneficia que en tales momentos podamos, por medio de la fe en el Dios vivo, elevarnos por encima de la ruina de nuestras esperanzas terrestres, de los desfallecientes apoyos humanos, y aceptarlo todo como proveniente de él! Entonces veremos que incluso la prueba es el medio del que se sirve Dios para revelarnos los inmensos recursos de su corazón de amor y conducir nuestras almas a una bendición más profunda, más preciosa que lo que habíamos conocido.