Elías, un profeta de Dios /3

1 Reyes 18:16-40

5. El monte Carmelo

El fuego del cielo (1 Reyes 18:16-40)

Después de que Abdías haya entregado el mensaje, el rey Acab va al encuentro del profeta. Inmediatamente lo acusa de ser aquel que turba a Israel. El país está lleno de ídolos y de templos de ídolos; imágenes de Asera y altares de ídolos, utilizados por sacerdotes idólatras, se encuentran por todas partes. El pueblo ha abandonado a Dios y ha seguido a Baal. El rey es el jefe de la apostasía y su mujer Jezabel, una pagana asesina. Toda esta acumulación de maldad no es nada perturbador a los ojos del rey. En cambio, por cuanto la sequía en el país y el hambre en Samaria vienen a contrariar sus placeres y poner en peligro a sus caballos, entonces hay una profunda perturbación y el hombre por cuya palabra los cielos permanecen cerrados es, para el rey, aquel que turba. Cuando Elías, por el poder del Dios vivo, resucita a un muerto u ordena a la lluvia, nadie se opone; pero cuando denuncia el pecado y advierte al pecador, enseguida es considerado como un sembrador de disturbio.

La presencia del hombre que despierta la conciencia del pecador y lo lleva a la presencia de Dios siempre es turbadora en este mundo. Cuando Cristo vino a este mundo, “Herodes se turbó, y todo Jerusalén con él” (Mateo 2:3). Más tarde, Pablo y sus compañeros fueron considerados como provocadores de disturbios, pues los excitados ciudadanos de Filipos dijeron: “Estos hombres… alborotan nuestra ciudad” (Hechos 16:20).

El cristiano mundano no será tratado de perturbador, como tampoco lo fue Abdías en su tiempo. Por el contrario, éste era considerado como un muy apreciado miembro de la sociedad, a tal punto que fue nombrado mayordomo de la casa del rey (1 Reyes 18:3). Pero el hombre de Dios, porque se mantiene separado de la corriente del mundo —al mismo tiempo que da testimonio del mal y advierte del juicio venidero— siempre será aquel que turba, incluso si proclama la gracia e indica el camino de la bendición.

Con gran osadía y en un lenguaje muy sencillo, el profeta vuelve la acusación contra el rey: “Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre” (v. 18). Explica fielmente cómo lo han hecho y denuncia el pecado personal de Acab: “dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales”.

Después de hacer notar al rey sus propios pecados, Elías le muestra que no hay sino una sola manera de poner fin al hambre y de ver acercarse el día en que Dios enviaría la lluvia sobre la tierra: El pecado que dio lugar al juicio debe ser juzgado. Para eso, Acab recibe la orden de reunir “a todo Israel en el monte Carmelo, y los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, y los cuatrocientos profetas de Asera, que comen de la mesa de Jezabel” (v. 19). Todos aquellos que han participado de ese pecado deben estar presentes. Los instigadores y aquellos que se han dejado seducir deben reunirse en el monte Carmelo. Ningún privilegio particular, ninguna posición, por elevada que sea, serán admitidos como pretexto de la ausencia. Aquellos que banquetean en la mesa real y los que sirven a Baal deben estar presentes con todo el pueblo.

Incluso el miserable rey está consciente de la desesperada condición del país, de modo que, sin objeción, ejecuta el pedido de Elías. Todo Israel y todos los profetas idólatras son congregados en el monte Carmelo.

Una vez reunida esta inmensa multitud, Elías se acerca y se dirige a “todo el pueblo”. Hace tres llamamientos distintos. Primero, procura despertar la conciencia del pueblo: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él” (v. 21).

El auditorio al que Elías dirige este potente llamamiento está compuesto por un rey envilecido, una corrupta compañía de profetas y una multitud versátil que padece la influencia de ellos. Elías, ignorando al rey y a los profetas, habla directamente al pueblo. El rey, jefe de la apostasía, ya ha sido puesto ante su pecado. Los profetas de Baal, declarados adversarios de Dios, van a ser confundidos y juzgados. Pero la gran masa del pueblo está indecisa, dudando entre los dos lados. Ellos profesan ser el pueblo de Dios, pero en la práctica adoran a Baal. Elías, dirigiéndose a sus conciencias, les dice: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?”.

Hoy estamos confrontados con los representantes de estas tres clases. Están los instigadores de la apostasía,hombres que hacen profesión exterior de cristianismo, pero niegan al Señor que los compró y vuelven “a revolcarse en el cieno” (2 Pedro 2:22). Luego hay un número creciente de personas que no hacen profesión de cristianismo, las cuales propagan con celo sus falsos sistemas religiosos y son los declarados enemigos de Dios el Padre y de Dios el Hijo. Pero hay otra clase, la gran masa de los que tienen una apariencia cristiana, todos aquellos que dudan entre los dos lados. Lamentablemente, no tienen fe personal en Cristo, sino solamente «opiniones». Para ellos, Dios y su Palabra, Cristo y su cruz, el tiempo y la eternidad, el cielo y el infierno, simplemente son cuestiones opinables, acerca de las cuales no llegan a ninguna convicción firme, pues frente a estas solemnes realidades tienen «dos» opiniones. No se oponen a Cristo, pero rehúsan confesarle. No desean malquistarse con Dios, pero quieren quedar bien con el mundo. Quieren escapar del juicio del pecado, y pese a esto, están determinados a gozar de los deleites del pecado. Aunque quieren morir como santos, prefieren vivir como pecadores. A veces hablan de moralidad, discuten problemas sociales y religiosos o participan en controversias teológicas; no obstante, evitan cuidadosamente todo contacto personal con Dios, toda decisión por Cristo y toda confesión de su nombre. Fluctúan, dudan, difieren la decisión de día en día, diciendo prácticamente: «Algún día nos volveremos hacia Cristo, pero no ahora; algún día seremos salvados, pero no ahora; algún día nos ocuparemos de nuestros pecados, pero no ahora».

Quienes hablan así escuchen la pregunta que Elías dirige a sus conciencias: “¿Hasta cuándo?” (1 Reyes 18:21). ¿Cuánto tiempo los pecadores dejarán en suspenso la gran cuestión del destino eterno de sus almas? ¿Durante cuánto tiempo correrán el riesgo de perder sus vidas, jugarán con el pecado, despreciarán la salvación y se burlarán de Dios? Recuerden que Dios tiene una respuesta a esta pregunta. Lo que Dios dispone por lo general es muy diferente de lo que el hombre se propone. El hombre rico del relato de Lucas 12:16-20 se propone responder a esta cuestión según sus pensamientos. Dios lo trata de necio. Parece calcular: «¿Hasta cuándo viviré para disfrutar de mis bienes?». Y, como respuesta, piensa: “Muchos años”. Pero la respuesta de Dios es muy diferente: “Esta noche vienen a pedirte tu alma”.

A esta solemne pregunta: “¿Hasta cuándo?” es necesario responder sin demora. Por cierto que la gracia de Dios es ilimitada, pero el día de la gracia llega a su fin. Durante muchos siglos, los rayos de la gracia han brillado en este mundo culpable; ahora las sombras se alargan y la noche llega con sus juicios. Los burladores tengan cuidado de no dudar mucho tiempo cuando Dios dice: “¿Hasta cuándo?”; no sea que finalmente deban oír estas terribles palabras: “Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia. Entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán” (Proverbios 1:24-28).

En los días de Elías, los hombres fueron reducidos a silencio con este llamamiento. “El pueblo no respondió palabra” (1 Reyes 18:21). Toda boca fue cerrada. Estaban ahí ante el profeta, un pueblo silencioso, golpeado en su conciencia, condenándose a sí mismo.

Después de haber convencido al pueblo de su pecado, el profeta le dirige su segundo llamamiento. Recuerda a la nación que él solo es el profeta de Dios, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta hombres. ¡Qué tiempo sombrío! No hay más que un solo verdadero profeta para resistir a cuatrocientos cincuenta falsos profetas. Ciertamente hay siete mil hombres que no han doblado las rodillas ante Baal; sin embargo, no queda más que un solo hombre para testimoniar públicamente por Dios. Es algo bueno rehusarse a reconocer a Baal, pero hay una gran diferencia entre no doblar las rodillas ante Baal y levantarse y declararse en favor de Dios. Abdías podía ser muy temeroso de Jehová, pero su asociación profana le había cerrado la boca. Nada oímos a su respecto en el monte Carmelo. El temor de Dios puede hacer que siete mil hombres lleven luto ante Dios secretamente, pero el temor del hombre les impide testificar públicamente en favor de Dios. En medio de esta gran multitud, el profeta está solo. No olvidemos que, a pesar de su santa valentía, es un “hombre sujeto a pasiones (o debilidades) semejantes a las nuestras” (Santiago 5:17). El Dios vivo ante cuya presencia está (1 Reyes 17:1) es la fuente de su poder.

Aunque solo, Elías no duda en desafiar a la muchedumbre de los falsos profetas. Reprendió al rey y convenció a la nación de indecisión culpable. Ahora va a denunciar la locura de esos falsos profetas y la vanidad de sus dioses. «¿Quién es el Dios de Israel?» tal es la importante pregunta. Elías propone valerosamente que esta esencial pregunta sea sometida a la prueba del fuego. “El Dios que respondiere por medio de fuego, ése sea Dios” (v. 24). Él apela a Dios. La decisión no pertenece al solitario profeta de Dios ni a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. No se trata de razonamientos humanos o de la opinión de un solo hombre contra cuatrocientos cincuenta. Dios decidirá. Los profetas de Baal prepararán un altar, Elías reedificará el altar de Jehová y el Dios que responda por medio del fuego será Dios.

Este llamamiento a la razón recibe la unánime aprobación de Israel. “Y todo el pueblo respondió, diciendo: Bien dicho” (v. 24). Los profetas de Baal están silenciosos. Frente a la aprobación del pueblo, no pueden esquivarse. Ellos levantan su altar, preparan el buey e invocan a su dios. Desde la mañana hasta el mediodía, claman a Baal. En vano: “no había voz, ni quien respondiese” (v. 26). Hasta el mediodía, Elías es un silencioso testigo de sus vanos esfuerzos. Finalmente, por única vez, se dirige a esos falsos profetas, pero solamente para burlarse de ellos. Fustigados por el desprecio de Elías, redoblan sus esfuerzos. Durante tres horas más —desde mediodía hasta la hora del sacrificio de la tarde— gritan frenéticamente y se hacen cortes con sus cuchillos, hasta hacer chorrear la sangre. Siempre en vano: “no hubo ninguna voz, ni quien respondiese ni escuchase” (v. 29).

Ante la total derrota de los falsos profetas, Elías dirige su tercer llamamiento al pueblo. Ha hablado a su conciencia, ha llamado a su razón; ahora se dirige a su corazón. Los reúne a su alrededor por medio de una invitación llena de gracia: “Acercaos a mí”. Como respuesta, “todo el pueblo se le acercó” (v. 30). Observan en silencio cómo el profeta prepara el altar de Dios. La impotencia de Baal ha quedado demostrada; Elías erige ahora el altar de Dios. No es suficiente denunciar lo falso; la verdad debe ser establecida.

Para mantener la verdad, edifica su altar con doce piedras. A pesar del estado de división de la nación, la fe reconoce la unidad de las doce tribus. Cada tribu debe estar representada en el altar de Dios. La fe discierne que pronto la idolatría será juzgada y que la nación será una, con Dios en medio de ella. Tal es la palabra de Jehová anunciada por medio de Ezequiel: “He aquí, yo tomo a los hijos de Israel de entre las naciones a las cuales fueron, y los recogeré de todas partes, y los traeré a su tierra; y los haré una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos. Ni se contaminarán ya más con sus ídolos… y los salvaré… y los limpiaré; y me serán por pueblo, y yo a ellos por Dios” (Ezequiel 37:21-23).

El altar es erigido, la víctima puesta sobre él; todo es empapado con agua tres veces y, a la hora en que se ofrece el holocausto, el profeta se dirige a Dios. En su oración, Elías no se tiene en cuenta en absoluto; todo le corresponde a Dios. No busca ninguna figuración para sí mismo; no tiene el menor deseo de exaltarse ante el pueblo; sólo quiere ser conocido como un siervo que ejecuta los mandatos de Jehová. Su único deseo es que Dios sea glorificado. Con este fin, querría que todo el pueblo reconociese que Jehová es Dios, que es Él quien hace “todas estas cosas” (1 Reyes 18:36) y quien habla a sus corazones para volver a traer al pueblo hacia Sí.

La oración de Elías recibe una respuesta inmediata. “Entonces cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto” (v. 38). ¡Qué magnífica es esta escena! Por un lado, el Dios santo quien debe ejercer el juicio en cuanto a todo mal por medio de ese fuego consumidor; y por otro, una nación culpable sumergida en el mal, que el Dios santo debe juzgar. El fuego de Jehová ciertamente debe caer y la nación tiene que ser consumida. ¿Cómo puede escapar? ¿Cómo los corazones pueden ser traídos a Dios? Ningún justo, por ferviente que sea su súplica, puede hacer frente al juicio. Si la nación culpable debe ser dispensada de él, es necesario que el altar sea edificado y ofrecido un sacrificio. Este sacrificio representa a la nación culpable ante los ojos de Dios y sobre él puede caer el juicio que ella merece. Es lo que se produce, pues leemos: “Cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto” (v. 38). El juicio cae sobre la víctima; la nación se salva.

“Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!” (v. 39). Con el maravilloso valor del sacrificio, la justicia de Dios es satisfecha. El juicio es soportado y el corazón de la nación es ganado.

¿No discernimos en esta escena una figura evidente del sacrificio del Señor Jesucristo cuando, por “el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios”? (Hebreos 9:14). Sin embargo, hay contrastes notables. Mientras en el monte Carmelo el fuego del juicio consume el holocausto, en el Calvario podemos decir que el sacrificio anonada al fuego del juicio. Y los sacrificios judíos eran repetidos a menudo sin que jamás quitaran los pecados: el juicio era siempre más grande que el sacrificio; pero en el Calvario encontramos a Aquel que, como Sacrificio, es más grande que el juicio. Ahí, las olas del juicio que estaban encima de nuestras cabezas cayeron sobre su cabeza y se terminaron. El juicio que él soportó, él lo agotó. La resurrección es la eterna prueba de ello. “Fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25).

Pero ¿para qué servirá todo esto si no lo vemos con fe? “Viéndolo todo el pueblo”, se prosternaron y adoraron. Por la fe, la contemplación de un Cristo muerto y resucitado incitará a nuestros corazones a la adoración. El mismo sacrificio por el que Dios libró a su pueblo de todo juicio manifestó su amor de tal manera que ha ganado nuestros corazones. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). Dios hizo volver hacia sí el corazón de su pueblo; hoy, los cristianos deberían caer sobre sus rostros con profunda adoración, como lo hizo Israel.