3. Sarepta
La casa de la viuda (1 Reyes 17:8-24)
El arroyo se había secado, pero Dios permanecía. Él no olvidaba a su siervo. Conocía sus necesidades y había visto el arroyo seco. Pero no había dicho ninguna palabra de advertencia ni nueva directiva antes del desecamiento del arroyo. El amor del Señor provee a las necesidades de sus santos, pero las sendas que su sabiduría utiliza los mantiene en el sendero de la fe.
Además, el plan que Dios da ahora es tan notable, tan contrario a todo lo que el profeta habría podido concebir, tan opuesto a su educación religiosa, a sus pensamientos naturales y a sus instintos espirituales que, si el plan hubiera sido expuesto al profeta antes del desecamiento del arroyo, quizás no habría manifestado una obediencia tan espontánea. Elías era un “hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” (Santiago 5:17) y quizá tenía necesidad, como nosotros, de la presión de las circunstancias para que obedezca y sea llevado a un camino tan contrario a los pensamientos del hombre natural.
Por extraño que pueda parecer, el profeta recibe la orden de levantarse, ir a Sarepta y morar allí. Debe dejar el país de la promesa, ir a una ciudad de las naciones y, entre todas las ciudades, una que pertenecía a Sidón, el foco del culto de Baal, el que había causado la ruina del país. La malvada Jezabel, quien había introducido el culto de Baal en Israel y dado muerte a los profetas de Jehová, provenía de Sidón (1 Reyes 16:31). Cosa más extraña todavía, al llegar a este país extranjero, el gran profeta debe depender de una viuda para su subsistencia diaria, pues dice Dios: “He dado orden allí a una mujer viuda que te sustente” (17:9). Si Dios hubiese ordenado al profeta que alimentase a la viuda, lo habríamos admitido más fácilmente. Pero no, el plan de Dios es que la viuda alimente al profeta. Había otras ciudades y otras comarcas alrededor de Israel que eran infinitamente menos culpables que Sidón. Había “muchas viudas” en Israel (Lucas 4:25), igualmente en una condición muy triste, pero ellas no respondían a los propósitos del plan de Dios.
Como siempre, Dios tiene en vista a Cristo. Mil años más tarde, en Nazaret, el Señor tendría necesidad de una ilustración de la soberana gracia de Dios, y por eso el profeta Elías debe ir a casa de una viuda necesitada del país de Sidón triplemente culpable. Dios tiene un propósito en cada detalle del camino en el que pone a sus siervos, incluso si mil años deben pasar antes de que ese propósito sea revelado.
La fe del profeta obedece a la palabra de Dios sin hacer preguntas. “Él se levantó y se fue a Sarepta” (1 Reyes 17:10). Movido por la fe, quizás empujado por las circunstancias adversas, obedece a Jehová y emprende su solitario camino hasta la lejana ciudad de Sidón, a través de un país árido y desolado, cubierto de espinos y cardos, donde los enemigos y las trampas abundan.
A la entrada de la ciudad, el profeta se encuentra frente a la viuda. Para la vista natural y la razón humana, parece imposible que ella pueda ser la indicada para alimentarlo. En una indigencia absoluta, esta viuda desolada y atormentada por el hambre ha llegado al límite de sus recursos. No le queda más que un puñado de harina y un poco de aceite en una vasija. Recoge leña para preparar una última comida para ella y su hijo, esperando que la muerte viniese a poner término a sus sufrimientos. Apenas con lo indispensable para preparar una única comida, ¿cómo podría ella alimentar al profeta? La viuda por cierto habla del Dios vivo, pero es el Dios de Elías, pues ella dice: “tu Dios”, y no «mi Dios». Ella no tenía una fe personal en el Dios vivo, ya que sus esperanzas estaban ligadas a la tinaja de harina y a la vasija de aceite. Estando éstos vacíos, no tiene ante ella más que las puertas de la muerte. Pero Dios tiene otro plan que la muerte de la viuda. Su gracia ha previsto que la vida —la vida de resurrección— llenara su casa de bendición.
En cuanto a Elías, en el tiempo determinado por Dios entraría en la gloria, no por las puertas de la muerte, sino en “un carro de fuego con caballos de fuego” (2 Reyes 2:11). Mientras tanto, debe morar algún tiempo en Sarepta. La palabra Sarepta significa el lugar del alto horno. El profeta soportó la prueba del arroyo seco en Querit; ahora debe afrontar el horno de la prueba en Sarepta. Pero es el camino de Dios hacia el Carmelo. Elías va a ser llamado a hacer bajar fuego del cielo (1 Reyes 18:36-38). ¡Pues bien! antes tiene que atravesar el fuego en la tierra. Deberá mantenerse solo por el Dios vivo ante todo Israel; por eso, primeramente debe aprender, en lo secreto, el poder de Dios en el horno de la prueba. El arroyo seco de Querit, como el fuego afinador en Sarepta, son etapas en el viaje hacia el Carmelo y el carro de fuego.
No obstante, cuán humillante es para el orgullo ser alimentado por una viuda; cuán penosas para el amor propio son esas circunstancias desesperadas. Pero la pobreza de la viuda, el puñado de harina, la vasija de aceite y la muerte planeando sobre todos, sólo sirven para manifestar los recursos del Dios vivo. Una vez revelada la total debilidad y el desesperante estado de las circunstancias, Dios es libre de desplegar los recursos de su gracia. El pedido de Elías —“un poco de agua” y un “bocado de pan” (1 Reyes 17:10-11)— revelan la condición de la viuda. Así establecida la verdad, la gracia puede desplegarse. ¡Con qué riqueza la gracia llena la casa de la viuda! Todo temor quedaba descartado, pues las primeras palabras de gracia fueron: “No tengas temor” (v. 13).
A continuación viene la provisión de la gracia: “La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá” (v. 14). Sus necesidades son satisfechas y la muerte es expulsada de su casa.
En esta bella escena tenemos aun la enseñanza de la gracia, pues la gracia no solamente trae la salvación a los necesitados, sino que también nos enseña cómo vivir. La vida dada por medio de la gracia es una vida de dependencia. Lo prometido no consiste en una tinaja de harina y una vasija de aceite. Las provisiones de la gracia son ciertamente ilimitadas, pero la gracia no da reservas como la naturaleza desea tener. La promesa era que el puñado de harina no escasearía y que la vasija de aceite no se vaciaría. Habría lo suficiente para cada día, pero no una reserva para el día siguiente. La gracia nos enseña a vivir dependiendo del Dispensador de la gracia.
Finalmente, encontramos la esperanza de la gracia, pues la gracia ofrece un porvenir bendito: llegaría “el día”, el gran día, el día bienaventurado en el que Jehová enviaría la lluvia (1 Reyes 17:14). ¡Qué hogar dichoso —aunque no sea más que la casita de la viuda— aquel que es alimentado por las provisiones de la gracia, dirigido por las enseñanzas de la gracia y alentado por la esperanza de la gracia!
Desde entonces, esta misma gracia ha sido revelada con una plenitud infinitamente más grande. En casa de la viuda nos movemos entre las sombras, pero ahora, desde la venida de Aquel que está lleno de gracia y de verdad, tenemos la realidad. Durante todos los días de nuestra peregrinación en este mundo de miseria, tenemos, nosotros también, la tinaja de harina que no escaseará y la vasija de aceite que jamás disminuirá. La harina —la fina flor de harina— nos habla de Cristo, aquel de quien está dicho: “Tú permaneces”, y “tú eres el mismo” (Hebreos 1:11-12). Otros pueden faltarnos, pero él permanece. Otros pueden cambiar, pero él es el mismo. Y el aceite nos habla de este otro Consolador —el Espíritu Santo— que ha venido para estar eternamente con nosotros (Juan 14:16). Los arroyos terrestres se secan, pero, con Cristo viviendo en la gloria y el Espíritu morando en la tierra, el cristiano posee recursos que jamás faltarán.
Además, la gracia de Dios que se ha manifestado para salvación nos enseña a vivir “en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12). Tal vida sólo puede ser vivida manteniendo una dependencia diaria respecto de Cristo, por el poder del Espíritu Santo.
La gracia de Dios que “se ha manifestado para salvación” y nos enseña cómo vivir, ha puesto ante nosotros esta esperanza bienaventurada: “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. La manifestación de la gracia conduce a la manifestación de la gloria (Tito 2:11, 13). Entonces, las necesidades de los creyentes serán efectivamente satisfechas, sus pruebas habrán pasado para siempre y el hambre de aquí abajo habrá terminado para siempre.
Pero otras revelaciones de la gloria del Dios vivo están reservadas para la familia de Sarepta. Dios tiene otras lecciones para Elías y ejercicios más profundos para la viuda. Dios se revelará no solamente como aquel que mantiene la vida, sino también como aquel que da la vida. A fin de estar preparado para el gran día del Carmelo, Elías debe conocer a Dios como el Dios de resurrección. Para mantener apacibles relaciones con Dios, la viuda debe conocer a Dios como el Dios de verdad tanto como el Dios de gracia. Para eso su conciencia debe ser despertada, su pecado recordado y juzgado.
Para que estos elevados propósitos se concreten, la sombra de la muerte debe abatirse sobre la casa de la viuda. Su único hijo cae enfermo y muere. Durante todo un año la viuda ha gozado, con fe simple, de las gracias que Dios concedió, pero, en presencia de la muerte, su conciencia es despertada y ella se acuerda de su pecado, pues la muerte es la paga del pecado. Mientras nuestra vida transcurre apaciblemente y nuestras necesidades diarias son satisfechas, podemos vivir sin preocuparnos mucho por cosas que, a los ojos de Dios, deberían ser juzgadas. Pero, bajo el efecto de una prueba particular, la conciencia se despierta, la vista se aclara. Muchas cosas que, en el pasado, habían sido malas —como pensamientos, palabras, costumbres y acciones— son consideradas, rectificadas y juzgadas ante Dios.
También Elías tiene lecciones que aprender en esta gran prueba. Es una nueva ocasión para ejercitar su fe en el Dios vivo. De muy bella manera, mira más allá de la enfermedad y del poder de la muerte. Ve, en el mal que le ha sobrevenido a esta casa, la mano del Dios vivo. A sus ojos, no es la enfermedad la que hizo morir al niño, no es la muerte la que cayó sobre él; Dios es quien hirió al hijo de la viuda. Si fuera obra de la enfermedad y de la muerte, no habría ninguna esperanza, pues si bien ellas pueden llevarse al niño, en cambio no pueden volver a traerlo. Pero si es Dios quien hirió al niño, Dios puede volverlo a la vida.
La fe de Elías mantiene a Dios entre él y las circunstancias dolorosas. Sin embargo, Elías reconoce que en sí mismo no hay poder. Eso es lo que puede significar el hecho de que se haya tendido sobre el niño. Se identifica enteramente con el niño muerto; comprende que, como el niño muerto, en él no hay poder alguno. Pero, si bien el niño está muerto, Dios está vivo. Si Elías no tiene poder, puede orar. Al tenderse, se identifica con la impotencia del niño; orando, apela al inmenso poder del Dios vivo.
El hombre “sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” pone de nuevo en movimiento el poder de Dios por medio de la oración. “Jehová Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él” (1 Reyes 17:21). Elías mantiene una relación viva con quien conoce bien y a quien ha puesto a prueba. Al dirigirse a Él puede decir con gran confianza “Dios mío”. Su fe reconoce que está en manos del Dios vivo resucitar al niño muerto y, con una fe todavía más grande, pide que esto se haga. ¿Hubo hombre, antes o después, que haya presentado una petición más grande a Dios, en un lenguaje tan simple y por medio de una oración tan corta? Es muy evidente que la oración eficaz y ferviente no tiene necesidad de ser complicada ni larga.
La oración es oída y la petición otorgada. Dios se revela como el Dios de resurrección. Dios no es solamente el Dios vivo, Fuente y Sustento de la vida, sino que también puede dar vida a un muerto. Él rompe el poder de la muerte y vence a la tumba por medio del ilimitado poder de la resurrección.
Elías no reivindica ningún derecho sobre el niño resucitado, pues lo devuelve a su madre. La mujer enseguida discierne en él a un “varón de Dios”. Sabemos también que Elías era un “hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras”. Y el hombre con las mismas pasiones que nosotros fue transformado en varón de Dios porque era un hombre de oración.
4. Abdías
El mayordomo de la casa del rey (1 Reyes 18:1-16)
Los años de hambre finalmente llegan a su término y, de nuevo, la palabra de Dios viene a Elías diciendo: “Ve, muéstrate a Acab, y yo haré llover sobre la faz de la tierra”. Al principio de los años de sequía, Dios había dicho a Elías: “Apártate de aquí… y escóndete” (1 Reyes 17:3); ahora, la palabra es: “Ve, muéstrate” (18:1). Hay un tiempo para escondernos y un tiempo para mostrarnos; un tiempo para proclamar la palabra de Jehová desde los tejados y un tiempo para retirarse aparte a un lugar desierto, para descansar un poco; un tiempo para atravesar el país “como desconocidos” y un tiempo para mezclarse a la muchedumbre como “bien conocidos” (2 Corintios 6:9). Tales cambios son la parte común de todos los verdaderos siervos del Señor. Juan el Bautista, a su tiempo estuvo en el desierto como desconocido, hasta el día de su manifestación a Israel como bien conocido. Después se retiró de nuevo de la vista pública al verse en presencia de Aquel de quien podía decir: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). Esta gracia que sabe cuándo conviene mostrarse y cuándo es necesario retirarse, encuentra su más perfecta expresión en el andar del Señor. Puede reunir a toda la ciudad ante la puerta del lugar en que mora, como alguien “bien conocido” y, levantándose antes de que despuntara el día, puede retirarse a un lugar desierto “como desconocido”.
Pero, para que tales cambios en el camino del siervo encuentren una rápida obediencia, es conveniente que éste sea humilde y tenga gran confianza en Dios. Esta elevada cualidad de la fe no faltaba en Elías. Sin formular la menor objeción, “fue, pues, Elías a mostrarse a Acab”. Su formación en lo secreto lo había preparado para esta ocasión. A los ojos del rey, Elías era un proscrito, aquel que turbaba a Israel. A la luz de la razón humana, presentarse ante el rey sería, pues, pura locura. Dios ¿no habría podido enviar la lluvia sobre la tierra sin exponer a su siervo a la ira del rey? Ciertamente, pero eso no habría respondido en manera alguna a las circunstancias del momento. La lluvia había cesado a raíz de la palabra de Elías en presencia del rey y el retorno de la lluvia debía también depender de la intervención del profeta de Dios en presencia del rey. Si la lluvia hubiese caído de nuevo independientemente del testimonio público de Elías, éste habría sido tratado al instante de falso profeta y de impostor; peor aun, los profetas de Baal habrían podido atribuir la liberación a su ídolo.
El estado moral del rey no deja la menor duda. Mientras Elías deja Sarepta, según la palabra de Dios y para gloria de Dios, el rey emprende un viaje por puro egoísmo, teniendo por único motivo la conservación de sus caballos. Durante tres años y medio no ha caído lluvia ni rocío. El hambre se hace muy pesada en el país. El rey y el pueblo experimentan que es cosa “mala y amarga” dejar a Jehová Dios y adorar a los ídolos (Jeremías 2:19). Pero ¿qué pasa con el rey? ¿Ha tocado su corazón esta terrible calamidad? ¿Ha producido el arrepentimiento ante Jehová? ¿Recorre su reino para buscar alivio a la angustia de su pueblo que muere de hambre y para exhortar a cada uno a clamar a Dios? Desgraciadamente, sólo piensa en sus caballos y en sus mulas antes que en su pueblo hambriento. Muy lejos de buscar a Dios, busca simplemente hierba.
Este hombre débil, egocéntrico, inclinado a no privarse de nada, dominado por una mujer resuelta e idólatra, ha llegado a ser el jefe de la apostasía y el declarado enemigo del hombre de Dios. Insensible a la terrible visitación de la sequía y el hambre, continúa su vida egoísta y frívola, tan indiferente a los sufrimientos de su pueblo como a los derechos de Dios. Tal es la imagen de depravación que ofrece el rey.
Pero en este momento, otro carácter, muy diferente, es puesto ante nosotros. Abdías era un hombre muy temeroso de Dios. En el pasado, había prestado un gran servicio a los profetas de Dios, y no obstante —cosa extraña— es mayordomo de la casa del rey. ¡Qué anomalía: un hombre muy temeroso de Dios se encuentra en íntima asociación con el rey apóstata! Como dijo alguien: «No se trata simplemente de que a veces se haya visto engañado ni de que a veces su conducta dejara que desear, sino que toda su vida revela que es un hombre de principios mezclados».
Tanto Elías como Abdías eran santos de Dios, pero su encuentro está marcado por la reserva antes que por la comunión de los santos. Abdías es deferente y conciliador; Elías frío y distante. ¿Qué comunión puede haber entre el siervo de Dios y el ministro de Acab? Alguien ha observado justamente: «No podemos servir al mundo, siguiendo su corriente a escondidas unos de otros, y suponer que seguidamente podemos encontrarnos como santos y gozar de una dulce comunión».
Abdías intenta evitar una misión que a su parecer está llena de peligros. “¿En qué he pecado, para que entregues a tu siervo en mano de Acab para que me mate?” (1 Reyes 18:9). Sin embargo, Elías no había hablado de pecado. Entonces Abdías invoca sus buenas obras. ¿Acaso Elías no había oído hablar de su bondad hacia los profetas de Dios en otro tiempo? Pero no es cuestión de buenas o malas obras; el origen de toda la turbación de Abdías reside en la falsa posición en la que se encuentra. Es un hombre bajo un “yugo desigual”.
El Espíritu de Dios se sirve de esta escena para mostrar las solemnes consecuencias de un yugo desigual entre la justicia y la injusticia, la luz y las tinieblas, Cristo y Belial, el creyente y el incrédulo (2 Corintios 6:14-18).
- Abdías recibe las órdenes del rey apóstata. Elías, en cambio, recibe las directivas de Dios y obra según Sus mandamientos. Si bien Abdías es temeroso de Dios, no está empleado al servicio de Dios y no recibe ninguna directiva de Él. Acab es su señor; a Acab debe servir y de él recibe sus órdenes. Así, durante este período de calamidad natural, él pierde su tiempo buscando hierba para las bestias de su señor.
- Él vive en un bajo nivel espiritual. Cuando se halla en camino según la orden de su señor, se encuentra con Elías (1 Reyes 18:7). En presencia del profeta, Abdías se postra sobre su rostro y se dirige a él como “mi señor Elías”, manifestando que es consciente del bajo nivel spiritual de su vida. Abdías habita en palacios reales; Elías en lugares desiertos de la tierra, en compañía de la viuda y del huérfano. Sin embargo, Abdías sabe perfectamente que Elías es el más grande. Las elevadas posiciones de este mundo pueden conferir honores terrestres, pero ellas no pueden otorgar dignidades espirituales. Elías ni siquiera puede reconocer a Abdías como un siervo de Jehová. Para él, éste no es más que un siervo del malvado rey, pues le dice: “Ve, di a tu amo: Aquí está Elías” (v. 8).
- La triste respuesta de Abdías muestra claramente que él vive sintiendo un cobarde temor del rey. Como siervo de un monarca egoísta, recula ante una misión que puede atraer su ira y su venganza.
- Esta asociación profana no solamente mantiene a Abdías temeroso del rey, sino que también destruye su confianza en Dios. Reconoce que el Espíritu de Jehová pondrá a Elías al abrigo de la venganza del rey, pero, para él, no tiene fe para contar con la protección de Dios. Una posición falsa y una conciencia molesta lo han privado de toda confianza en Dios.
- Como carece de confianza en Dios, no está preparado para ser empleado por Dios. Retrocede ante una misión en la que puede discernir peligro y quizá la muerte. Repite tres veces que Acab lo hará morir. Intenta esquivar la misión, aduciendo su propia bondad y la maldad del rey.
¡Cuán diferente es la actitud de Elías! Anda separado del mal y está colmado de santa intrepidez; no porque su confianza estuviese puesta en sí mismo o en su marcha de separación, sino porque estaba puesta en el Dios vivo. Puede decir a Abdías: “Vive Jehová de los ejércitos, en cuya presencia estoy, que hoy me mostraré a él”. ¡Cuán solemne es que Elías deba dirigirse a un santo de Dios en los mismos términos en que se dirige al rey apóstata! (1 Reyes 17:1; 18:15). Abdías, en presencia del rey, está lleno de temor a la muerte; Elías permanece ante el Dios vivo con gran calma y santa confianza. Debido a su fe en el Dios vivo, él había advertido al rey de la sequía que iba a venir. Por fe en el Dios vivo, había sido alimentado en secreto durante los años de la sequía. Merced a su fe en el Dios vivo, una vez más puede aparecer ante el rey y decir sin rastro de temor: “Hoy me mostraré a él”.
Abdías no había pasado por tal escuela. Había seguido el camino más cómodo antes que el camino de la fe. Se complacía en la ciudad como mayordomo en casa del rey, y no en los lugares desiertos de la tierra como el fiel siervo de Jehová. Su esfera era el suntuoso palacio del rey antes que el humilde hogar de la viuda.
A los ojos del hombre natural, ¡cuán deseable parece la posición de Abdías con sus comodidades, su riqueza y su elevado rango, y cuán miserable el humilde camino de Elías con su pobreza y sus privaciones! Pero la fe estima por mayor riqueza “el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:26). Elías encontró mayores riquezas en la pobreza del hogar de la viuda que Abdías en el esplendor del palacio del rey. ¿No podemos decir que en Sarepta “las riquezas inescrutables de Cristo” (Efesios 3:8) —la harina que no escaseaba, el aceite que no disminuía y la resurrección— fueron desplegadas ante los ojos del profeta? Abdías no conoció tales bendiciones. Ciertamente evitó “el vituperio de Cristo”, pero pasó de largo ante “las inescrutables riquezas de Cristo”. Evitó la prueba de la fe y perdió las recompensas de la fe.
Está escrito de Moisés: “Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). También Elías volvió la espalda al mundo de su tiempo, sin temer la ira del rey. Con la visión que tenía del Dios vivo, se mantuvo firme, como viendo a Aquel que es invisible. Todo esto faltaba en Abdías. Quizá temía en secreto a Dios, pero públicamente temía al rey. Jamás había roto con el mundo y no veía al Dios vivo.
Elías, separado del mundo y santamente consagrado a Dios, está en contacto con el cielo. Ve, desplegadas ante sus ojos, las maravillas de la gracia y de la potestad de Dios. Abdías es completamente ajeno a esas maravillas celestiales: identificado con el mundo y asociado con el rey apóstata, sólo puede estar ocupado en cosas terrenales. Así, mientras Elías busca la gloria de Dios y la bendición de Israel, Abdías busca hierba para caballos y mulos.
Después de haber entregado el mensaje de Elías, Abdías desaparece del relato, mientras que Elías recibe nuevos honores como testigo del Dios vivo, hasta el momento en que, al final, entra en la gloria en “un carro de fuego” (2 Reyes 2:11).