Vuélvete a mí /5

Números 19

4. Confesión y purificación (Números 19)

Es interesante considerar en las Escrituras cuáles son los recursos de Dios en relación con todo lo que podría interrumpir la comunión de los suyos con Él, especialmente en esta figura de la “vaca alazana”.

El Génesis es el libro de la creación, el Éxodo el de la redención. El Levítico nos enseña de qué manera nos acercamos a Dios. Y el libro de los Números presenta la travesía del desierto, en el cual el pueblo puede contraer la suciedad.

Nuestro capítulo muestra cómo es restaurada un alma que, de algún modo, contrajo la suciedad. El pecado es siempre la actividad de la voluntad de la criatura. Si la voluntad es activa, provoca el pecado, y la comunión con Dios se interrumpe. Los israelitas debían tomar una vaca alazana, perfecta, sobre la cual no se hubiera puesto yugo. Es Cristo el que nos es presentado claramente. El yugo del pecado jamás reposó sobre Él. Ese terrible yugo desgraciadamente pesó demasiado sobre nosotros.

Una vez establecida la perfección del sacrificio, ¿qué era necesario hacer? “Y la daréis a Eleazar el sacerdote, y él la sacará fuera del campamento, y la hará degollar en su presencia” (v. 3). La vaca alazana es una figura de Cristo, al igual que lo es el sacerdote; por eso no la degüella él mismo. Sin embargo interviene la muerte. La única manera en que puedo volver a Dios, si me deslicé lejos de él, es aplicando a mi alma, en el poder del Espíritu Santo, la verdad maravillosa de la muerte del Señor Jesucristo. La vaca era degollada, y el sacerdote rociaba la sangre siete veces delante del tabernáculo (v. 4). Se nos presenta aquí la grandeza de la expiación. Ya sea cuestión de quitar mis pecados o de acercarme a Dios, es siempre por medio de la sangre. Por eso también en esta ocasión, en la cual tenemos la base de la restauración de un creyente que se alejó de Dios, encontramos obligatoriamente la mención de la sangre.

Pero esta vez debemos notar que la sangre no es para nosotros. Nunca puede haber nueva aplicación de la sangre de Cristo. Aquí la sangre se rocía siete veces delante del tabernáculo y no sobre la persona contaminada. Dicho de otra manera esa sangre es puesta bajo la mirada de Dios. Él se acuerda siempre del valor de la muerte expiatoria de su Hijo amado.

Entonces, cuando usted y yo hemos seguido nuestro propio camino y contraído la suciedad, ¿de qué manera volveremos a Dios? ¡Oh!, me dirá usted, ¡volveré como un pobre pecador y seré lavado de nuevo en la sangre de Cristo! No, usted no volverá jamás de esa manera, porque no es la manera de Dios. Y el hecho de desconocer esto tuvo como consecuencia que numerosos hijos descarriados quedaran mucho tiempo alejados de la gracia que restaura. Usted debe volver como creyente, como hijo, pero desobediente, que hizo su propia voluntad. Y deberá volver de la manera que Dios lo requiere. “Y Eleazar el sacerdote tomará de la sangre con su dedo, y rociará hacia la parte delantera del tabernáculo de reunión con la sangre de ella siete veces; y hará quemar la vaca ante sus ojos; su cuero y su carne y su sangre, con su estiércol, hará quemar” (v. 4-5). No es una manera agradable, estoy de acuerdo. Sin embargo es la manera de Dios.

Observemos el ritual, porque está lleno de instrucción. Todo el animal es consumido. Todo soporta el fuego del juicio. El sacerdote toma “madera de cedro, e hisopo, y escarlata, y lo echa en medio del fuego en que arde la vaca” (v. 6). La víctima es degollada y luego reducida a cenizas. Es una figura notable de todo lo que el Señor Jesucristo atravesó sobre la cruz, donde fue hecho pecado, ¡Él, que no conoció pecado! La vaca alazana reducida a cenizas ilustra lo que merecía el primer hombre, y lo que recibió sobre la cruz en la persona de Cristo. Allí todo fue consumido en la muerte. Todo lo que yo soy desaparece ante los ojos de Dios, ¡en la muerte! La madera de cedro, que en la Escritura siempre representa lo que es grande, noble y majestuoso, es quemada también con la vaca.

¿Y qué es el hisopo? Un pequeño manojo verde. En el reino vegetal es lo opuesto al cedro, algo muy insignificante. Salomón “disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared” (1 Reyes 4:33). No negamos que haya en el hombre rasgos de nobleza, pero reconocemos aún más fácilmente lo que hay de vil en él. ¿Puede usted ver una paja en mi ojo? Sí, pero usted no siempre ve la viga que hay en el suyo. Todos somos capaces de discernir las faltas en los demás, es muy fácil. ¿Qué aprendo aquí? Que ya sea grande y majestuoso, o despreciable e inútil, todo debe terminar en el fuego que consume la vaca. El hisopo tiene un lugar importante en la Escritura. El día de la Pascua, se mojaba un manojo de hisopo en la sangre del cordero y se untaba el dintel y los postes de las puertas (Éxodo 12:22). Para la purificación del leproso se mojaba el hisopo en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas corrientes (Levítico 14:6-8). Aquí, se quema el hisopo. David en la angustia de su alma pide: “Purifícame con hisopo, y seré limpio” (Salmo 51:7). Y todavía en el momento de los mayores sufrimientos de nuestro Señor en la cruz: “Y estaba allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca” (Juan 19:29). El hisopo, en la Escritura, tiene un significado notable relacionado con la pequeñez del hombre, mientras que la escarlata habla de la gloria del hombre.

Ya sea que se trate de lo que es despreciable o de lo que es grande, o incluso de todo aquello en que el hombre pueda glorificarse, gracias a Dios, todo desaparece. Solo un hombre es aceptado por Dios, y es el Hombre que está en la gloria de Dios. El primer hombre con todas sus glorias vanas y su insignificancia es eliminado en el juicio. Lo vuelvo a repetir, no niego que haya en el hombre cualidades hermosas en sí, pero estas no tienen valor en la presencia de Dios. El primer hombre es absolutamente puesto de lado.

Es importante comprender esto de manera inteligente y poder decir con Pablo: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18), y luego aprender, enseñado por la gracia, esta lección fundamental: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). Si dirijo mi mirada hacia la cruz, veo cómo allí desaparece el hombre que practicaba el pecado. Es una inmensa ganancia saber que todo desaparece en el fuego en que arde la vaca.

Luego el sacerdote, y también el que quemó la vaca, debía lavar sus vestidos (Números 19:7-8). Entonces “un hombre limpio recogerá las cenizas de la vaca y las pondrá fuera del campamento en lugar limpio, y las guardará la congregación de los hijos de Israel para el agua de purificación; es una expiación” (v. 9). Las cenizas de la vaca traen a la memoria lo que sucedió. Ellas son todo lo que queda de esta maravillosa víctima.

Todo fue consumido en el fuego del juicio. Mediante estas cenizas, como imagen, el Espíritu de Dios recuerda lo que le costó a Cristo purificarnos, la obra sin la cual, después de una caída, no conoceríamos lo que es realmente la purificación.

No se puede tocar nada del primer hombre sin ser contaminado. “El que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días” (v. 11). ¡Entonces, a lo largo de mis ocupaciones diarias entro en contacto con muchas cosas susceptibles de ensuciarme! Es lo que se supone aquí. “Al tercer día se purificará con aquella agua, y al séptimo día será limpio; y si al tercer día no se purificare, no será limpio al séptimo día” (v. 12). Dios no nos autoriza a ser negligentes con el pecado. El hombre contaminado debía purificarse al tercer día y al séptimo día (v. 19-20). Esta doble purificación muestra que la restauración no es instantánea. Si mi alma se alejó del Señor, ella no vuelve enseguida. Dios me da el tiempo para pesar lo que fue mi desliz.

“Todo aquel que tocare cadáver de cualquier persona, y no se purificare, el tabernáculo de Jehová contaminó, y aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él, inmundo será, y su inmundicia será sobre él” (v. 13). Si caigo en el mal, si no lo juzgo y no me purifico, perjudico a otros.

En este caso, un hombre negligente “el tabernáculo de Jehová contaminó”. Si ando con lo que está mal, contamino a mis hermanos. Pertenezco a la Iglesia, no lo perdamos de vista. ¡Deberíamos andar cuidadosamente, pensando en los demás! Pero el versículo 13 va más lejos: “…aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él”. Esa persona moría. Para nosotros no es la muerte, sino que aquel que es impuro no está más en comunión. Ya no participa del gozo del conjunto. Está fuera moral y prácticamente. ¿Por qué? Porque existe una manera de ponerse en orden, y no se aprovecha de ella. Es despreocupado.

“Esta es la ley para cuando alguno muera en la tienda: cualquiera que entre en la tienda, y todo el que esté en ella, será inmundo siete días. Y toda vasija abierta, cuya tapa no esté bien ajustada, será inmunda; y cualquiera que tocare algún muerto a espada sobre la faz del campo, o algún cadáver, o hueso humano, o sepulcro, siete días será inmundo” (v. 14-16). El contacto con el mal bajo cualquier forma nos es pernicioso e interrumpe la comunión. Es muy importante mantener una tapa sobre la vasija abierta. ¿Qué significa esto? Es necesaria la sobriedad, la prudencia. Si usted va, camina y mantiene contacto con los negligentes y los impíos, va a descubrir pronto que perdió la comunión. Este mundo tiene una atmósfera contaminada, y si la vasija no está cubierta o bien tapada, contrae la suciedad. Necesitamos que Cristo cubra nuestros ojos y llene nuestro corazón cada hora del día. No podemos ni siquiera ir a ayudar a alguien que cayó en el pecado sin contaminarnos. El hecho de oír el mal, hasta para juzgarlo, nos afecta. Así como aquel que tocaba un hueso humano o un sepulcro, era inmundo siete días.

“Y para el inmundo tomarán de la ceniza de la vaca quemada de la expiación, y echarán sobre ella agua corriente en un recipiente; y un hombre limpio tomará hisopo, y lo mojará en el agua, y rociará sobre la tienda, sobre todos los muebles, sobre las personas que allí estuvieren, y sobre aquel que hubiere tocado el hueso, o el asesinado, o el muerto, o el sepulcro. Y el limpio rociará sobre el inmundo al tercero y al séptimo día; y cuando lo haya purificado al día séptimo, él lavará luego sus vestidos, y a sí mismo se lavará con agua, y será limpio a la noche” (v. 17-19). Notemos que un hombre limpio debía rociar sobre el hombre inmundo al tercero y al séptimo día. ¿Qué quiere decir? Cada aspersión presenta una etapa diferente en el curso de la restauración del alma. Al tercer día me tomo muy en serio el hecho de haberme complacido en las cosas que le costaron a Cristo los sufrimientos indecibles de la cruz. Esto está acompañado de la confesión completa y sincera del pecado a Dios. El alma está llena de horror diciendo: He pecado contra la gracia. Pero al mismo tiempo se produce un sentimiento de gran tristeza porque, en definitiva, yo no sufriré por mi pecado y no me será tomado en cuenta, porque Cristo ya sufrió por esto. Encontré mi placer en todo lo que le costó las angustias de la cruz. Él cargó el pecado y lo llevó con sus consecuencias. El alma pasa por ejercicios penosos, ¡cuánto más profundos son, mejor es!

No aprendemos todo esto al día siguiente que se cometió el pecado. No, Dios me da tres días para ver las consecuencias sobre mi alma por el hecho de haber seguido mi propio camino. Las cenizas evocan la muerte de Cristo. El agua viva se refiere a la energía del Espíritu Santo que me hace recordar lo que Cristo atravesó. Dice: Cristo murió por usted, llevó el juicio de Dios por usted, conoció el desamparo a causa de ese pecado en el cual se complació. Entonces se produce en el creyente el sentimiento de ser una criatura miserable, causado por el hecho de haberse complacido en lo que hizo sufrir a mi Salvador. Llega el séptimo día. Ahora surge el sentimiento de la gracia que sobreabunda. No hay más dudas: estoy perfectamente purificado por la obra que Jesús cumplió en su amor para conmigo. La gracia que me encontró como pecador, se ocupó de mí como creyente. La aspersión tuvo lugar al tercer día y al séptimo día, el alma es declarada pura y es consciente de serlo.

Entonces se produce un cambio práctico en el alma. Ella no solo puede decir: estoy perfectamente purificada, sino también: mi pecado no ha cambiado su amor para conmigo. ¡Siempre me ama! Su muerte es siempre eficaz para purificar. Es desastroso perder el gozo de su amor y el aliento que el Espíritu Santo quiere darnos. Pagamos terriblemente caro por nuestro propio placer. Pero, ¡el gozo de la restauración es inmenso! Parece que el sentimiento de haber pecado tan gravemente contra la gracia es la primera parte de la purificación, al “tercer día”. La plena restauración se realiza al “séptimo día”. El espíritu es limpiado de toda la suciedad del pecado por la gracia que sobreabunda. Primero tengo un gran pesar por haber pecado contra la gracia y luego siento que fui perdonado porque esta gracia no cambió (Romanos 6).

Es importante entender esto: si he herido el amor del Señor, este amor, aunque entristecido, sigue siendo el mismo. Pero pierdo el gozo de este hasta el día en que me juzgue a mí mismo y me arrepienta. Es lo que hizo Pedro, no lo dudo. Imagino ver a Pedro “al tercer día” en Marcos 16:7, donde el autor de este evangelio —justamente un siervo que faltó como tal (Hechos 13:13; 15:37-38)—, es el único en relatar las palabras dirigidas a Pedro, y también en Lucas 24:34 donde el Señor lo encuentra solo. Lo encontramos al “séptimo día” en Juan 21:15-19, descansando plenamente en el amor de su Señor.

Notemos que el hombre purificado lava sus vestidos (Números 19:19). ¿Qué significa esto? Cambia completamente su camino, se libera de lo que fue para él una trampa. Es lavado prácticamente por la Palabra.

Relacionemos ahora esta imagen de la vaca alazana con algunos versículos del Nuevo Testamento. “Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:6-7).

Comprende, joven cristiano, que aunque seas convertido y la sangre de Cristo te haya lavado de todos tus pecados, esta verdad permanece: que el pecado está siempre en ti. La carne está en nosotros. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos” (v. 8). Si yo digo: no tengo pecados (en plural), podría ser perfectamente cierto momentáneamente. Pero si digo: no tengo pecado (mi naturaleza), me engaño a mí mismo. Es lo que algunos perfeccionistas fueron llevados a decir. Pero es un error evidente.

Por otra parte, ¿debo estar siempre agobiado por el peso de mis pecados? Dios responde: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (v. 9). Usted es así purificado prácticamente por la confesión hecha a Dios y no a los hombres. Si algo pesa sobre su conciencia, es necesario confesarlo. «Dios sabe todo al respecto», dirá. Es muy cierto, pero todo estará en orden cuando se lo haya confesado. Luego viene el sentimiento de lo que es la gracia, pero solo cuando le haya dicho todo al Señor, habrá orden entre Dios y usted.

Sé que muchas personas siguen su camino durante años sintiéndose infelices y miserables. Sin gozo, sin manifestar algo. Si es su caso, permítame suplicarle que no se vaya a dormir esta noche sin antes haber confesado todo a Dios. Si quiere ser feliz y útil, no debe guardar nada en su conciencia. No ha habido reservas de parte de Dios, que no la haya tampoco de parte nuestra.

“Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). ¡Palabras admirables! El Abogado es Jesús mismo; me restaura en mi relación con el Padre. Si pequé y me alejé, no puedo volver a Dios como un pecador. Es necesario que vuelva al Padre como hijo, hijo desobediente, pero hijo a pesar de todo. Es precioso ver que, antes de la caída de Pedro, Cristo ya había orado por él. Oh, amados, ¡cuánto nos ama! Guardemos este pensamiento en el fondo de nuestro corazón, y entonces nos irá bien.

“Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (v. 2). Aquí es donde realmente tenemos las cenizas de la vaca alazana. Si he pecado, Cristo orará por mí, y el Espíritu de Dios me lo hará sentir. Es él, el otro Consolador, quien, en fiel amor hacia mi alma, ha interrumpido la comunión. Cuando discierne lo que ha producido la nube entre usted y el Señor, debe juzgarlo y confesarlo. Y cuando lo confiesa, Él perdona. Estará más cerca de Él que antes. Así es su gracia.

Evidentemente, si he hecho daño a mi hermano o a mi vecino, es necesario que vaya a pedir perdón. Seré restaurado solo cuando haya puesto las cosas en orden. No solamente debo estar en orden con Dios, sino también con mi prójimo si pequé contra él, porque Dios desea “limpiarnos de toda maldad”. Notemos que si estamos peleados con un hermano o una hermana, los mandatos que nuestro Señor nos da a usted y a mí en este sentido son claros (véase Levítico 6; Mateo 18:15-22). Sé muy bien que jamás podré progresar espiritualmente a menos que sea sincero y tenga todo en orden con Dios por un lado, y con mis hermanos por el otro. Qué notable es el testimonio de Pablo: “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16).

Volvamos un instante a la restauración de Pedro. Me parece que tenemos el tercer día en Lucas 24. Veo que al tercer día, el día de la resurrección, el Señor se une a los dos discípulos que van a Emaús y camina con ellos. Es interesante ver cómo el Señor se da a conocer a los suyos después de la resurrección. El primer corazón que encuentra y que llena es el de María; luego los de sus compañeros. María encontraba sus delicias en Él y Él le hacía falta de manera indefinible. El corazón del cual se ocupa después fue el de alguien que se había alejado de Él: justamente el de Pedro. Parecería que los dos discípulos que iban a Emaús lo encontraron después. Dicen: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (v. 32). Nunca habían escuchado en sus vidas un discurso como el que les dio durante ese transcurso de unos doce kilómetros. Nuestros propios corazones se regocijan y desbordan cuando un siervo del Señor nos abre las Escrituras en el poder del Espíritu. ¡Imaginemos lo que sería si oyéramos al mismo Señor declararnos “en todas las Escrituras lo que de él decían”! (v. 27).

Cuando “llegaron a la aldea adonde iban… él hizo como que iba más lejos. Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros” (v. 28-29). Él nunca impone su compañía. Pero cuando llegaron a la casa, y el Señor hizo como que iba más lejos, dijeron: “Quédate con nosotros”. Lo obligan. Infunden en Él la presión que siempre ejerce el amor. Tienen tal gozo de su presencia que no pueden prescindir de Él. No saben quién es, pero han descubierto que él sabe más sobre el que aman que cualquier persona que hayan conocido antes. Por eso lo obligan a quedarse. Entonces entra, parte el pan y se revela a ellos. Ahora saben quién es, y puede entonces desaparecer de delante de ellos.

“Y levantándose en la misma hora, volvieron a Jerusalén, y hallaron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos, que decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón” (v. 33-34). Vuelven a Jerusalén. Unos momentos antes era demasiado tarde para seguir el viaje; ahora, llenos de gozo, no les parece que es demasiado tarde para dar marcha atrás. Anduvieron doce kilómetros y no es nada hacerlos en sentido contrario para llevar las noticias de su encuentro con Jesús y compartirlo con los demás discípulos. Cuando llegan, encuentran a los once reunidos y a los que están con ellos. No es solo la compañía de los apóstoles, es la compañía de los discípulos en general. “Ha resucitado el Señor verdaderamente”, dicen, “y ha aparecido a Simón”. Recordemos que era el tercer día. Y no dudemos de que Pedro comenzara a apreciar el valor de las cenizas y del agua corriente en esta única entrevista. Ignoramos lo que el Señor le dijo, pero sabemos que Pedro fue restaurado.

Había encontrado al Señor y oído palabras de su boca. Dios puso un velo sobre esta escena. Sin duda fue el Señor quien buscó a Pedro. Hallaremos en el versículo 12 de este mismo capítulo que Pedro se había ido “maravillándose de lo que había sucedido”. Podemos estar seguros de que, antes de terminar el día, estaba aún más maravillado al ver que su Señor había venido a buscarlo, que todo estaba perdonado y que había sido restaurado para gozar del afecto de su Señor. A pesar de su falta descubría en el corazón de su Maestro un amor tan grande que nada lo sobrepasaba.

Si usted lee con cuidado las epístolas de Pedro, encontrará varios versículos en los que hace alusión a su caída. Por ejemplo: “Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas” (1 Pedro 2:25). ¿No había sido él una oveja descarriada? Sí, pero Jesús, el Pastor y Obispo de su alma, lo restauró.

Ya nos hemos ocupado de lo que llamamos la restauración pública de Pedro, y vimos cómo el Señor restauró a su querido discípulo y le confió tiernamente una misión. Admirable ejemplo de cómo restaura a aquellos que se han deslizado lejos de Él. Pero si antes no hubo un encuentro personal con el Señor, el trabajo no estará cumplido. Usted puede escuchar todo lo que quiera de la gracia y el amor del Señor, pero no conocerá jamás una verdadera restauración hasta que se halle a solas con Él y ponga las cosas en orden con Él.

Quiera el Señor despertar en nuestros corazones la respuesta de amor que Su amor merece.