5) Ministerio preventivo (Juan 13)
Este capítulo contiene dos puntos sobre los cuales es sumamente importante tener claridad, pues creo que no hay algo de lo que sepamos menos, como hijos de Dios, que de estas dos verdades:
- El lebrillo lleno de agua, y
- estar recostado cerca del pecho de Jesús.
El “lebrillo” (v. 5) para el lavamiento de los pies es la expresión del servicio que restablece el gozo de la paz del corazón. Y, como consecuencia, el creyente toma su lugar, como Juan aquí, “recostado al lado de Jesús” (v. 23).
¿Conocemos personalmente, como hijos de Dios, la intimidad de Cristo expresada en el hecho de estar recostado a Su lado? Esto nunca será una realidad si no comprendemos la perfección del amor del Señor para con nosotros, y la necesidad del juicio de nosotros mismos llevado a cabo por la Palabra y por Su intercesión.
Ya hemos tratado sobre el ministerio o servicio de restauración del Señor. Lo que presenta el capítulo 13 del evangelio de Juan tiene más bien un carácter preventivo. Si realmente comprendí cuánto el Señor quiere tenerme y guardarme cerca de Él, no me alejaría. El desvío no ocurriría jamás.
Este capítulo comienza por recordarnos cómo es el amor de Jesús. “Como había amado a los suyos” (v. 1). Estas palabras son muy preciosas. No las encontramos muy a menudo, pero nada es más dulce que cultivar este pensamiento: le pertenezco, para Él tengo valor; en un mundo donde no hubo lugar para él, donde Cristo no tuvo nada suyo, tiene algo que ama.
Para comprender mejor este ministerio de Cristo, podemos dividirlo en tres partes: su servicio en el pasado, en el presente y en el futuro. Lo vemos claramente en Efesios 5:25-27: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (se refiere al pasado); “para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (se refiere a su actividad presente); “a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante” (se refiere al futuro).
Es maravilloso pensar que vino para ser siervo. “No vino para ser servido, sino para servir” (Marcos 10:45). Como lo dijo a sus discípulos: “Yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lucas 22:27).
Tres pasajes del Antiguo Testamento se relacionan maravillosamente con este ministerio de Cristo: Salmo 40:6-8; Isaías 50:3-8; Éxodo 21:2-6. Comencemos por el Salmo 40: “Sacrificio y ofrenda no te agrada; has abierto mis oídos; holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: He aquí, vengo… El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (v. 6-8). ¿Cómo se entiende el hecho de que los oídos de nuestro Señor Jesucristo hayan sido “abiertos”? Es muy simple. Antes, nunca había escuchado como un esclavo; había creado, ordenado, gobernado y legislado, pero nunca había escuchado con oídos a la manera de los hombres.
Hebreos 10 deja muy en claro el significado de esta expresión: “Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo” (v. 5). Al escribir a los hebreos, Dios, por su Espíritu, conduce al autor a citar el texto griego antes que el hebreo, para hacernos comprender que el Hijo tomó un cuerpo para escuchar. ¿Cuál es el valor del oído? No ve, ni actúa, ni piensa; solo recibe comunicaciones del exterior. “He aquí que vengo”, dice a Dios, “me preparaste cuerpo”; y en este cuerpo, el Hijo eterno del Padre vino para hacer lo que ningún hombre jamás hizo: escuchar los mandamientos de Dios y hacer su voluntad.
Tomemos el segundo pasaje: Isaías 50, otra etapa de la historia bendita de ese siervo perfecto. Era una persona divina, aquel que tenía todo poder en su mano, que sostiene “todas las cosas con la palabra de su poder” (Hebreos 1:3), y lo oímos decir: “Visto de oscuridad los cielos, y hago como cilicio su cubierta” (Isaías 50:3). Aquí tenemos su deidad puesta en evidencia, mientras que el versículo siguiente lo presenta como un hombre dependiente. “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios” (v. 4). En la Escritura no se nos muestra a nadie despertando a Jesús salvo a Dios. Excepcionalmente sus discípulos lo hicieron una vez de manera brusca cuando no lo debieran haber hecho (véase Marcos 4:38).
La voz tan conocida del Padre lo despertaba y recibía sus directivas cotidianas. El Salmo 40 nos presenta su nacimiento. En Isaías tenemos su vida. Empezaba por recibir las comunicaciones de Dios relativas a su camino. Conocía el sentir completo de la perfección absoluta de los caminos de Dios para con Él, y no se volvía atrás (v. 5).
Los versículos que siguen revelan su perfecta sumisión y sus recursos en un camino de prueba indecible. “Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos. Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado. Cercano está de mí el que me salva” (Isaías 50:5-8).
Si la historia de nuestras almas fuera relatada con sinceridad, veríamos que buena parte de los ejercicios, dificultades y angustias que atravesamos son debidos al temor de eventos penosos que nunca nos acontecen. El Señor Jesús vio todo el camino de antemano y fue directo a la meta. ¡Cuántas veces nos rebelamos y nos desviamos de lo que hemos visto aparecer a lo lejos! ¡Qué contraste con lo que vemos aquí! Además, cuando hemos querido servir al Señor, ¡cuántas veces estuvimos mortificados debido a nuestra incapacidad! Tal vez hemos tratado de ayudar espiritualmente a personas, creyentes o incrédulas, pero en vano. ¿Por qué? Simplemente porque no estábamos suficientemente cerca del Señor. ¿Por qué Jesús podía ayudar siempre a las almas? Porque estaba siempre cerca de su Padre; las palabras que pronunciaba venían del Padre. Toda la historia de Cristo fue caracterizada por una dependencia absoluta, perfecta. Siempre tenía la “palabra dicha como convenía”, la que estaba adecuada a cada persona que encontraba, y Dios era siempre glorificado, porque la palabra necesaria era dada cuando y como convenía.
Consideremos la escena conmovedora de Juan 11. Las hermanas, Marta y María, avisan a Jesús que su hermano está moribundo. Están seguras de que estas palabras: “He aquí el que amas está enfermo” (v. 3), lo harían venir inmediatamente. Supongamos que un mensajero viene diciéndole que alguien a quien usted ama mucho está enfermo, ¿qué haría usted? Seguro que tomaría el primer medio de transporte. Iría tan rápido como pudiera, evidentemente. Pero el Señor no hizo esto. El amor hace siempre lo que conviene a su objeto. Estamos de acuerdo que a menudo no conocemos bastante el pensamiento del Señor para actuar de la mejor manera. Cuando el Señor “se quedó dos días más en el lugar donde estaba” (v. 6) ¿qué pensaron los discípulos? Seguramente les extrañó. Sabían que Jesús estaba muy apegado a esta familia de Betania, pero su actitud dejaba suponer lo contrario. No comprendían ni su actitud ni lo que dijo, y encontraron sorprendente que no fuera inmediatamente a Betania. En cuanto a las hermanas, ellas esperan, velan… y él no viene. ¿No hemos a menudo esperado una respuesta a un mensaje que Le hemos enviado? ¿Qué dice cada una de ellas cuando Él llega? “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto” (v. 21, 32), si te hubieses apurado, si no hubieses tardado tanto, esto no hubiera sucedido. Esto se asemeja mucho al idioma de la incredulidad.
Los discípulos tampoco lo comprenden cuando va. “Luego, después de esto, dijo a los discípulos: Vamos a Judea otra vez. Le dijeron los discípulos: Rabí, ahora procuraban los judíos apedrearte, ¿y otra vez vas allá? Respondió Jesús: ¿No tiene el día doce horas? El que anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero el que anda de noche, tropieza, porque no hay luz en él. Dicho esto, les dijo después: Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle” (v. 7-11). ¿Qué significan los versículos 9 y 10? Apliquémoslos a Cristo y también a nuestro propio camino. Él veía la luz porque andaba de día. Supongamos que hubiese ido dos días antes. Habría andado de noche porque no había recibido la orden para ir. Para Él esto era una imposibilidad. Cuando fue era porque había recibido la palabra para esto. Andaba de día. Así no se equivocaba jamás. Es lo que deseo para mi corazón y para todos los creyentes: esta proximidad con el Señor, para que andemos tan cerca de Él que, al tener que ir a tal o cual lugar pongamos nuestra mano en la suya para no ir en el momento inoportuno ni en la dirección equivocada. Jamás olvidemos que siempre hay una dirección correcta y otra errada.
¿Qué puso en evidencia el hecho de que Cristo se quedara en el mismo lugar esos dos días? Varias cosas: Marta supo que su hermano resucitaría. Luego encontramos esas dos palabras que fueron de gran aliento para muchos corazones delante de una tumba abierta: “Jesús lloró” (v. 35). Y sobre todo brilló la gloria de Dios y se manifestó el poder de Cristo sobre la muerte. Fue un siervo perfecto y jamás hizo un movimiento sin haber recibido la orden para hacerlo. El deber de un siervo es esperar por así decirlo, que suene la campanilla de su amo, y luego saber lo que este desea y hacerlo. Cristo fue un siervo perfecto.
Tomemos ahora el tercer pasaje: Éxodo 21:2-6. No dudo de que en esta oreja horadada con lesna se represente la muerte de Cristo. Pero también tenemos lo que lo caracterizó de una manera bendita a lo largo de toda su senda: una sumisión absoluta y completa a Dios.
Como hombre, amaba a su Señor, a su Dios; amaba a su esposa, a sus hijos, a aquellos que, colectivamente, estaban unidos a él; no quería salir libre. Cristo amó a la Iglesia. Este pensamiento forma el alma y une el corazón al Señor. El afecto por Él, que responde al de su Señor, es muy importante. Usted puede ser un hombre muy religioso pero sin este afecto, será un cristiano muy pobre. ¡Usted podrá ser tan brillante como un bloque de hielo… pero también tan frío como este!
Hoy se da mucha importancia a la inteligencia, aun cuando somos considerablemente ignorantes. Creemos tener más conocimientos de los que en realidad tenemos. Entonces cuando las dificultades afloran, o surgen cuestiones de doctrina, nos sorprende descubrir cuán fácilmente los creyentes quedan desconcertados. ¿Qué es lo que guardará a un alma? ¿La inteligencia? ¡No! ¡El afecto! ¡Más exactamente, la conciencia de Su amor por nosotros! Sin esto la profesión cristiana es lo más lamentable que puede existir. Si nuestro corazón no goza del amor del Señor, somos verdaderamente miserables.
El siervo hebreo amaba a su señor (imagen del amor de Cristo por Dios), a su mujer y a sus hijos (que representan a la Iglesia). Él no quería separarse de ellos. La oreja horadada indicaba esto: imagen conmovedora de Su muerte. Así, en relación con la oreja y el servicio de amor de Cristo, el Salmo 40 presenta su nacimiento, Isaías 50 su vida y Éxodo 21 su muerte.
Guardemos este pensamiento en nuestro corazón: el Señor no quiere que nos apartemos de Él, no solo en la eternidad, sino también en el presente. Por eso se empeña en quitar toda partícula de polvo de la tierra, y toda impureza que separaría nuestra alma de Él; quiere así tenernos tan cerca de sí que no seríamos felices si hubiera la más mínima distancia. Es Juan 13. Tal es nuestro lugar hoy, mañana y eternamente.
El punto de partida del cristianismo es un nuevo hombre en una nueva posición, en la gloria. No es el primer Adán en el estado de inocencia, ni bajo la culpabilidad, ni en la muerte ni en cualquier otro estado. Este hombre desapareció; ahora estoy “en Cristo” (véase 2 Corintios 5:17), una condición nueva que jamás había conocido antes. ¿Goza usted de la verdadera libertad de alma? A veces oímos decir: «Estoy muy turbado con respecto a mí mismo, estoy tan desilusionado; mis esfuerzos no dan ningún resultado». Usted está trayendo todo al «yo». ¿Por qué el hombre de Romanos 7 es tan miserable? Porque habla cuarenta veces de sí mismo antes de hablar por primera vez de Cristo. ¿No aprendió a conocer lo suficientemente su miseria? Eso creo. Mire a Cristo; vea lo que es para Dios. ¿Dónde está el cristiano? Allí, en Cristo, delante de Dios; cualquier harapo o vestigio de ese viejo «yo» no aparece más. Si esta certeza no es producida en su alma por el Espíritu Santo, usted no vive todavía la vida de un cristiano.
El hombre ocupa ahora una maravillosa posición de favor en Cristo delante de Dios, en Aquel que es nuestra vida, nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestro todo. No existía un lazo de verdadera unión con el Señor hasta que Él murió y resucitó. No se podía hablar de nuestra posición antes que el Señor resucitase. Estudie el evangelio de Juan con este pensamiento, y verá que en los capítulos 1 a 12 Él dice a menudo: “mi Padre”, en los capítulos 13 a 19 “el Padre”, y en el capítulo 20: “vuestro Padre”. Es el evangelio del Padre desde el principio hasta el final. En el capítulo 13 lleva a los discípulos, por así decirlo, a un estado de transición. En el capítulo 20, toda la verdad es puesta en evidencia cuando dice: “a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (v. 17). Nos establece en una relación indisoluble consigo mismo, en la misma posición que Él ocupa.
Así como en Génesis 2:7 Dios sopló en el hombre aliento de vida y fue este un ser viviente, así también en Juan 20:22 el Señor ya resucitado de entre los muertos sopla en sus discípulos su vida y su naturaleza. Les había anunciado antes: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” (14:19). ¿Cómo puede estar un alma “en Cristo”? Por el Espíritu Santo, evidentemente. Delante de Dios estoy “en Cristo”, quien es mi vida, y el Espíritu Santo viene a morar en mí para que yo me apropie y haga realidad todas estas verdades; porque “el Espíritu es la verdad” (1 Juan 5:6). Está escrito también que “el Espíritu vive” (véase Romanos 8:10-11).
Al establecerme en la misma posición que él ocupa delante de Dios —ese es mi lugar—, Cristo, por su ministerio, hizo entrar mi corazón en el gozo inteligente de esta posición. Juan 13 desarrolla lo que el amor hace por su objeto.
En Mateo 26:17 los discípulos vienen al Señor para saber dónde deben preparar la pascua, pero no se especifica quién hace la pregunta. En Marcos 14:13 dice que Él envía a dos discípulos y Lucas 22:8-9 precisa que esos dos discípulos son Pedro y Juan. Juan, con su acostumbrada reserva, no menciona nada sobre los que la prepararon, pero cuando todo estuvo listo para que se sienten a la mesa, solo él relata: Él nos lavó los pies y nos hizo aptos para gozar de su comunión. Luego, animado por el conocimiento de tal amor, se recuesta “al lado de Jesús” (Juan 13:23).
Juan 13 ilustra la diferencia entre el servicio de Cristo como sacerdote y como abogado. El sacerdocio nos mantiene delante de Dios en el gozo de nuestra posición según todo el valor y la eficacia del sacrificio en virtud del cual soy llevado a Dios. El servicio de abogado tiene relación con el Padre; es introducido para hacerme volver a gozar de esa relación. El sacerdocio es preventivo. El servicio de abogado se ejerce después de la caída en vista de la restauración. Todo es perfecto amor.
En este capítulo 13 de Juan, Cristo desciende, se humilla en gracia, y se propone lavar los pies de los que ama. Para Pedro tal humillación por parte de su Maestro es inconcebible: “No me lavarás los pies jamás” (v. 8). El Señor responde: Pedro, no podrás entrar en mis pensamientos y disfrutarlos si no me dejas hacer como quiero: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo”. Entonces Pedro dice: “Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza” (v. 9). Pero esto tampoco conviene. “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio” (v. 10). Es la respuesta del amor. No puede soportar ninguna mancha en el que ama. Esto no quiere decir que el amor es ciego. No, el verdadero amor, al contrario, tiene una vista aguda. Ve las manchas y se ocupa de quitarlas. Nada es más agradable que pensar en Su amor mientras está ocupado en lavar nuestros pies.
Cuando un hermano nos ayuda y nos dice una palabra de aliento, ¿de dónde viene esto? del Señor en la gloria, sirviéndose, por así decirlo, del lebrillo y del agua. El medio usado no tiene ninguna importancia. Poco importa la naturaleza del conducto que trae el agua, metálico o arcilla, con tal que el agua llegue con su virtud purificadora y refrescante. Si esta noche usted recibe un poco de aliento, ¿de dónde viene? de Su corazón, desde la gloria.
Una segunda lección de gran importancia se nos da en Juan 13. Para ser inteligente y conocer el pensamiento del Señor es necesario estar cerca de Él. Es lo que Juan nos enseña con su propia actitud. Solo Judas sabía quién iba a entregar al Señor, y cuando Él dice: “De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar. Entonces los discípulos se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba” (v. 21-22). ¡Cuánto nos parecemos a ellos! Cuando el nivel espiritual es bajo, hay frialdad en una iglesia, sucede que nos miramos unos a otros. No hay nada mejor que la Mesa del Señor para poner en evidencia el estado de los corazones. ¿Desea usted acercarse a la Mesa del Señor? Haga ese solemne paso solo si desea realmente andar con el Señor. Todo es puesto en evidencia allí. Todo se manifiesta. Fácilmente decimos: ¡Qué bueno es acercarse a la Mesa del Señor! Pero es algo muy grave si no desea verdaderamente estar allí para el Señor. Todo se manifiesta porque Él está allí.
Después de haberse mirado unos a otros, las conciencias de los discípulos fueron trabajadas. Se miraron a sí mismos y entonces cada uno preguntó: “¿Soy yo, Señor?” (Mateo 26:22; Marcos 14:19). Pero no hubo respuesta. Pedro, con todo su amor, carecía de inteligencia espiritual. Quería saber quién era el traidor, pero no tenía la capacidad de formular la pregunta correctamente. ¿Por qué no preguntó al Señor mismo quién lo traicionaría? Porque sentía lo que a menudo hemos sentido nosotros mismos: que otro estaba más cerca que él del Maestro. Entonces hizo señas a este otro para que preguntara: ¿Quién es? “Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado al lado de Jesús. A éste, pues, hizo señas Simón Pedro, para que preguntase quién era aquel de quién hablaba. El entonces, recostado cerca del pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es?” (Juan 13:23-25). La intimidad es el resultado del afecto, y es el origen de una verdadera inteligencia.
Pedro no estaba en la intimidad de Cristo como aquel que estaba recostado a su lado. No podemos dudar de que este es Juan, porque se nombra siempre así: “El discípulo a quien amaba Jesús”. Creía en el amor del Señor por él, se deleitaba en él y permanecía siempre cerca de la fuente. Era como decir: Sé que me ama; quiere que yo aprecie su amor y nada le agrada tanto como mi presencia lo más cerca posible de él.
¿Sabe lo que yo aprecio de mis amigos? Que ellos aman mi compañía. Juan actuó según este principio con el Señor; y, queridos hermanos, quisiera decirles: Cultiven esta proximidad a Cristo. Cultiven en su alma ese sentimiento de que si se alejan de Él, por poco que sea, Él sufre, y Su deseo es que se vuelvan a acercarse a Él.
Pero el servicio de amor de ese precioso Señor no termina con lo que Juan 13 nos presenta. Sigue hasta el fin. En Lucas 12, capítulo que se ocupa primero de temores y preocupaciones, tenemos el tercer aspecto del ministerio de Cristo. ¿Cómo quita el miedo del hombre? Con un temor más grande, el temor de Dios. ¿Cómo aleja la preocupación? Con la certeza de los cuidados de Dios. Dice: Ahora pueden pensar libremente en Mí. Aquí abajo todo se arruina (v. 33). La polilla, el orín y el ladrón lo echan todo a perder (Mateo 6:19-20).
¿Tiene un tesoro en los cielos? Puede que diga: «Traté de hacer de Cristo mi tesoro». ¿Descubrió que Cristo tiene un tesoro inestimable aquí en la tierra? Si va y pregunta a Juan ¿dónde está el tesoro de Cristo?, le respondería: Preferiría no decirle su nombre, pero sé de quién se trata. Es el discípulo que Él ama. Cuando usted descubra que Él tiene un tesoro en la tierra y que ese tesoro es usted, entonces podrá decir verdaderamente: «Él es mi tesoro en el cielo». Es la reciprocidad del amor. Usted no puede rechazarlo.
Cuando el sentimiento del amor de Cristo y de lo que Él sufrió por usted sea manifestado en su corazón, usted se entregará a Él enteramente. Pero no lo será antes de que descubra que usted es su tesoro; solo en ese momento Él será el suyo. No tendrá que hacer ningún esfuerzo. Y si Él es su tesoro ¿no quisiera verlo? Ciertamente. Pero ¿cuándo quisiera usted que el Señor venga? ¿Esta noche? ¡Ahora mismo! ¿Verdad? ¿Está listo? ¿Lo espera?… ¿Listo para abrirle en seguida?
Como médico a veces voy a una casa, llamo, pero tengo que esperar un momento antes de que me abran. ¿Por qué? Me doy cuenta de que arreglaron un poco la casa antes de mi visita. ¿Tiene usted también que poner algo en orden antes que el Señor venga? ¿O está listo para que Él venga en este mismo instante? ¿Podría abrirle en seguida?
Los temores han desaparecido, las preocupaciones fueron echadas sobre Él. El corazón mira hacia arriba. Somos dejados en este mundo para ser luces para Cristo. ¿Lo somos en nuestros negocios, en casa, en nuestro vecindario, esperando al Señor en esta oscura tierra, manchada por el pecado? ¿Mira hacia arriba, ahora, mientras espera al Señor, deseando recibirlo cuando venga?
Vea el versículo 37 de ese capítulo 12 de Lucas: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles”. ¿Cuál es el alcance de estas palabras: “vendrá a servirles”? Cuando nos haya llevado a la gloria, no dejará jamás de ser aquel que nos sirve. Nos servirá para siempre. ¡Qué amor! Se revistió de humanidad para servirnos. Nunca dejará de ser un hombre. Así lo conoceremos siempre en la gloria.
“Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado” (Juan 17:24). Esto fue parte de su oración. Pero más profundo que la gloria es el amor que nos lleva allí. Todavía no estamos en la gloria, pero ya estamos en el amor que nos introducirá allá. La exhortación del Espíritu es: “Conservaos en el amor de Dios” (Judas 21). Que, “arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (Efesios 3:17-19). Tal era la ferviente oración del apóstol por los creyentes.
¡Quiera el Señor darnos a conocer lo que es permanecer en el gozo constante de este amor, a causa de su nombre!