Introducción (Levítico 24:1-9)
Este pasaje ilustra, sobre la base de la historia de Israel y de la unidad de la nación de Israel, la más profunda verdad acerca de la unidad de “un solo cuerpo” (1 Corintios 12:12). Es mi propósito presentar el hecho de la unidad del Israel de Dios, su pueblo terrenal, a modo de ilustración como ejemplo de la unidad de la Iglesia de Dios.
En este pasaje tenemos una de las figuras más expresivas y bellas, que de cierto puede centrar la atención del aspecto espiritual; tenemos en esas doce tortas puestas sobre la mesa de oro delante de Dios, la representación de la unidad indisoluble y, a la vez, la distinción que caracterizan las doce tribus de Israel. Así que, se presenta una gran verdad: la perfecta distinción y, no obstante, la indisoluble unidad de las doce tribus de Israel, también notando que hay una frecuente ocurrencia en este capítulo de las palabras “continuamente”, “perpetuo”, “siempre”. Una y otra vez estas palabras se encuentran en este pasaje. Pero ¿qué quieren decir? Ellas expresan que la unidad del pueblo de Dios, Israel, no era una cosa de hoy ni de mañana; esta era una gran verdad, una verdad eterna de Dios prefigurada en aquellas doce tortas sobre la mesa de oro, puestas delante de Dios...
¡Qué ejemplo, qué figura! En esas doce tortas sobre la mesa de oro, tenemos la verdad eterna acerca de la condición del pueblo a los ojos de Dios: vista desde el punto de Dios la nación era una, cualquiera que fuera su condición, y como la considere el hombre. Lo repito, desde la perspectiva divina, vista al fulgor de esas siete lámparas de oro que, en otras palabras, eran la expresión de la luz y del testimonio del Espíritu Santo, basados en y vinculados a la obra perfecta de Cristo, Israel es uno, la nación es una. Hay doce tribus mantenidas en la unidad, aunque en los tratos gubernamentales de Dios, y desde la perspectiva del hombre, la nación puede estar sufriendo el castigo de su pecado. En una palabra, sin importar qué tanto la nación de Israel esté esparcida, quebrantada y pisoteada según la mirada del hombre, es una sola e indivisible a la vista de Dios —en los consejos eternos de Dios— y para los ojos de la fe. Negar esto es cuestionar la integridad de la verdad de Dios. Si tomamos una actitud ligera y relajada frente a las Escrituras en un punto, quedamos expuestos a hacerlo en todos.
A continuación, presentamos algunas ilustraciones de cómo la fe se apropió de esta gran verdad y actuó en consecuencia.
Elías tisbita (1 Reyes 18)
Esta escena de la historia de Elías tisbita tiene lugar en el monte Carmelo. Es un ejemplo del poder de la fe en esa gran verdad de la unidad de las doce tribus de Israel.
Elías edificó su altar con doce piedras. ¿Por qué edificó un altar con doce piedras? ¿Cuál era su autoridad para esto? Estaba de pie frente a ochocientos profetas falsos, se encontraba frente a todo el poder de Jezabel, y ante la ruina y la apostasía. Las diez tribus se habían separado de las otras dos. Desde la perspectiva del hombre existía una fractura en la nación, pero desde el monte Carmelo Elías mira a esa nación como Dios la ve, y con los ojos de la fe. Elías no piensa, ni dice para sí: «No sirve de nada que tome esta posición elevada ahora, ni tampoco que intente hacer un altar con doce piedras. El día para esto quedó atrás. Debo bajar el estándar de acuerdo con la condición práctica de las cosas que me rodean. Estuvo bien y fue perfectamente coherente que Josué o Salomón construyeran un altar así, pero sería una locura de mi parte. Sería el colmo de la presunción hablar de un altar de doce piedras cuando las diez tribus y las dos están divididas, y cuando toda esta escena está sumida en la ruina».
No, Elías no pensó de este modo; tomó su posición sobre la base imperecedera de la fe. Él puso su pie donde todo hijo de Dios lo debe poner, es decir, sobre la indestructible revelación de Dios. Podemos considerar este acto a la luz de las siete lámparas de oro, que irradian aquella mesa revestida de oro en el santuario de Dios. Vemos que las palabras “continuamente”, “perpetuo” y “siempre” están grabadas en toda la historia de la verdad de Dios y de Sus pensamientos con respecto a Israel. Elías no sabía nada del pensamiento tan común hoy en día: «Es inútil hablar de la unidad de la Iglesia de Dios»...
Podemos pararnos al lado de ese hombre de fe en el monte Carmelo y preguntarnos: ¿Dónde están las doce tribus? Bien se le podría haber dicho con igual fuerza a Elías tisbita: «No me hables de la unidad de la nación. Esto es una cosa del pasado. Ya no existe más. Es el colmo de la presunción pensar en edificar un altar con doce piedras cuando el pueblo está dividido y su unidad rota». No obstante, ¿qué peso habrían tenido tales palabras para nuestro profeta? Ninguno en absoluto. Elías miraba a la nación desde el punto de vista divino, y por lo tanto erigió su altar con doce piedras “conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre” (v. 31).
Ahora, la cuestión delante de nosotros es, ¿cuánto tiempo debía subsistir la unidad de Israel? Continuamente, perpetuamente y para siempre. Es sobre esta base que Elías tomó su posición.
Y notemos además, aquello que es de gran importancia. No fue una mera especulación de la mente de Elías. No era un dogma inoperante, ni una opinión poco influyente que él sostenía. Podría haber guardado la verdad de la unidad de Israel como una teoría fría, en el terreno de su intelecto, y quizás muy cómodamente podría haber seguido su camino y dicho en su corazón: «Creo en la unidad de la nación de Israel, pero no voy a confesarla. No hay una manifestación de ella, y, por lo tanto, no voy a hablar de ella; no voy a tomar, por así decirlo, mi posición sobre esto. No voy a llevarla a cabo». Él sintió justamente que, si la unidad de las doce tribus era una gran verdad, debía entonces cumplirla a toda costa, y así pues lo hizo. ¿Cómo? Edificando un altar con doce piedras, “conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre”. La fe nunca podría renunciar a esto. Era una gran verdad práctica, para apropiarse y actuar en consecuencia a pesar de tantas dificultades y muchos detractores. Elías no pudo rebajar el estándar ni un poquito. No podía permitir que la verdad de Dios fuera pisoteada por los sacerdotes y profetas de Baal. Sintió que el sacrificio que estaba a punto de ofrecer al Dios de Israel solo podía ofrecerse en un altar de doce piedras. Esto era fe.
Esto realmente exige nuestra más profunda atención. No es una mera cuestión de opinión que se pueda tomar o dejar según nuestro gusto. Algunas personas hablan de guardar la doctrina de la unidad mística del cuerpo de Cristo; pero no hay verdad que no esté diseñada para ser llevada a la práctica, o que no esté concebida para tener influencia en el corazón y en la vida. En el caso de Elías, esto fue muy evidente. La unidad de las doce tribus era para él una gran realidad; era algo que se sentía movido a confesar en presencia de los ochocientos profetas de Baal, y delante de Jezabel y sus persecuciones. Elías no escondió la verdad debajo de un almud, ni debajo de una cama, sino que la confesó abierta y valientemente ante los hombres y los demonios. Edificó un altar con doce piedras y, al hacerlo, expresó su fe viva en esa gran verdad, a saber: la unidad eterna de la nación de Israel.
Si Elías no hubiera hecho esto, habría rebajado el estándar de la verdad de Dios a tal punto de exponerla a ser pisoteada en el polvo por los profetas de Baal. Esto no lo podía hacer. La verdad de Dios era algo sagrado. No solo fue así, sino que sigue siendo así hoy en día, y siempre lo será. Tal como el profeta lo sintió, así actuó. Y podemos afirmar que si no hubiera edificado el altar con doce piedras, el fuego de Dios no habría caído sobre el sacrificio. Ese fuego fue la expresión de la aprobación divina. Era como la gloria de Dios llenando el tabernáculo de otrora, y el templo después, cuando todo se había hecho según el mandato divino. ¡Qué escena más sublime para el corazón! Es magnífico ver al profeta Elías desplegar el estandarte en presencia de esos ochocientos profetas falsos, y leer allí en caracteres imperecederos la verdad de la unidad de la nación de Israel.
Hay en ello una grandeza moral que cautiva el corazón. Y más que eso, hay poder moral en ello para sostener nuestros corazones en la confesión de la unidad del cuerpo de Cristo frente a todo el desprecio y el oprobio que podamos encontrar cuando procuremos guardar esa preciosa verdad, “un cuerpo, y un Espíritu” (Efesios 4:4). ¿Creemos que a Elías no le dolió en su corazón que las diez tribus y las dos estuviesen divididas? ¿Suponemos que no tuvo lágrimas para derramar a causa de la ruina y la desolación que había a su alrededor? ¡Ah! No por cierto. Miremos una vez más al profeta, ¿dónde? Veámoslo postrado ante Dios, con su rostro entre las rodillas, hundido en tierra (1 Reyes 18:42). Esperando —esperando en Dios—, ¿para qué? Hasta que apareciera una nube, presagio de una bendición que brota de las inagotables riquezas de Dios, quien, a pesar de toda la infidelidad de su pueblo, está siempre dispuesto a responder a la fe donde sea que ésta se manifiesta. La fe reconoce la ruina, se inclina profundamente bajo su realidad, pero se eleva por encima de ella y cuenta con Dios, quien nunca le falla a un corazón que permanece confiado en Él.