Josías (2 Crónicas 34 y 35)
En este pasaje encontraremos una ilustración sorprendente de este mismo principio tan poderoso. Josías, al igual que Ezequías y Elías, reconoció la unidad de las doce tribus y actuó de acuerdo con esta verdad en contraste con la condición más deprimente y humillante en que estaban las cosas. Actuó según la verdad inmutable de Dios, y no según el estado práctico del pueblo de Dios. Él llevó todas sus reformas a cada una de las ciudades que pertenecían a Israel. Al comienzo de ese maravilloso día, él ordenó a los levitas que sirvieran a Dios, y no a su pueblo Judá, sino a “su pueblo Israel” (35:3). Él sólo puede hablar y obrar considerando la nación conforme a la mente revelada de Dios, y no de acuerdo con su condición práctica. Es el altar de doce piedras una vez más. Es “por todo Israel… el holocausto y la expiación” (29:24). Son las doce tortas sobre la mesa de oro, bajo la luz de las siete lámparas de oro. Es el Israel de Dios bajo la mirada de la fe.
No obstante, Josías estaba en el punto más vulnerable; la nación se encontraba en la víspera de su disolución; Nabucodonosor estaba casi a las puertas; pero no importaba. Todo estaba a punto de desmoronarse; tampoco importaba, pues la fe no se iba a desmoronar. Josías en espíritu, y en principio, regresó a la mesa de oro, el único lugar al que podía llegar la fe. Que sepamos guardar en nuestro corazón esta preciosa verdad, que nuestras almas sean avivadas y que nos sea dado el vigor necesario para toda nuestra carrera práctica.
El estudio de estas escenas históricas de las Escrituras del Antiguo Testamento lleva al alma a un contacto personal y vivo con la verdad de Dios y a la conciencia bajo la luz y la autoridad de las Sagradas Escrituras.
Ahora bien, esto último fue lo que hizo Josías. Habiendo sentido en su propia alma la poderosa acción de la Palabra de Dios, trató de poner a sus hermanos bajo la misma poderosa influencia (véase 34:29-30). ¿Y cuál fue el resultado? Que ni desde los días de Samuel el profeta ni desde el reinado del rey Salomón, aquellos períodos brillantes y espléndidos, nunca fue celebrada una pascua tal como la que se hizo en tiempos del rey Josías al final de la historia de la nación. ¿Qué significa esto? Es la respuesta de Dios a la fe de su siervo. Josías tomó su posición por medio de la fe en Dios, y Dios respondió a la fe. Tal pascua no había sido celebrada en todos los días de los reyes. ¡Pensemos en esto! Hubo todas las glorias en el reinado de Salomón, y todas las victorias en el reinado de David, pero está el testimonio del Espíritu Santo de que nunca hubo pascua tal como la que se celebró en el reinado de Josías. Y como se puede ver, el mismo hecho de las circunstancias en las que él se encontraba, arrojó un halo alrededor de su fe, y Dios fue más glorificado por Josías al asumir esa posición que por todo el oro y la plata que fluyeron hacia el tesoro de Salomón.
Daniel
Los casos a los que ya hemos hecho referencia proceden del período anterior al cautiverio. Ahora llegamos a una instancia que corresponde al tiempo del cautiverio. En el sexto capítulo del libro de Daniel, tenemos otra sección en la historia de la fe. Este capítulo abre ante todos nosotros el mismo gran principio. Aquí vemos un exiliado, un cautivo de los hijos de Judá, en las circunstancias más deprimentes y humillantes. La gloria y el poder se habían apartado de Israel. Los actos judiciales y los tratos gubernamentales de Dios habían surtido efecto sobre ellos. Todos fueron separados y llevados cautivos; la ciudad quedó en ruinas; ¡todo se había ido!
Pero ni la Palabra de Dios, ni Su verdad ni Su fidelidad estaban en ruinas. Por eso, tampoco la fe del pueblo de Dios estaba en ruina. Esta última brilla con peculiar lustre en la vida de ese notable exiliado, Daniel. De hecho, a juzgar por su historia, parecería que cuanto más profunda era la penumbra que envolvía a la nación en su conjunto, más brillantes eran los destellos de la fe individual.
Así fue durante el cautiverio babilónico. Aunque los cautivos tuvieron que colgar sus arpas sobre los sauces (Salmo 137:2), aunque traspasada era la gloria de Israel, aunque los utensilios de la casa de Dios estuvieran en la casa de un dios falso, aunque todo era lo más deprimente y opresivo que podía ser; sin embargo, la fe de Daniel se elevó majestuosamente por encima de la penumbra circundante y se aferró a la verdad eterna e inmutable de Dios; y no sólo se apropió de ella, sino que la puso en práctica. Abrió las ventanas de su cámara y oraba hacia Jerusalén (Daniel 6:10). ¿Por qué hizo esto? ¿Por qué orar hacia Jerusalén? ¿Era esta una idea propia o era el fruto de algún gran principio divino? Indudablemente esto último, como podemos notar al echar un vistazo en 2 Crónicas 6:36-38. Estas palabras anticipan la posición en la que se encontraba Daniel y prescriben la forma en la que se debía actuar: “Si se convirtieren a ti de todo su corazón y de toda su alma en la tierra de su cautividad, donde los hubieren llevado cautivos, y oraren hacia la tierra que tú diste a sus padres, hacia la ciudad que tú elegiste, y hacia la casa que he edificado a tu nombre”.
Esta fue la base sobre la que actuó Daniel en Babilonia en los días de Darío; esta era su autoridad. La fe siempre busca y encuentra una garantía para su acción en la Palabra de Dios. Es un momento de suma importancia. Si Daniel no hubiera hallado un respaldo de parte de Dios sobre el cual podía orar hacia Jerusalén, su conducta habría sido absurda en extremo. Hubiera sido el colmo de la locura precipitarse al foso de los leones simplemente para defender alguna creencia propia. Pero, por otro lado, si había un principio divino involucrado, entonces su conducta era la que podemos llamar perfectamente, «la adecuada». De hecho, es como “por todo Israel… el holocausto y la expiación” (2 Crónicas 29:24); una vez más como lo era el altar de doce piedras; las doce tortas en la mesa de oro; era poseer el fundamento de Dios y estar en Su terreno, a pesar de la ruina desesperada evidente en la dispensación y la profunda tristeza moral que se cernía sobre el horizonte de la nación. La fe actúa teniendo como base la verdad de Dios, sean las circunstancias externas que sean; y Dios siempre honra esta fe y le permite recoger una preciada cosecha en medio de las circunstancias más lúgubres y humillantes.
Entonces vemos que Daniel simplemente siguió el ejemplo de hombres de otros tiempos como Josías, Ezequías y Elías. Ocupó el mismo terreno que aquellos varones de Dios los cuales, frente a las terribles dificultades, habían sostenido con mano firme el estandarte de la verdad eterna. Toma su lugar en medio de esa “gran nube de testigos” de la que habla el Espíritu Santo en Hebreos 11, testigos del poder y el valor de la fe en el Dios vivo. Abrió las ventanas y oró hacia Jerusalén, aunque Jerusalén estaba en ruinas; oró hacia el templo, aunque el templo estaba en cenizas. No miró las cosas que se veían, sino las que no se veían. Poseía el fundamento de Dios, el centro de reunión de las doce tribus de Israel, aunque ese centro no estaba al alcance de la visión humana, y las doce tribus estaban esparcidas hasta los confines de la tierra. No rebajó el estándar de Dios para adecuarlo a la condición de Israel, sino que lo sostuvo con la mano vigorosa de la fe.
Y ¿cuál fue el resultado? ¡Un triunfo espléndido! Es cierto que tuvo que bajar al foso de los leones (Daniel 6:16); pero volvió a subir. Bajó como testigo y subió como un vencedor. Todos aquellos a quienes Dios hace dignos se levantan luego de haber bajado. Esta es la ley del reino. Daniel bajó al foso; pero no cabe duda de que alguna vez haya vivido una noche más feliz en la tierra que aquella que pasó en ese foso. Él estaba allí para Dios, y Dios estaba allí con él.
Así fue la noche. Pero ¿y en la mañana? ¡Todavía victoria! El monarca más orgulloso de la tierra fue sometido ante el exiliado cautivo. A Daniel se le permitió darse cuenta en su propia persona de la verdad de esa promesa temprana a Israel: “Te pondrá Jehová por cabeza, y no por cola”. Siempre es así. A aquel que actúa teniendo la verdad de Dios como base, independientemente de las circunstancias externas, se le permite saborear la comunión más elevada que se haya conocido o se pueda conocer en los momentos más brillantes de la dispensación.
Este es un principio inmensamente importante, y uno en el que insistiremos fervientemente a ser tenido en cuenta por todos los cristianos. En ocasiones, cuando estamos bajo las devastadoras influencias de la incredulidad, somos propensos a creer que es imposible disfrutar de los elevados privilegios propios de nuestro llamamiento como cristianos, mirando los fracasos y la ruina en la Iglesia. Este es el miserable error de una incredulidad oscura y deprimente. La fe, en cambio, tiene en cuenta a Dios. Fija su mirada en Su revelación imperecedera e inmutable. Se basa en la fidelidad infalible de Dios y, por lo tanto, disfruta de la comunión con la verdad más elevada que caracteriza a la dispensación en la cual vive.
Daniel demostró esto en su tiempo, y también lo harán todos los que actúen según este mismo gran principio.
Sin duda se le podría haber dicho, como se suele hacer con mucha frecuencia en nuestros días: «Es el colmo de la locura y la presunción; eres un entusiasta visionario al estar orando hacia un lugar que es escenario de desolación; más bien deberías silenciar el mismo nombre con el olvido; deberías correr la cortina del silencio sobre el mismo nombre de Jerusalén; es el mismo escenario de tu ruina y humillación». Pero Daniel estaba en el profundo y precioso secreto de Dios. Hizo suyo el punto de vista divino y lo vio todo desde allí; y de ahí la exactitud de todo su rango de visión, de ahí la firmeza de su camino y el esplendor de su victoria...
Hoy en día se escucha mucho sobre la ausencia de poder en la Iglesia. Se nos dice que no hay poder para esto, ni poder para aquello. Nuestra simple respuesta a todo este tipo de razonamientos es que no se trata en absoluto de poder, sino de obediencia. ¿Había mucho poder en los días de Daniel? Sí había. Estaba el poder de la fe y el poder de la obediencia. No es el poder externo, los dones ostentosos o los milagros asombrosos lo que debería caracterizar a la Iglesia hoy en día, sino ese espíritu de obediencia tranquila, humilde y firme que guía al varón de Dios por la senda angosta de los mandamientos de Dios. En esto se deleita nuestro Dios, y en esto Él concede la dulce garantía de su presencia.
Dios da la certeza de su presencia donde hay fe para creer en su Palabra, donde hay fe para confesar su verdad. No importa cuáles sean las dificultades, no importa cuán grande sea el desaliento, nunca se debe abandonar el fundamento. La fe individual se deleita en el fulgor de la verdad eterna de Dios, a pesar de la ruina y el aparente fracaso del pueblo de Dios.
Este es un principio revestido de gran simplicidad, pero a la vez de la mayor magnitud y de un gran valor práctico.
Conclusión
Si miramos a nuestro alrededor, si juzgamos por lo que pueden ver nuestros ojos, y sacamos nuestras propias conclusiones en medio de la ruina de la cristiandad, puede parecer una quimera ociosa hablar de la unidad de la Iglesia de Dios. Pero no es así; simplemente miramos a Dios y a su Palabra; creemos lo que Él dice, no porque lo veamos o sintamos, sino porque Él lo dice. Esta es la fe. ¿Por qué creemos en el perdón de los pecados? ¿Por qué creemos en la presencia del Espíritu Santo? ¿Por qué creemos en cualquiera de las grandes verdades fundamentales del cristianismo? Simplemente porque los encontramos en las eternas páginas de inspiración divina. Bien, precisamente sobre la misma base creemos en un Cuerpo y en la unidad indisoluble de la Iglesia de Dios.
“Hay un cuerpo”. No dice: «Había» un cuerpo o «habrá» un cuerpo. No; él dice: “Hay un cuerpo”. Aquí está nuestra autoridad para creer y confesar esta gloriosa verdad, y para nuestro testimonio práctico contra todo lo que la niega. Debemos tomar un punto de vista verdadero, y entonces toda nuestra perspectiva será la correcta. Es imposible rendir una confesión verdadera sobre la unidad de la Iglesia de Dios mientras estamos conectados con lo que en la práctica la niega...
¿Están los muchos cuerpos de la Iglesia profesante de acuerdo con el “un cuerpo” de Efesios 4? Claramente no. Entonces es nuestro deber divinamente designado mirar al Señor Jesús y huir de la ruina que nos rodea, para encontrar nuestros recursos en la suficiencia total del nombre de Jesús.
“Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio.”
(Hebreos 13:13)
“Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz,
con los que de corazón limpio invocan al Señor.”
(2 Timoteo 2:22)