Introducción
“Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor
y Salvador Jesucristo.”
(2 Pedro 3:18)
Las páginas que siguen nos presentan la Persona del Señor Jesús mismo. Pero este tema es amplísimo, de manera que es preciso delimitarlo. Lo hemos dividido en cinco partes, cada una de las cuales considera un período distinto de la vida de nuestro Salvador, tal como se desarrolló alrededor de cinco pueblos:
- Belén, donde nació;
- Nazaret, donde fue criado;
- Capernaum, centro de su ministerio en Galilea;
- Betania, tal vez el único lugar donde encontró algunos corazones que lo entendieron y donde manifestó su gloria de una manera particular;
- Emaús, donde el Hombre resucitado abrió las Escrituras a dos discípulos cuyo corazón ardía.
Cinco pueblos, cinco etapas de la vida de Jesús en la tierra, donde se ha manifestado esta gloria, de la cual el apóstol podía decir: “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).
«¿Cuál era a los ojos de Dios el valor del viaje que los israelitas hacían de Egipto a Canaán? No las fatigas y las dificultades que soportaban (¡más o menos bien!), sino el hecho de que el arca estaba en medio de los peregrinos, cargada por un pueblo redimido de Egipto por medio de la sangre y que se dirigía hacia Canaán con fe en la promesa» (J.G.B.). Esta arca era un tipo de la persona de Cristo mismo, presente aquí abajo. ¿No tiene que tener Él el primer lugar en nuestros corazones y ser el centro de nuestros afectos y de nuestros pensamientos?
Es preciso evitar dos peligros cuando se considera una persona tan maravillosa. En Mateo 11:27 el Señor mismo podía decir: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre”. Está el misterio inescrutable de su Persona, en el cual no podemos entrar: «Aquel que había estado con el Padre desde la eternidad y que se había hecho hombre, supera todo conocimiento debido a la profundidad del misterio de su ser, sólo excedida por la del Padre mismo» (J.N.D.). También antiguamente sólo se podía considerar el arca con santa reverencia; los sacerdotes únicamente tenían derecho a cargarla y a nadie se permitía mirar adentro bajo pena de muerte. Lo mismo ocurre con la persona del Hijo: «El Hijo unigénito, el Hijo del Padre, se despojó a sí mismo para cumplir con la voluntad de Dios, sirviendo a miserables pecadores. Pero ¿soportará el Padre que los pecadores desprecien al Hijo, cuando Él ha sufrido tanta humillación por ellos?» (J.G.B.).
Inversamente, alguien podría decir: «Este misterio es tan grande que es demasiado alto para mi». Pero la Palabra nos invita precisamente a considerar esta “gloria como del unigénito del Padre” (Juan 1:14), a “considerar a... Jesús” (Hebreos 3:1), a “mirar a cara descubierta... la gloria del Señor” (2 Corintios 3:18). ¡Qué tema tan maravilloso el de esta gloria moral del Señor! «Nuestro primer deber respecto a esta Luz es aprender por medio de ella lo que Cristo es. No hemos de empezar por medirnos a nosotros mismos a su claridad, con trabajo y ansiedad, sino por conocer a Cristo en toda la perfección moral de su humanidad, con calma, felicidad y agradecimiento. ¡Esta gloria se fue de nosotros! Su imagen viva ya no existe en la tierra. Los discípulos conocían a Cristo personalmente. Era Él mismo el que los atraía, su persona, su presencia, y de esto necesitamos una medida mayor» (J.G.B.).