Belén
“Aquel Verbo fue hecho carne.” (Juan 1:14)
“Se despojó a sí mismo.” (Filipenses 2:7)
La encarnación de Jesús (Mateo 1:18-23; Lucas 1:26-35)
“Grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” nos recuerda 1 Timoteo 3:16. Ante este misterio de Jesucristo manifestado en carne hemos de mostrar la mayor reverencia. Con cuánta sobriedad nos presenta la Palabra —en Mateo desde el punto de vista de José, en Lucas desde el de María— lo que fue la concepción del niño divino: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios”. José no era realmente su padre; sólo lo fue legalmente. En la humilde aldea de Nazaret, una sencilla mujer virgen, ignorada de todos, recibió la revelación misteriosa de lo que iba a pasar con ella, y un pobre carpintero vio sus temores disipados por la promesa de que el niño que había de nacer, concebido por el Espíritu Santo, iba a ser Aquel que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).
“Llamarás su nombre Jesús”, dijo el ángel, tanto a María como a José, o sea Jehová Salvador. A José agrega “llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros”.
A María le precisa: “Será llamado Hijo del Altísimo” y “el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios”.
¡Nombre maravilloso, que hace que el Dios que jamás ha sido visto por ojo humano aparezca en su esplendor inaccesible en la tierra, donde reina la noche! ¡Nombre de Jesús que nadie puede escudriñar, nombre del Dios fuerte de eternidad, y del Cordero, Salvador del mundo, y del Hombre resucitado!
El nacimiento de Jesús (Lucas 2:1-7)
La anunciación había tenido lugar en Nazaret, pero los profetas habían predicho que el Cristo nacería en Belén (Mateo 2:4-6; Miqueas 5:2). Dios usa al emperador mismo, sin saberlo él, para que José y María sean llevados por el decreto del censo a subir “de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén” (Lucas 2:4).
¡Cuántos recuerdos evocaba Belén! Allí se había apagado Raquel cerca de Jacob, exhausta por la marcha y por el nacimiento de Benjamín; su sepulcro todavía subsistía allí.
En los campos de Belén fue donde Rut había espigado, pobre viuda llegada de los campos de Moab para abrigarse debajo de las alas del Dios de Israel. Allí el joven David, despreciado por sus hermanos, había guardado los rebaños. En los mismos campos, los más humildes de la región, unos pastores sencillos iban a recibir el glorioso anuncio del nacimiento del Salvador.
Casi seis siglos antes, los restos de la tribu de Judá, dejados por Nabucodonosor, hallaron refugio en “el mesón que estaba cerca de Belén” cuando huían a Egipto a causa de los Caldeos (Jeremías 41:17). Probablemente fue en ese mismo mesón donde no hubo lugar para el Rey de Gloria; y María, para depositar allí al niño, tuvo que contentarse con el pesebre que sin duda se hallaba en la gruta donde se abrigaba el ganado. Con cuánta sobriedad nos describe la Palabra esta escena que ha dado lugar a tantas reproducciones demasiado espectaculares, rodeadas de una veneración casi idólatra: “Dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”. ¡Esto es todo lo que contiene el texto sagrado!
Los pastores de Belén (Lucas 2:8-20)
El nacimiento del Salvador no fue anunciado por el ángel ni a los habitantes de Jerusalén, ni aun a los ciudadanos más importantes de Belén. Los que recibieron primeramente la noticia fueron aquellos pastores que guardaban sus rebaños durante las vigilias de la noche; el ángel les dijo: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”.
Ciertamente, el Salvador había venido para todos los que iban a poner su confianza en Él, pero, al dirigirse a los pastores, el ángel subraya que para ellos ha nacido; y cada uno de nosotros puede decir: Él ha venido a la tierra para mí.
Igualmente agrega el ángel: “Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre”. ¡Qué señal tan extraña para distinguir a Cristo, el Señor, de entre todos los niños de Belén: estar acostado en un pesebre! Saúl, el primer rey de Israel, se distinguía porque “de hombros arriba sobrepasaba a cualquiera del pueblo” (1 Samuel 9:2). Pero la señal que distinguía a Jesús era su extrema pobreza; y el apóstol podrá decir: “Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9). Proverbios 13:7 ya había dicho: “Hay quienes pretenden ser ricos, y no tienen nada”. Cuántos hombres quieren efectivamente parecer lo que no son, hacer notar una riqueza de bienes o de espíritu que no poseen. Pero la Palabra agrega: “Hay quienes pretenden ser pobres, y tienen muchas riquezas”. Un avaro se hace el pobre para disimular sus bienes, pero no se trata de él aquí, sino de Otro, ¡de Aquel que se hizo pobre aunque tenía grandes bienes! Tal fue Él en el pesebre de Belén.
Los pastores van apresuradamente y hallan “a María y a José, y al niño acostado en el pesebre”, y después de haberlo visto, dan a conocer lo que se les había dicho; y volviendo glorifican y alaban a Dios por todas las cosas que habían oído y visto. Ni María, ni José, sino sólo el niñito había atraído sus miradas y ganado su corazón.
La circuncisión y la purificación de Jesús (Lucas 2:21-38)
“Nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4), se debía cumplir para el niño Jesús todo lo prescrito. Por eso fue circuncidado al octavo día, fue sometido a la señal de la separación del pueblo de Dios en la tierra. Después, al cuadragésimo día desde su nacimiento, los padres lo llevaron a Jerusalén con el doble propósito de presentarlo al Señor y de ofrecer el sacrificio prescrito en Levítico 12.
¿Era preciso un sacrificio para redimir al pequeño? Ninguno, sin duda, ¡y el par de tórtolas ofrecido conforme a Levítico 12:8 era por la madre y no por el niño! ¡Ella sí tenía necesidad de ser purificada por un sacrificio, pero Él era perfecto desde su nacimiento! Normalmente, María hubiera tenido que ofrecer un cordero y no dos tórtolas; y sin duda, sabiendo cuán glorioso era el niño que había dado a luz, lo hubiera deseado ardientemente; ¡pero José y María eran demasiado pobres! La Palabra había previsto eso: “Si no tiene su mano lo suficiente para un cordero, tomará entonces dos tórtolas o dos palominos, uno para holocausto y otro para expiación por ella, y será limpia”.
María sabía, y José también, que el niño que presentaban aquel día al Señor era Hijo del Altísimo, el Hijo de David, el Hijo de Dios. Hubieran entonces podido esperar que al menos algunas personas, sacerdotes, ancianos, el gobernador, reconocieran al niño. Pero todos manifestaron la más completa indiferencia. Sin embargo, Dios quiso que en este día de presentación de Jesús en el templo la gloria de su Hijo fuese puesta en evidencia, discreta, pero claramente.
Advertido por el Espíritu Santo, el anciano Simeón sabía “que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor”. Y es también por el Espíritu que viene al templo en el momento en que los padres traían al niñito Jesús para hacer con Él conforme a la costumbre de la ley. ¡Conmovedora escena: este anciano toma al niño entre sus brazos y bendice a Dios: “han visto mis ojos tu salvación”! A los pastores se les había dicho: “Os ha nacido hoy un Salvador” y Ana hablará de Él “a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”.
“José y su madre estaban maravillados de todo lo que se decía de él. Y los bendijo Simeón”. Hubiera parecido natural que bendijera también al niñito que tenía en sus brazos. Sin embargo, la bendición de aquel anciano solamente descansa sobre los padres y no sobre el niño. Porque “sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor” (Hebreos 7:7) y de ninguna manera podía, aun un anciano, bendecir al Ungido del Señor. Simeón mismo necesitaba Su bendición. ¿No la había encontrado, puesto que podía decir: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz”?
En el mismo momento aparece Ana, quien “daba gracias a Dios y hablaba del niño”. A pesar de su edad, de su soledad, de sus circunstancias tristes, no se quejaba: hablaba de Él. El Señor a quien confesaba que era el Dios del cielo y Aquel de quien hablaba —conforme al texto, la misma persona— ¿no era ese niñito a quien Simeón había tenido entre sus brazos? Aquí también brilla su gloria, discreta y sencillamente, pero al mismo tiempo maravillosamente.
Los magos (Mateo 2:1-12)
Son los últimos visitantes de Belén de los cuales nos habla la Palabra; ¡no hay ninguna certidumbre de que los magos fueran reyes, ni de que fueran tres! Había transcurrido algún tiempo desde el nacimiento de Jesús, puesto que María se hallaba con él en una casa (v. 11) y Herodes, después de informarse diligentemente del tiempo de la aparición de la estrella, decidió mandar matar a los niños hasta la edad de dos años. Venidos de lejos, estos magos traían sus tesoros. “Al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María y, prostrándose lo adoraron”. Su adoración no va a la madre, de ninguna manera, sino sólo al niño, y es a Él a quien ofrecen las riquezas que habían preparado.
Hermoso tipo de culto que podemos ofrecer a Dios, con tal que haya sido preparado de antemano en nuestros corazones lo que le podemos presentar: el oro que, como en el tabernáculo, habla de Aquel que ha venido del cielo, de Aquel que es divino; el incienso, perfume de olor suave que subió a Dios, desprendido de toda su vida, de su muerte, de su obediencia, de su abnegación; la mirra, que recuerda sus sufrimientos. Hoy, como entonces, es importante “no presentarse con las manos vacías delante de Él” (Éxodo 23:15; 34:20).
La huida a Egipto (Mateo 2:13-15)
¿Era acaso para salvar la vida del niñito que él fue llevado a Egipto? Todo el relato de los evangelios nos da la prueba de que no fue así, porque nadie pudo extender su mano contra él antes que llegase su hora; nadie podía hacerlo morir si no se entregaba él mismo. Pero, más bien que llamar la atención, más bien que tener “la herida de espada y de vivir” (Apocalipsis 13:14) como aquel que vendrá más tarde, «fue así, entre otras humillaciones, obediente hasta huir a Egipto, como para salvar su vida de la cólera del rey… Ocultaba su grandeza bajo formas despreciadas» (J.G.B.).
Por otro lado, es evidente que la Providencia divina, Dios mismo, velaba sobre el niño, quien, para que fuese cumplida la Palabra que dice: “de Egipto llamé a mi Hijo” (Oseas 11:1 y Mateo 2:15). Como era el Mesías, fue asociado a su pueblo al ser llamado allá.
Los niños matados en Belén por los celos y la cólera de Herodes eran todos de estos corderos de los cuales Jesús iba a decir más tarde: “El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido” (Mateo 18:1 l). Miseria y dolor en la tierra —consecuencias del pecado y del odio traídos por el enemigo— gozo en el cielo donde la innumerable muchedumbre de los niñitos cantará sus alabanzas.
El cielo ha visitado a la tierra;
Emanuel viene hasta nosotros.
Dios fue hecho hombre:
¡Oh, santo misterio!
¡Que su pueblo le adore de rodillas!