Cinco pueblos /6

Lucas 24:13-53

Emaús

“Ha resucitado el Señor verdaderamente.”
(Lucas 24:34)

El final de los cuatro evangelios, el primer capítulo de los Hechos y el decimoquinto de la primera epístola a los Corintios nos instruyen sobre la resurrección del Señor Jesús. Se mencionan unas diez ocasiones en las que el Señor apareció, una vez a uno solo, otra vez a varios de sus discípulos; y vemos en los primeros capítulos de los Hechos, cómo el testimonio de esta resurrección llena sus predicaciones.

Las apariciones del Señor resucitado

“Habiendo, pues, resucitado Jesús por la mañana, el primer día de la semana, apareció primeramente a María Magdalena” (Marcos 16:9). ¿Por qué quiso el Señor Jesús aparecer en primer lugar a una mujer, y a ésta en particular? ¿No sería por el afecto profundo que ella le tenía y también porque ella era un objeto particular de su gracia? Cuando su nombre es mencionado está especificado que Él había echado fuera de ella siete demonios. Al pie de la cruz, en el sepulcro, cuando José lo deposita allí, y más tarde en el crepúsculo del primer día de la semana, luego en la mañana de la resurrección, volvemos a encontrar a María de Magdala. Juan 20:11-18 nos la muestra llorando, pero toda transformada al reconocer a Jesús y oír su voz que sencillamente le llama: “¡María!”

Después les apareció a las mujeres que regresaban del sepulcro (Mateo 28:9), luego a Simón solo (Lucas 24:34; 1 Corintios 15:5). No se nos dice nada de este encuentro del discípulo arrepentido y del Señor resucitado. Hay, tanto en la conversión como en la restauración, unos «santuarios» donde el alma está sola con su Dios.

En la tarde de ese primer día de la semana, el Señor les aparece a los dos discípulos yendo a Emaús (Lucas 24); luego, a los apóstoles reunidos con “los que estaban con ellos” (Lucas 24:33; Juan 20:19). Les lleva su paz, les enseña sus manos y su costado y “los discípulos se regocijaron viendo al Señor”. Ocho días después, otra vez el primer día de la semana, el Señor aparece a los suyos, reunidos esta vez con Tomás (Juan 20:26-29).

Juan 21 nos refiere cómo apareció a siete de sus discípulos que habían ido a pescar en el mar de Tiberias, invitados por Simón Pedro. Pesca muy infructuosa, puesto que “aquella noche no pescaron nada”; en la mañana, cuando Jesús les pregunta: “Hijitos, ¿tenéis algo de comer?”, tienen que contestarle: “No”. Qué momento tan inolvidable cuando, considerando a este hombre que estaba en la ribera y la red llena de pescados, Juan, el discípulo a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: “¡Es el Señor!” Pedro se arroja hacia él, no sin haberse ceñido la ropa (¡no se puede presentar de cualquier manera delante del Señor!); los otros discípulos siguen y todos juntos cenan con Él. “Esta es ya la tercera vez que Jesús apareció a los discípulos, después que hubo resucitado de entre los muertos” (Juan 21:14, V.M.), o sea la tercera vez que lo hacía con los discípulos reunidos, ya que las otras apariciones anteriores habían sido hechas a algunas personas individualmente.

Los once, conforme a la orden recibida del Señor Jesús, “se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado. Y cuando le vieron, le adoraron” (Mateo 28:16-17). ¿Habrá sido entonces que fue visto por los quinientos hermanos juntos (1 Corintios 15:6)? Parece probable.

“Después apareció a Jacobo” (1 Corintios 15:7), sin que los evangelios nos digan nada de este encuentro. Para terminar, estaba con sus discípulos en el día de la ascensión cuando “los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo” (Lucas 24:50).

Emaús (Lucas 24:13-35)

Cuando apareció a Simón, a Tomás, a los siete discípulos al lado del mar de Tiberias, el Señor tenía en vista la restauración de estas almas más o menos alejadas de Él. Así ocurrió también con respecto a los dos discípulos que salían de Jerusalén para Emaús, tristes y con los ojos velados. Por su culpa iban a perder el encuentro que el Señor tenía en vista realizar la misma noche con los suyos reunidos; ¡no tenían más que soportar las consecuencias!; pero ¡qué distintos son los pensamientos del Señor de los nuestros! “Sucedió que mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó, y caminaba con ellos”. Ellos se alejaban, él se acercaba a ellos. Estaban tristes, él los va a regocijar y a hacer que ardan sus corazones. ¿Cómo lo logrará?

Con una o dos preguntas los lleva a hablar de su pena. Luego le toca a Él hablar; ¿qué les va a decir? ¿Qué reproches les va a hacer? ¡Les habla de sí mismo! “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían”. Ya no iba a estar con ellos mucho tiempo, pero cuando los dejara, les quedarían las Escrituras. Hasta ese momento, al leer o escuchar el Antiguo Testamento, habían pensado en la historia de su pueblo, en sus glorias pasadas, en su miseria, en la liberación que traería el Mesías; pero ¡desde entonces en adelante es a Él, a Cristo mismo a quien buscarían en todas las páginas del Antiguo Testamento, bajo los tipos y las figuras que sin cesar dirigen nuestras miradas hacia su Persona! (véase Levítico 23:11-14). Se entiende que sus corazones ardieran en ellos mientras les “hablaba en el camino, y cuando les abría las Escrituras”.

Cuando llegaron al pueblo, “él hizo como que iba más lejos. Mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado. Entró, pues, a quedarse con ellos”. El Señor no se impone nunca; quiere ser deseado, invitado. ¡Qué lección para nuestra vida práctica! “Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Salmo 27:8). Cuando se funda un nuevo hogar, ¿habrá mejor expresión de deseo que: “Quédate con nosotros”, y contestación más apropiada que: “Entró, pues, a quedarse con ellos”?

Pero, en lugar de sentarse a la mesa como un invitado, toma el lugar del anfitrión. Él es quien bendice, Él es quien rompe el pan y lo distribuye. Actitud que tal vez sorprende, pero podemos pensar que las manos perforadas se extienden hacia ellos y entonces “les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron”. Instante inolvidable para estos dos discípulos, cuyos corazones ya habían ardido durante el camino, cuando, con los ojos abiertos, miran la cara de su Salvador querido. “Mas él se desapareció de su vista”. No está dicho que los dejó, su presencia seguía siempre con ellos; pero tenían que aprender a caminar con Él, invisible, como habían aprendido a caminar en su compañía en los días de su carne (Hebreos 5:7).

Por otro lado, comer el pan con ellos, después de haberlo roto, quedarse allí a la mesa, hubiera significado en cierto modo aprobar su momentáneo extravío. Su lugar no estaba allí, a pesar de haber venido para buscarlos y hacerlos volver al verdadero lugar de reunión.

El Señor no les ordena volver a Jerusalén, pero cuando sus corazones se han despertado, cuando sus ojos han sido abiertos, cuando sus pensamientos están llenos de Él, ¿pueden hacer otra cosa más que juntarse con los que el Señor ama para gozar juntos de su presencia?

Llegan; ¿asombrarán a los demás con su glorioso mensaje? Son los once, y los que estaban con ellos, quienes los acogen diciendo: “Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón”. Todos juntos hablan de las cosas maravillosas que habían acontecido. “Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros”. ¿Alguno de los que presenciaron esta escena la habrá podido olvidar durante los años difíciles que siguieron? ¡Nunca!, sin duda; el que ha gozado realmente de la presencia del Señor en medio de los santos reunidos, ya no puede satisfacerse con otra cosa.

En la reunión otra vez más, “les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras”. Los va a dejar, ¿qué les quedará? Su presencia será experimentada cuando Él mismo, a pesar de ser invisible, esté en medio de los reunidos en su nombre; y, como para la vida y la marcha individual de los dos discípulos, las Escrituras serán el recurso de los creyentes reunidos. El Espíritu, promesa del Padre (v. 49), estará allí para aplicársela, tomando de lo suyo y haciéndoles saber (Juan 16:14).

Todo está “abierto” en este capítulo: el sepulcro del cual la piedra ha sido rodada; los ojos, primero velados, pero que ahora le pueden ver; las Escrituras, antes veladas (2 Corintios 3:14), pero ahora abiertas para que los suyos lo encuentren allí en todas las páginas; el entendimiento, que pronto será renovado e iluminado por el Espíritu Santo para que pueda penetrar en “todo lo que está escrito de Él en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (v. 44); finalmente, los corazones, para la alabanza que glorifica a Dios.

Pero sobre todo, Él mismo está en medio de ellos: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved”. Era el mismo Jesús al que habían conocido antes. «Jesús, que había comido con ellos en los días en que había estado aquí abajo en medio de ellos, comía con ellos en los días de la resurrección; Jesús, que antes había llevado multitud de pescados a sus redes, también lo iba a hacer después de su resurrección; Jesús, que en el lugar desierto había bendecido los panes y se los había dado, acababa de hacerlo de la misma manera. Es siempre la misma bendita persona que tenemos delante de nuestros ojos en Belén, en la noche de la resurrección y sobre el monte de la ascensión. Resucitado de entre los muertos con sus manos y su costado marcados por las heridas que le fueron hechas en la cruz, se deja ver de sus discípulos durante cuarenta días» (J. G. B.).

Y también es «con las mismas manos y el mismo costado heridos que subió al cielo… Dios ha estado aquí abajo, el Hombre está allá arriba».

Esto es lo que hemos de realizar sobre todo: que el Señor Jesús no sea para nosotros solamente una persona lejana, alguien de quien se ha oído hablar y a quien se conoce más o menos, sino una persona viva, el mismo que hemos visto en Belén, en Nazaret, en Capernaum, en Betania, en Emaús, y que ahora está en la gloria. «Nuestra felicidad es que nuestros tesoros están encerrados en una Persona que no es para una generación, un doctor presente y un Señor vivo, y después, para todas las generaciones siguientes, un doctor pasado y un Señor muerto, sino un Maestro y Señor presente y vivo para siempre» (J. G. B.).

Una vez más lo repetimos: “Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1 Timoteo 3:16). ¡Es así como lo verán en breve nuestros ojos, cara a cara, porque “El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo” (Efesios 4:10), todo… y nuestros corazones!

Te contemplamos en la gloria
¡Oh, querido Salvador!
Gozando los frutos de tu victoria
¡Poderoso Salvador!
Para siempre en el santuario,
A la derecha de Dios tu Padre,
Tú que bajaste a la tierra
¡Humilde Salvador!

Nos complace esperar tu venida
¡Oh, querido Salvador!
¿No dijiste: ¡vengo a tomaros!
Poderoso Salvador?
¡Oh, felicidad inefable!
Ver de cerca tus rasgos adorables,
Y, por fin, ser semejantes a ti
¡Divino Salvador!