Cinco pueblos /3

Mateo 3 – Lucas 2 – Lucas 3

 

Nazaret

El despreciado

“¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Juan 1:46)

Los años de silencio (Lucas 2:39-52)

Entre Mateo 2:23 y 4:13 está comprendido el tiempo pasado por Jesús en Nazaret. De hecho es en esta aldea, lejos de las grandes carreteras, en las colinas situadas al oeste del Mar de Galilea, donde pasó la mayor parte de su existencia en la tierra. Allí fue “criado”, nos recuerda Lucas 4:16.

«Su crecimiento era parejo y siempre lo que tenía que ser; su humanidad era perfectamente natural en su desarrollo. Su sabiduría adelantaba a la par de su estatura y su edad; primero fue niño, después hombre» (J.G.B.). Así nos lo dejan ver Lucas 2:40 en su niñez y 2:52 en su juventud: perfecto en todas las etapas, no haciendo como niño lo que hará como hombre, sino comportándose en todas las cosas como convenía a su edad y a la posición que Él había tomado.

¡Qué ejemplo para nosotros, quienes tan fácilmente queremos adelantarnos al tiempo! Siendo jóvenes, hacemos lo que todavía no nos corresponde; siendo adultos, nos comportamos a menudo como niños, olvidando el servicio que el Señor nos ha confiado, descuidando de usar lo que hemos recibido de Él para “los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4:10). No conviene, por ejemplo, que un muchacho joven intervenga en la iglesia; pero será apropiado que un hombre joven que quiere al Señor y se acuerda de Él con los suyos se ponga a orar en la reunión de oración; no convendría, entonces, que impartiera enseñanza a la iglesia; pero, cuando haya crecido “en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18), una palabra a propósito, según la dirección del Señor, será bienvenida.

La Palabra no nos refiere ningún milagro ni ninguna enseñanza del Señor Jesús durante su infancia y juventud; el tiempo aún no había llegado para eso. Pero, cuando sea el momento, no dejará de cumplir su servicio. Como niño y joven, era sumiso a sus padres (Lucas 2:51), pero cuando más tarde su madre y sus hermanos quisieron detenerlo en su actividad, declaró que los ignoraba.

En todo se comportó como convenía a un niño, pero el Espíritu de Dios ha querido conservarnos el incidente de la fiesta de la Pascua en Jerusalén, (v. 41-50) para mostrarnos muy bien que, a los doce años, Él tenía conciencia de ser el Enviado del Padre (v. 49). También aquí ¡cómo convenía su actitud a su edad! Se encontraba en el templo naturalmente, no para enseñar como lo hará tantas veces más adelante, y hasta el último día de su vida, ni para echar fuera a los intrusos; sino “oyéndoles y preguntándoles” a los doctores, sentado en medio de ellos. No hubiera convenido que un niño enseñara; pero sus preguntas y sus contestaciones eran tales que “todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia”. La Sabiduría fue hecha niño para poder volverse Hombre perfecto.

Al considerar esta escena en su aplicación moral, resalta en ella otra enseñanza práctica para nosotros. ¡Qué fácilmente perdemos la comunión con el Señor, cómo dejamos de tener conciencia de que camina con nosotros, y esto a menudo sin darnos cuenta! Durante todo el día (Lucas 2:43, 44) sus padres habían caminado y no sabían que Jesús no estaba con ellos. Sansón creía poseer toda la fuerza después de que sus cabellos fueron cortados; pues “no sabía” que Dios se había apartado de él (Jueces 16:20). En el Cantar de los Cantares, la esposa no quiere molestarse en abrir la puerta cuando toca su amado: “Me he desnudado de mi ropa; ¿cómo me he de vestir? He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?” (5:3). Cuando al final se paró para abrir, Él “se había ido, había ya pasado” (v. 6). Igualmente, un mal o un descuido del cual estamos conscientes, pero que no hemos juzgado, interrumpe la comunión y nos impide gozar del amor del Señor.

La restauración puede ser inmediata si nos juzgamos a nosotros mismos y confesamos al Señor lo que ha causado la interrupción de la comunión; pero también puede hacerse esperar, y resultar necesarios muchos ejercicios del corazón; por tres días los padres buscaron al niño en Jerusalén sin encontrarlo ¡puesto que ni siquiera pensaron irlo a buscar en el templo! (Salmo 27:4).

El Bautismo de Jesús (Mateo 3:13-17, Lucas 3:21-22)

Mateo nos recuerda que Jesús, antes de dejar Nazaret definitivamente para irse a quedar en Capernaum, “vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser bautizado por él”. Juan el Bautista había anunciado que el Reino de los cielos se había acercado. Había hablado del poder de Aquel que había de venir, de quien no era digno de llevar el calzado. Advertía sobre el juicio que Él iba a cumplir, limpiando completamente su era y quemando la paja en fuego que nunca se apagaría. Entonces, se hubiera podido esperar la aparición de un rey en todo su poder y con sus prerrogativas de juicio.

Pero cuando Jesús se presentó en el Jordán venía de Galilea, la parte despreciada del país, y esto ¡no para hacerse coronar, sino “para ser bautizado”! Venía a fin de recibir para Él mismo la señal de la muerte. Tomaba lugar con los que se arrepentían en Israel, con los que confesaban sus pecados para que sus corazones fueran preparados para recibir a Aquel que debía venir. No porque tuviese que arrepentirse Él mismo, sino porque convenía, y aún era justo, que se asociara con los que así buscaban a Dios. «Toma delante de Dios el lugar del más pequeño de su pueblo» (J.N.D.); esto era conforme a la posición que había adoptado.

Pero el Padre quiso que fuese distinguido de cualquier otro. Después de todos los que en los tres primeros capítulos de Lucas “hablaron de Él”, se oye la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia”.

Visitas a Nazaret

¿Hizo Jesús más de una visita a Nazaret durante los años de su ministerio? Es difícil decirlo. Lucas, en el capítulo 4, versículos 16-30, puede haber agrupado dos o tres visitas sucesivas, una de las cuales sería la misma que la de Marcos 6:1-6 y Mateo 13:54-58. En todo caso, la Palabra nos presenta las cosas en Lucas como si se tratara de una sola visita, en la que es rechazado después de ser acogido.

“En el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre”. Desde muy niño había frecuentado esta sinagoga, dejándonos un ejemplo de lo que conviene hacer en el día de la semana que Dios ha apartado para Él. A los doce años, sus padres habían querido que los acompañase a la fiesta de la Pascua a Jerusalén, enseñándonos que podemos llevar con nosotros a nuestros hijos, para asistir al memorial de la muerte del Señor.

Centro de todas las miradas (Lucas 4:20), el Señor leyó en el profeta Isaías el pasaje que habla de gracia, parándose justamente antes de las palabras que anuncian el juicio. “Todos daban buen testimonio de él, y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca”. Entre sus glorias hay una que predomina: “La gracia se derramó en tus labios” (Salmo 45:2). Él era “ungido para dar buenas nuevas… enviado… a pregonar libertad… a predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18). Este tiempo agradable todavía dura (2 Corintios 6:2); ¡pero la escena cambiará!

Apocalipsis 5 nos lo enseña, otra vez centro de todas las miradas, con un libro en sus manos, pero entonces no el libro de la gracia, sino el libro de los juicios. Cuando Él lo abra, no será la cólera de los hombres la que se derramará sobre Él, porque la gracia quería extenderse también hasta las naciones (Lucas 4:28), sino la ira del Cordero (Apocalipsis 6:16) que alcanzará a los que hayan rehusado su amor.

“Levantándose, le echaron fuera de la ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte... para despeñarle” (Lucas 4:29). Sin embargo, ¡cuántos años había vivido en Nazaret, llenos de dulzura, de sumisión, creciendo Él “en gracia para con Dios y los hombres”! (Lucas 2:52). Y esto era lo que cosechaba: “En pago de mí amor me han sido adversarios” (Salmo 109:4). Hubiera podido dejarse despeñar por la turba en cólera; ningún daño se hubiera hecho, como tampoco si se hubiera echado de las almenas del templo bajo la instigación del diablo (v. 9-11); pero, «cuando su vida era amenazada, no asombraba al mundo por cualquier hecho digno de admiración; al contrario: se había anonadado a sí mismo. Hubiera llegado sano y salvo al pie de la montaña como al del templo. Pero ¿cómo se hubiera cumplido la escritura que anuncia que no buscará su gloria? “Mas él pasó por en medio de ellos, y se fue” (Lucas 4:30). Se retiró sin ser notado, ni conocido, permaneciendo bajo su forma de siervo» (J.G.B.).

¡Qué rayo de gloria divina brilla en este hombre, quien enfrentando calmadamente a una turba delirante, la puede atravesar e irse sin que nadie se atreva a poner la mano sobre él!

En Marcos 6:1-6 (como en Mateo 13:54-58) lo vemos todavía en Nazaret. ¡Cómo fue despreciado allí! ¿“No es éste el carpintero, hijo de María?.. Y se escandalizaban de él”. ¿Nos asombraría tal desconocimiento de su Persona, cuando su sabiduría era evidente desde hacía mucho y sus milagros numerosos, habiendo vivido entre ellos por tantos años? ¿Y qué diremos de estos jóvenes, muchachos y muchachas, quienes vienen de un hogar cristiano y han oído hablar de Él desde la niñez, que aun han llegado a apreciar por algún tiempo sus enseñanzas, que han sido influenciados por su gracia y sin embargo se apartan de Él y lo desprecian? (Hebreos 10:29). “Y no pudo hacer allí ningún milagro ...” No hay salvación para los que rehúsan al Salvador. Sin embargo, la Palabra añade: “salvo que sanó a unos pocos enfermos, poniendo sobre ellos las manos”. A pesar de la incredulidad general, la gracia podía extenderse aún así, con perseverancia a favor de unos pocos seres enfermos en quienes un rayo tenue de fe, le permitía actuar.

“Jesús de Nazaret”

El nombre del Despreciado se halla catorce veces en los evangelios y siete veces en los Hechos: veintiuna veces en el Nuevo Testamento. «Dios no despreciaba a Nazaret; pero el hombre desprecia a Jesús porque viene de Nazaret» (J.N.D.). Cuando Felipe vino a decirle a Natanael: “Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés... a Jesús, el hijo de José, de Nazaret” (Juan 1: 45), Natanael expresa la poca consideración que tiene para semejante aldea, diciendo: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” Y es un nombre despreciativo que usa la muchedumbre alrededor de Bartimeo para decir que “Jesús nazareno” pasaba; mientras el ciego, instruido por Dios, se dirige a él dando voces y diciendo: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Marcos 10:47). Desprecio también el de los soldados en Gethsemaní (Juan 18:5 y 7), o de la criada delante de quien Pedro lo niega (Marcos 14:67), o aun más el de Pilato, por el letrero colocado encima de la cruz: “Jesús nazareno, rey de los judíos” (Juan 19:19).

Pero, en el día de la resurrección, el mismo título despreciativo es usado de nuevo por los ángeles, como parte de su gloria: “Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado” (Marcos 16:6). Los discípulos de Emmaús, hablando de “Jesús nazareno” lo califican de “profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo” (Lucas 24:19). Y en los Hechos el nombre llevado por el Hombre despreciado, pero usado de nuevo para designar al Resucitado, será puesto en evidencia como el único “nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:10 y 12). Finalmente, será usado por el Señor mismo, quien, desde la gloria, se dirige a Saulo de Tarso diciéndole: “Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues” (Hechos 22:8).

“Así ha dicho Jehová… al menospreciado de alma, al abominado de las naciones,
al siervo de los tiranos: Verán reyes, y se levantarán príncipes, y adorarán.”

(Isaías 49:7)