Cinco pueblos /4

Capernaum

Capernaum

“He aquí mi siervo.”
 (Mateo 12:8)

“Dejando a Nazaret, vino y habitó en Capernaum, ciudad marítima”. Así es como Mateo 4:13 precisa la entrada del Señor Jesús a la vida pública. Salía del pueblito apartado donde había pasado tantos años, para venir a esta ciudad activa y comerciante, junto al lago de Genesaret, donde iba a hacer muchos milagros e impartir la mayor parte de sus enseñanzas. “Era como de treinta años” indica Lucas 3:23.

Era un privilegio muy grande para esta ciudad ver al Hijo de Dios habitar en ella por algún tiempo: “El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció” (Mateo 4:16).

Pero también ¡qué responsabilidad! Porque “a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará” (Lucas 12:48). Capernaum no recibió al Mesías. Allí fue rechazado y despreciado, como en otros lugares. “Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros, porque no se habían arrepentido, diciendo: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!… Y tú, Capernaum, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, habría permanecido hasta el día de hoy” (Mateo 11:20-23).

Pero ¡cuánto más terrible aun es la suerte de aquellos que después de oírlo a Él, de verlo, de presenciar sus milagros, han pisoteado al Hijo de Dios! ¿Y cuál será la suerte de los que rechazan hoy día este Evangelio de la gracia y se apartan de Aquel que les es presentado tal vez desde pequeños y que resisten a la operación del Espíritu Santo en sus corazones? “¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Hebreos 10:28-31).

Siendo el centro de su ministerio en Galilea, Capernaum es llamada “su ciudad” (Mateo 9:1); en muchas ocasiones le vemos volver allí, a la casa donde vivía.

La llamada de los discípulos

Fue en Capernaum, al principio de su ministerio, donde el Señor Jesús quiso tomar unos discípulos, llamados por él mismo, quienes dejaron todo para seguirle. Simón y Andrés “dejando luego sus redes, le siguieron”. “Jacobo hilo de Zebedeo, y Juan su hermano… dejando a su padre Zebedeo en la barca… le siguieron” (véase Marcos 1:16-20). “Leví … levantándose, le siguió” (Marcos 2:14). ¡Qué obediencia al llamamiento del Maestro! Siguieron las huellas de Aquel que “luego” y “otra vez” —palabras tan características del evangelio de Marcos— podía contestar las llamadas y suplir las necesidades diversas que se les presentaban.

También fue cerca de Capernaum que Jesús “subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades” (Marcos 3:13-15). Fijémonos en estas palabras. No son los discípulos los que deciden seguir al Maestro. Él los llamó, él escogió a los que quiso y, cuando vinieron a él, los dedicó, no para ir en seguida a predicar, sino para “estar con él” primeramente. No hay ningún servicio fructuoso sin sentarse primero a los pies del Señor, sin aprender de él, sin vivir y permanecer en su comunión.

En Lucas 14:25-35, Jesús subraya tres condiciones para ser su discípulo, condiciones que encierran todo el secreto de una vida victoriosa y bendita.

Para cualquiera que ha contestado al llamamiento de Jesús “sígueme tú”, llega la hora de tomar deliberadamente su cruz (véase Marcos 8:34). Una cosa es conocer doctrinalmente nuestra identificación con Cristo en su muerte y otra el conocimiento experimental de la cruz. “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas …” (v. 26). El Señor debe ocupar el primer lugar delante de los lazos más fuertes. Esto es el sentido del verbo usado aquí. Mateo 10:37 lo precisa: “El que ama a padre o madre… a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí”. En la esfera de los afectos más legítimas, Jesús reivindica el primer lugar.

“…Y aun también su propia vida …” (v. 26). Morir para Cristo es una gracia reservada a unos pocos, pero renunciar a su vida para Cristo es una condición esencial de todo aquel que quiere ser su discípulo. “De ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo” dirá el apóstol Pablo (Hechos 20:24).

“Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (v. 33). Esta tercera condición incluye al mismo tiempo todos los aspectos del renunciamiento para Cristo. Es la cruz en todo su significado. Está propuesta a “cualquiera”. Ninguno está excluido, no hay escapatoria. Es todo… o nada.

¿Hemos decidido, después de haber calculado los gastos (v. 28), conocer a Cristo tan íntimamente como es posible y, con la ayuda de su gracia, ser sus discípulos?

Estos versículos no se dirigen solamente a misioneros, sino a cualquiera que desea seguir al Señor. La prueba para ponerlos en práctica no consiste en los grandes renunciamientos ni en los grandes arranques, sino ante todo en la manera como sepamos darle a Él diariamente el primer lugar en todo. Buscar primeramente el reino de Dios; luego abandonarse con confianza al cuidado del Padre. Por ejemplo ¿sabemos realmente apartar cada día veinte o treinta minutos para estudiar su Palabra, aparte de la lectura matutina, aun a costa de nuestros estudios o distracciones? (Respecto a esto, más vale consagrar cada día veinte minutos para leer la Biblia y tres páginas de los escritos que nos ayudan a conocerla mejor que reservar una hora para esto… cuando tenemos tiempo!) ¿Sabemos aceptar de su mano las contrariedades de nuestras jornadas? ¿Renunciar a alguna ventaja o facilidad para cumplir alguna buena obra que Él ha preparado y puesto en nuestro camino?

Ser discípulo del Señor es, como se ha dicho, cambiar de centro: antes el «yo» era el centro, ahora es Él. ¡Esto quiere decir mucho!

Los milagros de Jesús

Los evangelios relatan más o menos treinta y cuatro milagros del Señor. Pero Juan precisa que “hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, los cuales no están escritas en este libro” (Juan 20:30, véase también 21:25). Un gran número de estos milagros se realizó en Capernaum y sus alrededores. Fue allí donde, por “la palabra” sanó al siervo del centurión (Mateo 8:5-13), fue allí donde liberó de la fiebre a la suegra de Pedro, tocando su mano: “y ella se levantó, y les servía” (Mateo 8:15). (Marcos también dirá “les servía”; ¿cómo serviríamos al Señor si no fuera sirviendo a los suyos?).

Fue también en Capernaum, siendo ya tarde, que trajeron a él muchos endemoniados y todos los enfermos y “toda la ciudad se agolpó a la puerta. Y sanó a muchos” (Marcos 1:33-34). Fue allí donde se llegaron a él muchos, porque “se oyó que estaba en casa” y trajeron a un paralítico a quien tuvieron que bajar por el techo a causa de la muchedumbre. Viendo su fe, Jesús perdona los pecados del enfermo y le sana.

Fue también en Capernaum donde aconteció el incidente de las dos dracmas (Mateo 17:24-27), el que hace resaltar, por un lado la humildad de Jesús que acepta pagar este impuesto: él, el Señor del templo se asocia con Pedro para pagar este tributo; y, por otro lado, brilla la gloria del Creador que puede ordenar a un pescado que le traiga el impuesto necesario para darlo al recaudador. «Todo lo que contiene la tierra le debía tributo en el mismo momento en que Él consentía en dar tributo a los hombres» (J. G. B). Luego ¡con qué tacto reprendió a Pedro (que le había puesto a su mismo nivel) diciendo: “dáselo por mí y por ti”, y no «por nosotros»!

Sus enseñanzas

A las muchedumbres les hablaba en parábolas: “Les hablaba la palabra, conforme a lo que podían oír” (Marcos 4:33). Fue en Capernaum donde varias de ellas, como las de Mateo 13, fueron pronunciadas. ¡Cómo se adaptaba a los que le oían, escogiendo ejemplos de su vida de cada día, no hablando en Galilea como les hablaba en Judea, no dirigiéndose a las muchedumbres con las mismas palabras que a sus discípulos! Esto también nos sirve de ejemplo para que presentemos la Palabra de una manera que esté al alcance del auditorio, no hablando a los niños como a los adultos, ni a los ignorantes como a los hijos de Dios. En los Hechos, Pablo seguirá con cuidado el ejemplo de su Maestro, no dirigiéndose a los atenienses como a los judíos.

Si enseñaba a las muchedumbres por parábolas (Mateo 13:10-15), “a sus discípulos en particular les declaraba todo” (Marcos 4:34). Además, a sus discípulos los instruía directamente de acuerdo con la medida de la fe de ellos. Fue en Capernaum que les enseñó la importancia de la humildad (Mateo 18:1-14); en Capernaum también les hablará del pan vivo que descendió del cielo (Juan 6:24-59).

Verlo a Él

Pero no nos atrae sólo lo que Él ha hecho o dicho, sus milagros y sus enseñanzas. Ante todo es su Persona. En Juan 12:41 está dicho: “Isaías… vio su gloria, y habló acerca de él”. «Si, en la visión, Isaías hubiera podido seguir el camino de Jesús por las ciudades y las aldeas de su tierra ¿no hubiera estado lleno de adoración? Había visto su gloria. Lo había contemplado en su trono alto y sublime con sus faldas que henchían el templo y a los serafines cubriendo sus rostros al reconocer la gloria de la deidad en Jesús. Así es como nos hace falta verlo por la fe, como hemos de comprender su Persona y tener la percepción íntima de su gloria escondida detrás de un velo más grueso que el ala de un serafín, el velo de un galileo humilde y rechazado del mundo» (J. G. B.).

Con cuánta emoción el viejo apóstol, aquel a quien Jesús amaba, podía escribir al final de su vida: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida… lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos… para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Juan 1:1-4). No podemos verlo, mirarlo, palparlo como lo había hecho el apóstol, pero, a través de las páginas de los evangelios, los ojos de nuestros corazones pueden fijarse en Él y discernir su gloria por la fe. ¿Qué otro tema podría llenarnos de un gozo mayor?

En pocas palabras, Pedro describe su ministerio: “Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38). Considerémosle andando de un lugar a otro. Cuando sus discípulos le dicen: “Todos te buscan” les dice: “Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido. Y predicaba en las sinagogas de ellos en toda Galilea, y echaba fuera los demonios” (Marcos 1:37-39. Después de pasar por Nazaret “estaba asombrado de la incredulidad de ellos”, no se cansa de seguir adelante con su ministerio sino que “recorría las aldeas de alrededor, enseñando” (Marcos 6:6). Lucas también nos lo presenta caminando “por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios” (Lucas 8:1). A pesar de la oposición que encontraba podía decir a los fariseos: “es necesario que hoy y mañana y pasado mañana siga mi camino” (Lucas 13:33).

Y no es solamente andando de un lugar a otro como hemos de verlo, sino en los distintos lugares donde transcurrían sus días. Cuando, cansado, estaba “en casa”, “inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra” (Marcos 2:2). Un poco más tarde “vinieron a casa. Y se agolpó de nuevo la gente, de modo que ellos ni aun podían comer pan” (Marcos 3:20). Sin embargo, era en casa donde le agradaba estar con sus discípulos. Después de haber sanado al muchacho epiléptico en Marcos 9:28 “cuando él entró en casa, sus discípulos le preguntaron aparte: ¿Por qué nosotros no pudimos echarle fuera?”

Mientras atravesaba la Galilea les enseñaba a sus discípulos acerca de los sufrimientos que le esperaban; ellos, en vez de entender lo que así les comunicaba se peleaban para saber cuál sería el mayor; pero sólo “cuando estuvo en casa, les preguntó: ¿Qué disputabais entre vosotros en el camino? Mas ellos callaron… entonces él se sentó y llamó a los doce” (Marcos 9:33-35) y les habló de la humildad. ¿Lo vemos así caminando, entrando en casa, haciendo su pregunta, esperando con paciencia hasta que la conciencia de los discípulos les hable; luego, sentándose y llamándoles a él para reprenderlos y exhortarlos con dulzura y firmeza?

En Mateo 13:36 también es “en casa” donde declara a los discípulos el significado de las parábolas que acababa de pronunciar. Pero es “junto al mar” (Mateo 13:1) donde ejercía sobre todo su ministerio público. “Andando junto al mar de Galilea” (Marcos 1:16) llamó a Simón, a Andrés, a Jacobo y a Juan; un poco más adelante leemos: “Volvió a salir al mar… y al pasar, vio a Leví hijo de Alfeo, sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme” (Marcos 2:13-14).

Mientras los fariseos y los herodianos tomaban consejo para matarle, él “se retiró al mar con sus discípulos, y le siguió gran multitud… y dijo a sus discípulos que le tuviesen siempre lista la barca, a causa del gentío, para que no le oprimiesen. Porque había sanado a muchos; de manera que por tocarle, cuantos tenían plagas caían sobre él. Y los espíritus inmundos, al verle, se postraban delante de él” (Marcos 3:7-11). ¡Qué cuadro! Es la gracia, activa, incansable, llena de misericordia.

En Mateo 13:1 vemos que “salió Jesús de la casa, y se sentó junto al mar” y, sentado en un barco, dijo por parábolas muchas cosas a la muchedumbre que estaba en la ribera. Fue también a la orilla del mar donde Jairo vino a echarse a sus pies, rogándole mucho por su hija.

Pero si al Señor le gustaba hablar a la gente junto al mar, no vacilaba en entrar en la sinagoga cuando hacía falta. Allí cura a un hombre que tenía un espíritu inmundo (Marcos 1:23) y, sin dejarse detener por la oposición encontrada, entra “otra vez” allí para curar a aquel que tenía la mano seca, a pesar del silencio hostil de los que le rodeaban (3:1-5).

Pero cuando quería estar solo con sus discípulos subía a la montaña. Allí llama a los doce (Marcos 3:13); allí pronuncia las bienaventuranzas; allá también se va solo para orar, después de un día de labor, de haber alimentado a mucha gente y haber hecho entrar a sus discípulos en la barca e ir delante de él a la otra orilla (Marcos 6:4). “Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos” (Marcos 9:2).

¿No hay una bendición particular en el hecho de apartarse y no ver “más a nadie consigo, sino a Jesús solo” (v. 8) y, en silencio a sus pies dejar pasar las horas escuchándole para ver su gloria? Sin duda conviene sentarse cada día a sus pies, de ser posible en la primera hora del día, por algunos instantes; pero es importante tomarse de vez en cuando algunas horas de ser posible, o aun uno o dos días, para estar solo con él, callarse y escucharle. Él mismo les exhortaba a los discípulos: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco” (6:31). También fue “a un lugar desierto” donde se apartó solo a orar, siendo aún muy oscuro.

Pero si sabía retirarse aparte cuando convenía, es sobretodo su actividad incansable la que resalta en las páginas de los evangelios, muy especialmente en Galilea. En Marcos 1:33 “toda la ciudad se agolpó a la puerta”. Como lo acabamos de ver, cuando viene a la casa de Capernaum “inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían” (2:2). Al lado del mar “toda la gente venía a él” (2:13). De vuelta en la casa “se agolpó de nuevo la gente” (3:20) de modo que ni siquiera pudieron comer su pan. Otro día, “como había una gran multitud, y no tenían qué comer, Jesús dijo: Tengo compasión de la gente” (8:1-2).

Y aun cuando, al descender del monte de la transfiguración, halla “una gran multitud” (9:14) alrededor de los discípulos, disputando con ellos, y a pesar de tener que decir: “¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo os he de soportar?” (9:19). Él sana al niño enfermo y se lo entrega al padre.

Sin duda, todo eso no era posible sin un cansancio extremo. Nos lo muestra por ejemplo, Marcos 4:36, donde, después de despedir a la multitud, sus discípulos “le tomaron como estaba, en la barca”: a pesar de la gran tempestad de viento y las olas que echaba en la barca, “él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal” (v. 8). «Estaba allí como un trabajador cansado que disfruta de un sueño reparador. Tal era la forma en que se manifestaba. Pero bajo este velo estaba la “forma de Dios”. Se levanta y como Aquel que ha encerrado los vientos en sus puños, y atado las aguas en un paño (Proverbios 30:4) reprende al viento y le dice al mar: Calla, enmudece» (J. G. B.).

Siervo perfecto, siervo incansable, pero lo que es más notable aun, siervo voluntario. Un hombre como criatura, un creyente como redimido del Señor, es hecho un siervo. Pero él había querido hacerse siervo. «Su persona prestaba a todo su servicio y a su obediencia una gloria que les daba un valor infinito» (J. G. B.).

Entonces ¿no es conmovedor oírle decir por la voz del profeta, al fin de su carrera terrestre, mientras todos le habían abandonado, mientras uno de los suyos le había traicionado, otro renegado y los otros habían huido: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas” (Isaías 49:4). Pero ¿qué le dice la respuesta divina? “Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob… también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra”. Y él mismo dice: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24).

¿No nos recuerda esto el Salmo 126:5-6 donde, después de haber hablado de los siervos “que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán”, el salmista habla del Siervo diciendo “irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo” como los siervos; pero aun más —y esto le está reservado a Él sólo— : “trayendo sus gavillas”.

En la humildad profunda
Siguiendo tu camino obscuro
Fuiste despreciado por el mundo,
Tú, quien le extendías la mano,
Tú, quien con amor caritativo,
Compasivo y perfecto
Sobre la humanidad culpable
Vertiste favor sobre favor.

Oh, ¡qué tesoros nos abre
Tu corazón lleno de caridad!
Dios mismo descubre en él
Solo luz y santidad
Y nosotros, colmados por tus gracias,
Hijos de Dios por la fe,
Podemos seguir tus huellas
En el mismo amor que tú.