2. Su cuerpo
1) La encarnación
Desde los primeros siglos del cristianismo, algunos pensaron que Jesús era un espíritu; pero la Palabra es categórica: “Me preparaste cuerpo” (Hebreos 10:5). Jesús mismo, en Juan 2:21, habló del “templo de su cuerpo”. El apóstol Juan también recalcó: “Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios” (1 Juan 4:2-3).
Isaías 7:14 ya había anunciado: “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”. Cuando llegó el momento, el ángel apareció a María para decirle: “Concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús” (Lucas 1:31). Añadió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (v. 35).
Más tarde, el ángel apareció a José —quien temía tomar a María cuando supo que ella estaba embarazada (“antes que se juntasen”, Mateo 1:18)— y le dijo: “Lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:20-21). De hecho, José tuvo la revelación del nombre de Jesús después que María.
En la genealogía de Mateo 1, observamos en el versículo 16 que “Jacob engendró a José, marido de María, de la cual nació Jesús”, y no que María engendró a Jesús. José no era su padre, y aunque Jesús nació de María, lo que en ella había sido engendrado, “del Espíritu Santo es” (v. 20).
2) Su nacimiento
El profeta Miqueas había anunciado: “Tú, Belén... de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miqueas 5:2).
María y José vivían en Nazaret de Galilea. Belén está en Judea, cerca de Jerusalén. Como consecuencia del censo, Dios condujo a José a subir “de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta” (Lucas 2:4-5). Así fue como María “dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (v. 7).
Los pastores (Lucas 2:8-20)
Un ángel del Señor apareció a Zacarías para anunciarle que sería el padre de Juan el Bautista y le dijo: “Tendrás gozo y alegría” (Lucas 1:14). Pero a los pastores que “velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño”, les declaró: “Os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (2:8-11). Todavía les hacía falta una señal para discernir, entre los recién nacidos de Belén, cuál era el Cristo. ¿Cuál era esta señal?: “Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre” (v. 12). Una vez que lo vieron, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño y volvieron “glorificando y alabando a Dios” (v. 18, 20).
Cuarenta días después del nacimiento, los padres llevaron al niño ante el sacerdote (Levítico 12:4-6). A causa de su pobreza, no pudieron ofrecer como sacrificio más que “un par de tórtolas, o dos palominos” (Lucas 2:24).
Advertido por el Espíritu Santo que vería “al Ungido del Señor”, el anciano Simeón, conducido por el mismo Espíritu, vino al templo. Tomó al niño en sus brazos y bendijo a Dios (dio gracias), luego a los padres (2:25-34), pero no al niño. No correspondía que un hombre, por piadoso que fuese, bendijese al Ungido del Señor. “El menor es bendecido por el mayor” (Hebreos 7:7).
Ana, la profetisa, una viuda de edad muy avanzada, se presentó en ese mismo momento; “daba gracias a Dios, y hablaba del niño” (Lucas 2:36-38).
3) Su crecimiento
“El niño crecía” (Lucas 2:40), siendo perfecto en todas las fases de su desarrollo. A los doce años, Jesús estaba en Jerusalén en medio de los doctores; pero ocupaba el lugar que convenía a su edad: “oyéndoles y preguntándoles” (v. 46), no enseñándoles. Así, pues, era consciente de estar “en los negocios de su Padre” (v. 49). De regreso a Nazaret “crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (v. 52). Aproximadamente a los treinta años (3:23), Jesús —sin pecado (Hebreos 4:15; 1 Juan 3:5)—, fue bautizado por Juan, tomando lugar con aquellos que se arrepintieron. Una vez bautizado, y estando en oración, el cielo se abrió y la Voz del cielo se hizo oír: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Lucas 3:22).
Había sido concebido por el Espíritu (1:35), ungido por el Espíritu (3:22); y entonces, “lleno del Espíritu Santo”, fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo, quien sólo consiguió demostrar la perfección del Señor (4:1-13).
Desde ese momento, el Señor empezó su ministerio “en el poder del Espíritu” en Galilea, “y era glorificado por todos” (v. 14-15). ¡Es verdaderamente hombre y verdaderamente Dios!
4) Su cuerpo dado por nosotros
a) Sus sufrimientos
“El Espíritu de Cristo... anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11).
¡Cuántos padecimientos sintió Jesús en su cuerpo! Marcos 11:12 nos dice que cuando salió de Betania “tuvo hambre”. Pero en la “higuera que tenía hojas” no había frutos. La higuera es a menudo una figura de Israel: tenía apariencia —hojas—, pero no frutos; esto se notaba sobre todo en los jefes del pueblo, en los fariseos, en los escribas y en los sacerdotes.
El Señor sintió sed cuando estaba junto al pozo de Sicar y pidió de beber a una mujer que venía a sacar agua. “Cansado del camino, se sentó” (Juan 4:5-7). En Marcos 4:1 había enseñado a una gran multitud junto al mar, y desde la barca, donde se había sentado, les presentaba muchas cosas por parábolas “conforme a lo que podían oír”. “A sus discípulos en particular les declaraba todo” (v. 33-34). Pero al llegar la noche, después de haber despedido a la multitud, tuvo necesidad de que sus discípulos lo tomaran en la barca “como estaba”. Cuando se levantó la tempestad, “él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal” (v. 38). ¡Era verdaderamente hombre!
Cuántos sufrimientos físicos padeció en su pasión, a causa de la brutalidad de los hombres —bofetadas, azotes, espinas—, para culminar en los intolerables sufrimientos de la cruz. “No abrió su boca” (Isaías 53:7).
Cuántos sufrimientos morales conoció: la “contradicción de pecadores contra sí mismo”, para terminar sufriendo “la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2-3). Fue “hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13). “Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). “Desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo...: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:45-46). “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21).
Antes de expirar, expresó unas palabras “para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed” (Juan 19:28): la terrible sed de los crucificados (Salmo 69:21).
Con qué alivio pudo añadir: “Consumado es”. “Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:30). No murió a causa de la crucifixión, sino que puso su vida. Nadie podía quitársela (10:17-18).
b) Su sepultura
En Betania, en casa de Simón el leproso, María se acercó a Jesús con un vaso de alabastro y derramó el perfume de gran precio sobre su cabeza —la cabeza del Rey (Mateo 26:7); la cabeza del Siervo (Marcos 14:3)— y sobre sus pies —los pies del Hijo de Dios (Juan 12:3)—. Ella había estado a los pies de Jesús para oír sus enseñanzas; de nuevo la vemos así en su dolor tras la muerte de Lázaro (Lucas 10:39; Juan 11:32); luego, presintiendo que su Señor iba a morir, a la luz de las pláticas precedentes, María vino de todo corazón y le enjugó los pies con sus cabellos: “y la casa se llenó del olor del perfume”. Ella lo había hecho “para el día de su sepultura” (Juan 12:7). El Antiguo Testamento ya había declarado: “Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Salmo 16:10). “Con los ricos fue en su muerte” (Isaías 53:9). “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y... fue sepultado...” (1 Corintios 15:3-4). No se trató de un estado de coma, ni de una pérdida temporal de conocimiento, sino de una verdadera muerte, seguida de un entierro en un sepulcro, como cada evangelio lo atestigua.
“Pilato se sorprendió de que ya hubiese muerto” (Marcos 15:44). El suplicio de la cruz generalmente provoca la muerte después de dos o más días, como pudo comprobarse al final de la segunda guerra mundial. José de Arimatea pidió el cuerpo de Jesús a Pilato (Mateo 27:57-58; Marcos 15:43-45). Pidió el “cuerpo”, y Pilato ¡le entregó el “cadáver”! (según la traducción literal del texto original griego en Marcos 15:45). Dos hombres, discípulos en secreto, se encontraron ante la cruz: Nicodemo, el que trajo “un compuesto de mirra y de áloes”, y José, “una sábana” (o sudario). “Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas”, y lo pusieron en el sepulcro. Finalmente, hicieron “rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro” (Juan 19:39-42; Mateo 27:59-60).
c) La resurrección
Las mujeres que vinieron al sepulcro no encontraron el cuerpo del Señor (Lucas 24:23). La piedra que cerraba la entrada había sido removida por el ángel que descendió del cielo. Comprobaron que el sepulcro estaba vacío. “Cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca; y se espantaron. Mas él les dijo: No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí” (Marcos 16:4-6). En Lucas 24:5-6 se añade: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado”. Cuando llegaron Juan y Pedro, vieron “los lienzos puestos allí, y el sudario... enrollado en un lugar aparte”. El cuerpo del Resucitado no estaba allí (Juan 20:3-7).
Jesús “apareció primeramente a María Magdalena” (Marcos 16:9). Ella vio a “dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto” (Juan 20:12). Entonces Jesús reveló a María el mensaje que ella debía transmitir a los discípulos: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (v. 17). Cuando ella fue a los discípulos para relatarles esas palabras, les dijo, en primer lugar, que “había visto al Señor”. Él es el centro del afecto de su corazón. Luego les transmitió el maravilloso mensaje (v. 18).
Diversos incidentes, al final de los evangelios y al principio de los Hechos, dan testimonio de la resurrección del Señor: “Durante cuarenta días... con muchas pruebas indubitables”, él mismo se presentó vivo a los discípulos (Hechos 1:3).
1 Corintios 15 pone el acento en esta extraordinaria resurrección añadiendo: “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana... Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho... En Cristo todos serán vivificados” (v. 17-22). El apóstol Pablo añade: “Os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados... los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (v. 51-57). “A nosotros... que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:24-25).
d) La ofrenda del cuerpo de Cristo (alcance espiritual)
“Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre”. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:10, 14).
En el antiguo pacto, los sacrificios ofrecidos en el altar, particularmente el día de la expiación (véase Levítico 23:26-32), eran, cada año, un acto rememorativo de los pecados. “Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados (Hebreos 10:3-4). “Por lo cual, entrando en el mundo”, Jesús, nuestro sustituto, dijo: “Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo... Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (v. 5-7). Era, pues, necesario que el Hijo de Dios se hiciese hombre para poder ofrecer su cuerpo, cumpliendo de esta manera la voluntad del Padre. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Lo hizo “una vez” para siempre, expresión que el Nuevo Testamento repite siete veces, cinco en Hebreos (7:27; 9:12, 26, 28; 10:10), una en Romanos 6:10 y una en 1 Pedro 3:18.
Colosenses 1:21-22 añade que él “ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte” a todos los creyentes, para presentarlos “santos y sin mancha e irreprensibles delante de él (Dios)”. Para cumplir esto, era necesario que Jesucristo Hombre se diese “a sí mismo en rescate por todos” (1 Timoteo 2:6).
e) El memorial (La Cena del Señor)
El Señor Jesús, la noche que fue entregado, quiso que los suyos se acordaran de él participando del pan, del cual dijo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado”, y de la copa: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lucas 22:19-20). En figura, el pan nos habla del cuerpo de Cristo y el vino de su sangre.
Pero, si bien la Cena expresa un memorial según 1 Corintios 10, ella también es “la comunión de la sangre de Cristo” y “la comunión del cuerpo de Cristo”. “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (v. 16-17). Así, en silencio, por medio de esta participación expresamos que formamos parte de ese solo Cuerpo espiritual: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos (los creyentes) bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13).
Es importante expresar el memorial y la comunión no sólo de vez en cuando. En los Hechos 20:7 vemos que ello tenía lugar “el primer día de la semana”. 1 Corintios 11:25-26 subraya dos veces la expresión “todas las veces”. Nos conviene, pues, por amor al Señor —como así también en obediencia a su deseo— participar con toda solemnidad y agradecimiento.