5. Sus ojos (La mirada, la vista)
1) La mirada compasiva
Colectivamente
Antaño, en la historia de Israel, en muchas ocasiones “dijo… Dios: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto… y he descendido para librarlos” (Éxodo 3:7- 8).
Durante el período de los reyes de Israel, “Dios miró la muy amarga aflicción de Israel; que no había… quien diese ayuda a Israel; y… los salvó” (2 Reyes 14:26-27).
Pero en el Evangelio, el mismo Jesús venido del cielo a la tierra, viendo a “las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mateo 9:36). Su corazón estaba lleno de misericordia por esas multitudes. Por eso envió a sus doce discípulos “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (10:6).
En Mateo 14:14-21, “vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos”. Como anochecía, los discípulos quisieron despedirla, pero Jesús les dijo: “Dadles vosotros de comer”. Fue la multiplicación de los cinco panes y los dos peces. “Comieron todos, y se saciaron”. Quedaron doce cestas llenas para los discípulos, como en Marcos 6:43 y Juan 6:13.
Subía Jesús a Jerusalén por última vez. “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz!… Vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos… te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti” (Lucas 19:41-44). Jerusalén iba a crucificar a su Mesías, y Él lloró, como había llorado ante el sepulcro de Lázaro, y como lo hará una vez más, en Getsemaní, ante la perspectiva del abandono y de la muerte (Hebreos 5:7).
Individualmente
En el estanque de Betesda había un hombre enfermo desde hacía treinta y ocho años. Jesús, al verlo acostado allí, le preguntó: “¿Quieres ser sano?” El enfermo le respondió: “No tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua”. Jesús le dijo: “Levántate… y anda”. Al instante aquel hombre fue sanado (Juan 5:2-9). Vemos allí el poder divino actuando, pero, sobre todo, el corazón de Aquel que había sido “hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7).
En el Gólgota, cuando Jesús padecía todos los sufrimientos de la cruz, “vio…a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente”, y “dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre” (Juan 19:26-27). Juan la recibió en su casa. ¿De quién podían hablar? Ella había conocido y cuidado a Jesús desde su nacimiento hasta que cumplió los treinta años; y él Le había acompañado durante los tres años de su ministerio hasta la cruz. “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida… eso os anunciamos” dijo el mismo apóstol (1 Juan 1:1-3).
2) El profundo interés
“Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés”. Sabía de antemano lo que llegarían a ser. De pescadores de peces “os haré pescadores de hombres”. La escena se repite con Jacobo y Juan, a los cuales vio remendando las redes. A su llamamiento, “dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron” (Mateo 4:18-22). Ya en la orilla del Jordán, Jesús había visto a dos discípulos que le seguían. “Se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima”. Uno de ellos, Andrés, llevó a su hermano Simón a Jesús, quien, “mirándole... le dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)” (Juan 1:37-42).
Al día siguiente, halló a Felipe, quien le siguió. Éste halló a Natanael, al cual llevó al Señor. Jesús vio a Natanael y declaró respecto a él: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”. Natanael se asombró: “¿De dónde me conoces?” YJesús le respondió: “Cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Juan 1:44-50).
Zaqueo, que era de pequeña estatura, se subió a un sicómoro para ver a Jesús en el momento en que pasara por allí. El publicano no lo vio, sino que “Jesús… mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa” (Lucas 19:2-5).
3) La mirada examinadora
El Salmo 139 está lleno de esta mirada: “Oh Jehová, tú me has examinado y conocido… has entendido desde lejos mis pensamientos… ¿A dónde huiré de tu presencia?” El salmista concluye: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”. Nosotros también podemos expresar esta oración al Señor Jesús.
En Marcos 10:17-27, vino a Jesús un hombre que tenía muchas posesiones; le aseguraba que desde su juventud había observado todas las prescripciones de la ley. “Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz”. Pero el hombre se fue afligido, no pudiendo separarse de sus posesiones. Jesús, entristecido, “mirando alrededor”, dijo dos veces a sus discípulos: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” Los discípulos, asombrados, dijeron entre sí: “¿Quién, pues, podrá ser salvo? Entonces Jesús, mirándolos, dijo: Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios”.
En Marcos 8:31-34, el Señor “comenzó a enseñarles (a los discípulos) que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado… y ser muerto”. Hablaba de ello abiertamente. Sin embargo, Pedro tuvo la audacia de amonestarlo. Entonces, Jesús “volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!” El Señor sabía de antemano qué persecuciones debían padecer los discípulos. Para que no se desanimaran, advirtió a Pedro delante de ellos: “No pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres”. Ante la multitud añadió: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”.
Después que Pedro le negó tres veces, “vuelto el Señor, miró a Pedro”. Fue una mirada examinadora, pero que también consolaba y llevaba al arrepentimiento: “Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente” (Lucas 22:54-62).
Jesús, junto al mar de Tiberias, dio a Pedro la ocasión de reaccionar ante la entristecida pregunta de su Maestro: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo” (Juan 21:15-18). La restauración se consumó después que Pedro respondió tres veces afirmativamente. El futuro servicio de pastor de las ovejas y del rebaño fue confiado al discípulo que dejó que el Señor probase el amor que tenía por Él.
“Estando Jesús sentado delante del arca de la ofrenda, miraba cómo el pueblo echaba dinero en el arca; y muchos ricos echaban mucho. Y vino una viuda pobre, y echó dos blancas, o sea un cuadrante”. Jesús aprovechó la ocasión para llamar a sus discípulos y decirles: “Esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (Marcos 12:41-44). De aquí podemos comprender que el Señor no mira tanto lo que damos, sino más bien lo que guardamos.
4) La mirada juzgadora
Aquellos que integraban la sinagoga, adonde Jesús había entrado, “le acechaban para ver si en el día de reposo le sanaría, a fin de poder acusarle”. Había allí un hombre con una mano seca. Jesús le mandó que se levantara y se pusiera en medio de todos, y preguntó a la asistencia si era “lícito en los días de reposo hacer bien, o hacer mal”. Únicamente el silencio hostil le respondió. Entonces, Jesús miró “alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones”, y curó la mano seca. Inmediatamente “salidos los fariseos, tomaron consejo con los herodianos contra él para destruirle” (Marcos 3:1-6).
“La palabra de Dios es viva y eficaz… penetra hasta partir el alma y el espíritu… Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13).
Juan, en la tribulación, se encontraba solo en la isla de “Patmos, por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo”. Tuvo la visión del Señor como Juez (Apocalipsis 1:9-20). Los ojos que con tanto amor habían mirado a muchos pecadores, a los discípulos y al joven rico, eran “como llama de fuego”. “El discípulo a quien Jesús amaba” reconoció a Aquel que estaba delante de él “semejante al Hijo del Hombre”. No obstante, cayó “como muerto a sus pies”. Pero Jesús puso su diestra sobre él, y le dijo: “No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos”. Confió a su discípulo el cuidado de escribir “las cosas que has visto (cap. 1:12-16), y las que son (cap. 2 y 3), y las que han de ser después de éstas” (cap. 4:1 a 22:20).
“Apocalipsis” significa “revelación” (1:1). Los ojos que eran “como llama de fuego” discernían de antemano “las cosas… que han de ser”, y las revelaban a su discípulo para que las escribiera y las comunicara: todos los juicios que vendrían sobre la tierra, sobre aquellos que lo hayan rechazado.
Sin embargo, la conclusión de la Biblia es: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros” (22:21).
5) Alzar los ojos al cielo
Jesús, entristecido por la atroz muerte de Juan el Bautista, se retiró “a un lugar desierto y apartado” (Mateo 14:13). Pero, la gente, muy deprisa le siguió a pie desde diferentes ciudades. Al salir de la barca, vio a esta gran multitud, “y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos”. Cuando anochecía, los discípulos quisieron despedir a la multitud porque el lugar estaba desierto. Sin embargo, “Jesús les dijo: No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer”. Objetaron no tener más que cinco panes y dos peces. ¿Cuál era la solución?: “Traédmelos acá”. La gente se sentó sobre la hierba. Jesús tomó “los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo”. Los discípulos transmitieron a la multitud lo que habían recibido del Señor. “Comieron todos, y se saciaron” (v. 13-21).
En Marcos 7:32-35, “le trajeron un sordo y tartamudo”. Jesús lo tomó “aparte de la gente, metió los dedos en las orejas de él, y escupiendo, tocó su lengua; y levantando los ojos al cielo, gimió” ante todos los sufrimientos que el pecado había traído al mundo. La palabra “Efata”, es decir, “sé abierto” fue suficiente para que los oídos del sordo se abrieran y se desatara la ligadura de su lengua. Hablaba correctamente. La liberación vino por medio de Aquel que “descendió del cielo” (Juan 3:13).
Después de las glorias de la transfiguración, Jesús y los suyos descendieron de la montaña. Un padre de familia, acercándose a Jesús, “se arrodilló delante de él, diciendo: Señor, ten misericordia de mi hijo, que es lunático, y padece muchísimo... lo he traído a tus discípulos, pero no le han podido sanar”. Jesús exclamó: “¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros?” Todo el sufrimiento del corazón del Salvador se concentraba ahí. Dijo: “Traédmelo acá” (Mateo 17:14-21). “Sanó al muchacho, y se lo devolvió a su padre” (Lucas 9:42; Marcos 9:14-28).
El sufrimiento del corazón del Salvador llegó casi al paroxismo en el sepulcro de Lázaro. “Se estremeció en espíritu y se conmovió y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró” (Juan 11:33-35). Sin embargo, él sabía lo que iba a hacer. No hizo ningún milagro para “quitar la piedra”; la quitaron los que lo acompañaban. “Jesús, alzando los ojos a lo alto”, dio gracias a su Padre. Luego, “clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!” (v. 41-43).
La única oración que Jesús dirigió a su Padre, cuyos detalles conozcamos, se encuentra en Juan 17. Antes de pronunciarla, alzó “los ojos al cielo” y dijo: “Padre…” (v. 1).
Al final del evangelio de Juan, Jesús iba a dejar a sus discípulos. Entonces, dio las diversas enseñanzas que vemos en los capítulos 14 a 16 concluyendo: “El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre” (16:27-28).
Cuarenta días después de la resurrección, los llevó fuera, hasta Betania. Allí, mientras estaban por última vez con él, “alzando sus manos, los bendijo… se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo” (Lucas 24:50-51). Y ellos estaban “con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba” (Hechos 1:10).
La esperanza de los discípulos, al igual que la nuestra, será reunirnos pronto con el Señor, según su promesa: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).