4. Gobernador en Egipto
En el trono
Cuanto llegó “la hora que se cumplió la palabra” de Dios, Dios libró a José de todas sus tribulaciones (Salmo 105:19; Hechos 7:10). Hizo tener a Faraón sueños y que nadie de entre de los sabios de Egipto pudiera interpretar (Génesis 41:1-8). No obstante, las imágenes de los sueños eran típicos de Egipto: el Nilo era la causa, la vaca el símbolo y las espigas la consecuencia de la fertilidad. Estas imágenes eran conocidas para los egipcios.
Pero Dios quitó el discernimiento a los ancianos: “Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos” (Job 12:20; 1 Corintios 1:19, 21). Al rechazar a José, se podía decir que sus sueños no podrían cumplirse. Sin embargo, este camino sirvió para elevar a José. Cuando no quiso servir a la mujer de Potifar en sus deseos pecaminosos, ni inclinarse ante ella, y por eso fue echado a la cárcel, Dios se sirvió de estas circunstancias para que todos sean sometidos a José. De tal manera, todos deberían inclinarse ante él, también aquellos que buscaron su perdición. Aquí vemos el poder y la sabiduría de Dios (1 Corintios 1:24). No obstante, Dios utilizó al copero para que Faraón se acordara de José (Génesis 41:9). Ese acontecimiento de la cárcel tenía así lugar en los caminos de Dios para la salvación de su siervo. Hasta aquí, José había visto correctamente, pero su liberación vino en el momento determinado por Dios y de una manera diferente de la que él hubiera podido pensar. Que el copero olvidara a José, sirvió de nuevo para purificarlo. Dios, en su providencia, preparó de antemano los instrumentos que deseaba utilizar a su tiempo.
Nosotros también debemos andar a veces por senderos oscuros. Con temor suplicamos ser liberados de las dificultades y nos mortificamos al querer dar respuesta al «¿cómo?» Pero la liberación de Dios ya está determinada de antemano. Cuando llega su tiempo para con nosotros y somos librados, entonces quedamos maravillados. Y solamente al final de los caminos de Dios, en la gloria, descubriremos las grandes y maravillosas soluciones.
El Fuerte de Jacob obró para que José fuera sacado de la cárcel, traído afeitado y vestido delante de Faraón (v. 14). Allí se encontró el que había sido rechazado por sus hermanos, el rechazado del mundo, el pobre preso, ante la presencia del soberano de los pueblos. ¡Qué revelación de poder! Fue como una resurrección de entre los muertos.
La esperanza de todos, desde el rey hasta el siervo, fue depositada en él. Sólo al traer la respuesta, José pudo permitir que la luz brillase en medio de las tinieblas, y no sólo llevaba la luz, sino que de ello dependía también el mantenimiento de la vida. Todas las miradas se dirigían a él, pero él conocía plenamente su dependencia de Dios. Después de las palabras del poderoso monarca: “He oído decir de ti, que oyes sueños para interpretarlos”, siguió inmediatamente la poderosa respuesta, en su elevada sencillez: “No está en mí; Dios será el que dé respuesta propicia a Faraón” (v. 15-16). Por medio de José, este príncipe que vino a ser como un hijo de dioses, oyó un quíntuplo testimonio de parte del Dios todopoderoso (v. 16, 25, 28, 32). No se trataba de una decisión de los dioses; no venía del dios Ra, ni del dios sol, sino de Dios, quien es Jehová. Todo estaba sometido a Su decisión, ya sea que se tratara de los ríos, de las vacas o de las espigas. Lo que Él determinó, también lo cumplió. Nada ni nadie podía interrumpir Su decisión. Dios la dio a conocer a Faraón por intermedio de sueños, y lo que hizo fue para bendición de Faraón. Pero aun la salvación de Faraón estaba en las manos del único Dios. ¡Qué poderoso testimonio fue manifestado en el palacio del gran rey!
Allí estaba José con un arco poderoso y brazos fuertes. Sus brazos estaban fuertes, porque sus ojos estaban puestos en Dios, y toda su esperanza estaba depositada en Él. Se daba cuenta, y lo expresó claramente, de que el socorro estaba fuera de él y se encontraba sólo en Dios. Este testimonio llevó fruto. Luego, Faraón habló dos veces de Dios. Reconoció que el Espíritu de Dios hablaba por boca de José, y sólo Dios podía darle semejante sabiduría (41:38-39). José dio el significado de los sueños a Faraón. Reveló misterios y trajo el buen consejo (v. 25-36). Ninguno entre los sabios de Egipto pudo dar la solución, pero por medio de José estuvo “el consejo y el buen juicio” (Proverbios 8:14).
Ello fue así porque estuvo encargado de dirigir el país y fue establecido como gobernador de todo Egipto (Génesis 41:41-45). Recibió el anillo de Faraón y, por su intermedio, el poder en Egipto. Fue vestido de lino finísimo y se le puso un collar de oro en su cuello. Recibió todas estas señales que demostraron su dignidad real. A la orden de Faraón, todas las cosas en Egipto fueron sometidas a José. Sólo Faraón en el trono permanecía como superior. Está claro que cuando todas las cosas le fueron sometidas a José, se exceptuaba aquel que sujetó a él todas las cosas (1 Corintios 15:27).
José fue por padre de Faraón (Génesis 45:8). Sin él, Faraón no tomaba decisión alguna. José era el señor sobre toda su casa, y todos tenían que obedecerle. Dicho de otro modo, fuera de él nadie podía levantar pie o mano. Además hizo que José subiera en su segundo carro y que ante él se doblara toda rodilla.
José recibió también un nombre nuevo: Zafnat-panea, con su doble significado: «Descubridor de lo oculto; Salvador del mundo» (41:45; nota V.M.).
Todos los poderes le fueron sometidos. Podía reprimir a los grandes como él quisiese (Salmo 105:22). No obstante, su placer no consistía en castigar, sino en salvar. No leemos que él castigara siquiera a aquellos que trataron de destruirlo. En José había perdón, y su sabiduría fue reconocida por todos.
“Id a José”
José tomó las medidas necesarias para recoger bastante durante el período de gran abundancia, en previsión de los años malos de hambre (Génesis 41:47-49). La quinta parte de la cosecha debía ser entregada a Faraón y todas estas provisiones eran guardadas por José (v. 34). Así, los egipcios vivían despreocupados. Durante toda esa abundancia no debían preocuparse del futuro, aun siendo claramente anunciado por Dios. José se dedicaba a esto. En todo aquello que José hacía, veían los días malos que se acercaban. Después de la parte que tenían que ceder, todavía les quedaba más de lo necesario para prepararse para los malos tiempos. Pero no tuvieron provisiones cuando llegaron los años del hambre (v. 55). Por este motivo pronto empezaron a carecer de alimento. Les ocurrió como a tantos otros antes de ellos: querían vivir para el placer, comer y beber, pero no escuchar los llamamientos de advertencia y de amor de Dios (Proverbios 1:24-27). Por tal motivo, su condenación fue más que merecida.
José tuvo cuidado de que, en el tiempo de abundancia, nada se perdiera, y reunió todo el alimento que pudo (Génesis 41:48). De no haber estado José, los egipcios no se hubieran preocupado por el futuro, y las consecuencias hubiesen sido hambre, muerte y la ruina de todo el país y el pueblo. Por eso, más tarde José compraría todo su dinero y sus bienes, y hasta sus propios cuerpos a cambio del trigo que les daba (47:13-20).
Aceptaron por ley de desprenderse de la quinta parte de la cosecha para Faraón por la tierra y la simiente que recibieron. Cuando los años del hambre llegaron, el pueblo no tenía nada de reserva. Entonces clamaron a Faraón por pan, pero Faraón les respondió: “Id a José, y haced lo que él os dijere” (41:55). Ningún otro nombre vino sobre los labios de Faraón, ni en todo Egipto ni en sus alrededores, sino el nombre de José. Éste fue el único salvador en el tiempo de angustia. Seguir clamando a Faraón de nada servía, aunque fuera suplicando con todas sus fuerzas, tampoco llevar ofrendas a los templos, en favor de los pobres o de cualquier objeto. El hecho de guardar las leyes del país con todo temor y exactitud tampoco podía liberar al pueblo. La única solución era acudir a José y escuchar sus palabras, pues aquellos que se acercaban a él debían darse a él enteramente. Tenían que ir a José para obedecerle y creer el testimonio de Faraón que decía que no tenían que hacer nada por sí mismos. Alguien se ocupó en ellos, y al acudir a José, querer hacer lo que decía era dar pruebas de obediencia y de fe para salvación.
Vinieron a José y recibieron pan, pero así se convirtieron en la propiedad de Faraón con todo lo que poseían, hasta sus propios cuerpos. Esto no era duro, sino bueno para ellos. Habían demostrado que eran incapaces de cuidarse a sí mismos. Hechos entonces siervos de Faraón, José se comprometió en cuidarlos si volviera a venir otra vez un tiempo de hambre. Los egipcios reconocieron con agradecimiento que su salvación venía de José. “La vida nos has dado; hallemos gracia en ojos de nuestro señor, y seamos siervos de Faraón” (47:23-25). Así hablaron cuando José les dio la simiente pidiéndoles en cambio la quinta parte de su cosecha.
José indicó a cada uno de ellos hasta su lugar en el país (v. 21). Allá, cada uno ejercía la vocación a la que fue llamado, hacer el trabajo en la tierra de Faraón para su servicio. Y aun, en este servicio, no deseaban otra cosa, sino sólo caer en gracia al gobernador de Egipto. José no les hizo servir con dureza; sus mandamientos no eran gravosos. Aunque fueran siervos de Faraón, las cuatro quintas partes de sus ingresos eran para ellos y, en esta tierra fructífera de Egipto, había suficiente lugar para su sustento.
Un solo nombre fue pronunciado a los egipcios cuando clamaron a Faraón por pan, el del salvador de su vida, el nombre del “hebreo, siervo” (41:12) una vez despreciado, pero entonces un José elevado. De la misma manera hoy en día, un solo Nombre es dado a todo hombre debajo del cielo en que podemos ser salvos (Hechos 4:12). No hay otro nombre, sino sólo el nombre del Señor Jesús, quien en esta tierra fue despreciado y crucificado, pero ahora proclamado por Dios el Salvador de los pecadores. Fuera de él todo está condenado a la muerte y a la perdición. Él dice: “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Juan 6:35). Todos los que claman a Dios en la angustia de su alma, reciben sólo una respuesta: «Ve al Señor Jesús» (véase Mateo 11:28). Y todo aquel que va al Señor Jesús y que confía en Él, es comprado por él para Dios, espíritu, alma y cuerpo.
Todo lo que poseen y lo que son, le pertenece a Él, para dedicarse en lo sucesivo a su servicio. En efecto, todos los que le pertenecen deben servirle, cada uno en la vocación para la cual ha sido llamado. Nuestro espíritu, nuestra alma, nuestro cuerpo, nuestro dinero y nuestros bienes han de ser dedicados a Dios. Y cuando el corazón esté suficientemente lleno de la gracia de nuestro Señor Jesucristo, sus mandamientos no serán gravosos (1 Juan 5:3). El servicio puede entonces cumplirse en un amor agradecido.
José y Asenat
Cuando José fue coronado de gloria y de honra por Faraón, y todos le tributaron honores como salvador del mundo, recibió también de Faraón a Asenat, hija de Potifera, como esposa (Génesis 41:45). Pero aunque Faraón le dio a esta mujer, sin duda podemos suponer que un hombre como José deseaba tener una mujer de Dios. Por el hecho de que aprendió a esperar todo de parte de Dios y a no recibir nada que no fuera de Sus manos, seguramente aceptó también a Asenat de parte de Dios. Por eso, Faraón se la dio como el deseo de su propio corazón. Y José supo seguramente que el corazón de Asenat estaba dirigido al Dios viviente. Todo el honor y la gloria que José poseía no satisfacían enteramente su corazón. Se hubiera encontrado solo aun siendo sometidas a él todas las cosas de Egipto. Sin embargo, Asenat fue la ayuda que necesitaba. José vio en ella su propia imagen, era una ayuda idónea para él. Asenat era la plenitud de José, quien llenaba todas las cosas en Egipto (compárese con Efesios 1:23), sin que nadie pudiera mover un pie ni levantar una mano. La unión de José y Asenat estaría realmente conforme a las palabras: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 2:24).
Desde entonces, ella estaba ligada a él, y él se sentía unido con ella. Nada ni nadie podía ocupar su lugar, ningún padre, ningún hermano ni ningún otro tesoro de Egipto. Ella era la mayor posesión, compartía todo su amor, un entero y único amor. Era un amor totalmente diferente del que José había mostrado a su padre, a Benjamín o a cualquier otra persona; amaba a Asenat. Su vida matrimonial fue ricamente bendecida, no porque recibiera gran número de hijos como Jacob, sino porque fue una vida de pareja rica en el gozo del amor. Cuando tuvo a su primer hijo, dijo: “Dios me hizo olvidar todo mi trabajo, y toda la casa de mi padre” (Génesis 41:51).
¿No anhelaba ya su corazón ver a su padre? o ¿no se acordaba ya de todas sus penas y dificultades? No obstante, su deseo de ver a Jacob fue claramente demostrado más tarde. Y el recuerdo de sus penas, lo expresó en el nacimiento de su segundo hijo, porque dijo: “Dios me hizo fructificar en la tierra de mi aflicción”. Dios le dio una doble bendición, pero Egipto siguió siendo para él el país de su aflicción. Pero, lo que recibía de Asenat producía en su corazón una enorme compensación frente al hecho de no vivir en casa de su padre. José había sufrido mucho, participó de mucho dolor, pero a través de los caminos de prueba por los cuales Dios le había conducido. Asenat había venido a ser su parte presente.
Una tal posesión valía la pena haber pasado por todos estos sufrimientos. Cuando Asenat le dio a su hijo Manasés, su alegría fue mayor que todas sus pruebas. Fue plenamente respondido a su amor en la persona de Manasés. De esta manera, Dios le recompensó después de tanta lucha. ¡Qué precioso testimonio fue la vida matrimonial de José ante el verdadero Dios, viviendo juntos una vida limpia y llena de amor en un país que desde siempre era conocido por su idolatría e inmundicia!
Del mismo modo, un matrimonio cristiano es un testimonio para Dios en medio de este mundo impío, y una fuente de gozo para aquellos que Dios ha colocado así juntos. Por eso, al dar este paso tan importante en la vida, conviene mirar primero a Dios mediante la oración. El camino que conduce al casamiento debe ser el buen camino; si no es así, no puede esperarse un casamiento bendito. Si a través del matrimonio nos consideramos que Dios es quien nos ha dado el uno al otro y que esto dirige nuestra vida juntos, habrá entonces un verdadero amor y una verdadera estimación recíprocos. Esto será en testimonio ante Dios y un gozo para nuestros corazones.