En los brazos de José
“No podía ya José contenerse delante de todos los que estaban al lado suyo, y clamó: Haced salir de mi presencia a todos” (Génesis 45:1). El amor con el cual había obrado con tanta sabiduría, y el poder por el cual tuvo dominio de sí mismo tanto tiempo, logró su objetivo en sus hermanos. La prueba de su cambio de actitud era plenamente notoria y los corazones de ellos estaban quebrantados. Ahora no se necesitaba que José se contuviera más, y su amor fluía libremente y con fuerza. Pero este mismo amor exigía que salieran todos los extraños. El amor, que aparentemente puede ser duro, es sin embargo tierno y sensible. Lo que siguió no podía ser visto por extraños.
Cuando se hizo salir a todos —sin temor, pues, de que José y sus hermanos fuesen espiados—, pudieron verse cara a cara, y José se puso a llorar de alegría, diciendo no más en lengua egipcia, sino en su propia lengua: “Yo soy José; ¿vive aún mi padre?” (v. 2-3). Cuán ardientemente había esperado este momento. Ahora su amor podía expresarse hacia ellos como una corriente de agua, como un río que sumergía todo el pasado y que llevaba a sus hermanos a los brazos de José. Esta repentina revelación les sorprendió tanto que el espanto paralizó sus lenguas y sus pies. El sentimiento de su culpabilidad era todavía más profundo. En otro tiempo, habían rechazado a este José, pero este José así elevado por Dios y revestido de poder, podía juzgarlos. No obstante, quiso con todo amor rebajarse hasta ellos. Con ese mismo amor les dijo: “Acercaos ahora a mí”. Y cuando se acercaron a él, oyeron de nuevo: “Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis para Egipto”. “Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación” (v. 4-9). Dios utilizó el delito de los hermanos de José para el cumplimiento de Sus designios para con ellos.
José, pues, al expresar su amor, hizo desaparecer todo temor de los corazones de sus hermanos y les hizo hallar el descanso en lo que Dios había cumplido por ellos y a través de él. Cuatro veces, José les habló de Dios, de la revelación de Su amor y de Sus cuidados para con ellos. Y el afecto personal de José pudo curar sus corazones quebrantados. Eran como hijos perdidos, pero que habían vuelto reconociendo sus culpas. Entonces José se rebajó hacia ellos y les dio el beso de reconciliación y de amor. Después sus hermanos hablaron con él (v. 15).
Las primeras palabras dirigidas a José debieron de ser palabras balbucientes de agradecimiento por el perdón recibido. Fueron momentos particulares para ellos, en los cuales la gracia del Fuerte de Jacob, que había quebrado los corazones altivos y duros, derramó un maravilloso consuelo y la curación. Luego, los hermanos, enviados por José y en cumplimiento también de las órdenes de Faraón, volvieron a la tierra de Canaán (v. 17-20) con carros, víveres, mudas de vestidos y lo mejor de Egipto. Todos estos dones y tesoros fueron dados por José. Pero el mayor de los tesoros lo llevaban en el corazón: el perdón de sus culpas. Estaban profundamente avergonzados al pensar en su pasado, y de qué manera la vergüenza los haría sonrojar, cuando se inclinaran ante su padre para confesarle su gran culpa. Iban a contarle todas las palabras de José (v. 27). Nada esconderían. De ahora en adelante no darían la imagen de ser honestos, sino que confesarían abiertamente que habían pecado y pervertido lo recto, y Dios no les ha aprovechado; Dios redimió sus almas para que no pasasen al sepulcro (Job 33:27-28).
En efecto, cuando aún éramos enemigos y rechazamos a José, figura del Señor, Dios lo envió delante de nosotros para darnos la vida (compárese con Romanos 5:8). “José vive aún”; éstas fueron sus primeras palabras que dirigieron a su padre cuando llegaron (Génesis 45:26). Resonaron como grito de alegría en sus labios. Habían odiado a José y amenazado con su vida, pero ahora su vida era su gozo. Le amaban porque habían visto que él los amó primero. Y su vida, que fue levantada del pozo por Dios, fue para ellos su vida y su salvación. José vivía y gobernaba. Sí, también para ellos sólo José merecía este lugar de honor. La buena noticia de que José estaba en vida llevó a Jacob del valle de sombra de muerte a la cima soleada de la gracia del Fuerte de Jacob. Cuando esta gloriosa verdad invadió a Jacob, recibió como una nueva vida y nuevas fuerzas. “Israel” (el nuevo nombre de Jacob; véase 32:28), que luchó con Dios, respondió: “Basta; José mi hijo vive todavía; iré, y le veré antes que yo muera” (45:28). El milagro de los sueños, como la estrella de la esperanza guardada en el corazón durante la noche de muerte y duelo —es decir durante la ausencia de José— (37:11), hizo desaparecer de repente todas las oscuras nubes. En el poder de un nuevo día, Jacob salió al encuentro de José con todo lo que tenía. Iba como aquel que había aprendido a caminar en todas las cosas con Dios. Por eso, no pasó las fronteras del país sin antes haber buscado el rostro de Dios y recibir la seguridad de su aprobación y fidelidad (46:1-4). Poco tiempo después cayó en los brazos de José. Allá lo habían llevado las manos del Fuerte de Jacob, y esas mismas manos lo condujeron todavía por diecisiete años (47:28).
Jacob recibió más que todo lo que había pedido o pensado. Vio toda la fidelidad y los cuidados de Dios para con su descendencia durante los cinco años de hambre que siguieron. Luego, vivió doce años, una plenitud de tiempo, en la tranquilidad en medio de los suyos. Más tarde, confrontado con la muerte, se inclinó y “adoró apoyado sobre el extremo de su bordón” (v. 31; Hebreos 11:21). Abrazó las promesas de Dios en esta tierra hasta en los últimos momentos de su vida; pero su corazón anhelaba la patria celestial. Su esperanza era la ciudad preparada por Dios (Hebreos 11:13, 16). Y cuando el sol de su vida caía, la salvación de Dios con sus rayos como los de la mañana eterna alumbró su lecho de muerte con pleno esplendor: “Tu salvación esperé, oh Jehová” (Génesis 49:18). Cuando se cumplió su última misión, “encogió sus pies en la cama, y expiró” (49:33). Así tranquilamente se acabó su vida. Entonces, el extranjero en la tierra llegó a casa.
Una importante pregunta se nos plantea: ¿Está despierta nuestra conciencia y está quebrantado nuestro corazón? Cuando esto se produce, surgen los pecados olvidados, pecados de los cuales nos habíamos alejado desde hace mucho tiempo. Algunos, en sus años de juventud, siguieron su camino a la ligera, haciéndose más tarde personas honestas. Sin embargo, esto no hizo que el mal desapareciera. Incluso los pecados de la juventud, Dios los tiene registrados y, por su Palabra y su Espíritu, quiere que todas las cosas hablen de nuevo al corazón y a la conciencia, para que se produzca un verdadero reconocimiento de la falta y el juicio de sí mismo.
¿No hemos experimentado muchas veces en nuestro corazón la acción del Espíritu? Era el amor de Dios que nos buscaba. Quizás pasamos por circunstancias a través de las cuales nos fueron recordadas faltas que desde hace mucho tiempo fueron olvidadas. Era el amor de Dios que nos buscaba. Tal vez nos han alcanzado cosas difíciles que nos obligaron a meditar seriamente. Era su amor por nosotros. Acerquémonos a Dios para todo lo que nos concierne: el pecador con su culpa, y el creyente, con todo lo que no juzgó y que Dios le recuerda. Seremos recibidos con los brazos abiertos. “Acercaos ahora a mí” dice la palabra de amor (Génesis 45:4). Dios quiere, sobre todo, darnos el conocimiento de Su reconciliación, de su amor que perdona. Y en los brazos del Señor Jesús tenemos seguridad. Estos brazos nos llevan a través de toda lucha y dificultad a la gloria eterna. Estos fuertes y tiernos brazos no desmayan jamás. Descansando en estos brazos eternos podemos ser agradecidos.
La fidelidad y los cuidados de José
José dio a sus hermanos la seguridad de su amor y de su perdón. Luego iba a cuidar de ellos. Habló de ellos a Faraón e hizo traer a toda la casa de su padre a Egipto (46:31-34). ¡Con qué amor fue al encuentro de su padre! Y los hermanos que habían recibido gracia recibieron también gloria (Salmo 84:11). Una parte de ellos fue presentada a Faraón. Les fue ofrecido lo mejor de la tierra, y José cuidó de ellos y alimentó a todos con pan hasta a los nietos. Así aun los pequeños fueron objeto de su cuidado. Y cuando hubieron pasado los años del hambre, Israel habitó en paz en la tierra de Gosén (Génesis 47:2, 12, 27).
“Estarás cerca de mí” dijo José (45:10). Estar cerca de él ciertamente estaba bien. Incluso después de la muerte de Jacob, José no cambió en nada. Sin embargo, los hermanos comenzaron a dudar. La ansiedad los invadió. Pensaban de nuevo en el mal que cometieron y no hallaban paz en el amor de José ni en las palabras que cierto día les había dicho. Pensaban que, si José los trataba de ese modo, se debía a la voluntad de su padre, y que ahora cambiaría dándoles el justo castigo (50:15-17). Ellos mismos todavía no sabían lo que era gozar del gran favor, ni comprendían tampoco que el verdadero amor no busca el amor de los otros, sino que halla precisamente su cumplimiento en su revelación a los culpables. Y como ellos pensaban que ahora debían obtener el favor de José, mandaron a él defensores suplicando perdón.
Luego, vinieron ellos mismos y se postraron delante de él, como en el principio. ¿Cómo lo hallaron? ¿Había cambiado en algo para con ellos? No, se puede ver claramente que permanecía siendo el mismo que hacía diecisiete años. “Y José lloró mientras hablaban” (50:17). Ésta era la séptima vez que lloraba, según lo que dice la Escritura. Lloró por afecto porque descubrió en sus hermanos una conciencia despierta; lloró cuando vio a Benjamín y a todos sus hermanos; lloró cuando se manifestó a sus hermanos, al abrazar a su padre y al morir éste. Las lágrimas de José fueron lágrimas de gozo, de duelo y de dolor. Pero ahora estaba muy afligido de que sus hermanos todavía pudieran dudar de su fidelidad para con ellos (42:24; 43:30; 45:2, 14-15; 50:1, 17).
Sin embargo, ningún reproche salió de sus labios; al contrario, los alentó porque conocía la debilidad de sus corazones. Les dijo: “No temáis”. Y luego: “No tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos” (50:19, 21). De aquí se desprende que el pensamiento de José en su amor fiel no variaría, sino que al contrario, lo emplearía siempre para con ellos y hasta para con sus hijos. “Así los consoló, y les habló al corazón” (v. 21).
Cuando Jacob bendijo a José, le llamó el pastor, la roca de Israel (49:24). Así fue José. Era para la preservación de la vida de su generación. Primeramente como roca; Israel pudo sobrevivir unido a él en los duros tiempos del hambre. Dios se sirvió de él para su salvación. La historia de su existencia fue, en fin, la historia de José. Por eso, cuando la Escritura dice: “Ésta es la historia de la familia de Jacob”, también menciona la historia de José (37:2).
La supervivencia de toda la generación estaba fundada en José. Él también era el pastor, no porque apacentó el ganado un tiempo, sino por los cuidados que tuvo por su parentela. Pensó en todo y en todos. Conocía la necesidad de la boca del niño; no solamente tuvo gran interés por los niños de su familia, sino que también pensaba en los niños de los egipcios (47:12, 24).
Ciertamente un hombre que hablaba de esa manera era un auténtico pastor, un pastor atento. Pero más todavía, muchísimo más que José es nuestro Señor Jesucristo. Él es la Piedra angular de la Iglesia. De todos los que lo conocen, es el buen y fiel Pastor. Todos los que se han acercado a él como a una Piedra viva están unidos a él indisolublemente. Nada puede separarlos de él (Efesios 2:20; Juan 10:11, 14; 1 Pedro 2:4).
Sin embargo, no sólo es la Piedra, es también el Pastor; y en sus cuidados como pastor piensa en todo y en todos. Lleva a los corderos en sus brazos y pastorea suavemente a las recién paridas (Isaías 40:11). ¡Con qué ternura piensa en los pequeñitos! Es su amigo. Un día los tomó en sus brazos, puso sus manos sobre ellos y los bendijo (Marcos 10:16). Hoy todavía Jesús es el mismo; es inmutable. “Es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Su amor y su fidelidad no pueden mermar.
Sin embargo, a veces ocurre que dudamos de su amor y del perdón de todas nuestras faltas. Entonces volvemos a empezar como al principio y caemos a tierra, como si debiésemos ser perdonados de nuevo. En algunos, esto se repite sin fin, como si fuera necesaria esta repetición. Pero esto no agrada al Señor, sino que entristece su corazón. Recibe a todo aquel que viene a Él, y esta persona viene a ser su propiedad para siempre. Pase lo que pase, el Señor no cambia. Lleva a cada uno de los suyos con gran paciencia, aun cuando duden de su amor. Esto no quiere decir que una duda tal no le entristezca, porque no es para honra de su nombre. El Señor es glorificado por el creyente que descansa en Su inmutable amor.
6. Morir en la fe
Un ataúd en Egipto
Con qué poder nos habla el principio de la Biblia. El Creador tuvo sólo que hablar y ya fue hecho, sólo tuvo que mandar y al momento existió (véase Salmo 33:9). Con qué esplendor aparecieron todas las cosas por su palabra poderosa. Cuando seis veces fue dicho: “Y vio Dios que… era bueno”, la séptima vez dijo: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:4, 10, 12, 18, 21, 25, 31). Así Dios puso al hombre en medio de esta magnífica tierra preparada para él. ¡Pero con qué rapidez cambió todo! El hombre se apartó de Dios y sometió todas las cosas a vanidad (Romanos 8:20). La muerte y la corrupción aparecieron en la creación. Y el primer libro de la Biblia, que comienza con los poderosos hechos de la creación de Dios, donde se hacen visibles su eterno poder y deidad (Romanos 1:20), termina con un ataúd en Egipto (Génesis 50:26).
Qué sorprendente contraste entre el principio y el final de Génesis. Al principio, hay una hermosa creación, donde todo habla de vida y de alegría, donde las estrellas del alba alababan y todos los hijos de Dios se regocijaban (Job 38:7). Al final, hay un ataúd, y dentro de él la ruina de la bella obra de edificación de Dios en su creación: el producto de sus propias manos.
Al final, un profundo desorden demuestra el fruto del trabajo del hombre. Por él entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y “la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). De este ataúd con su contenido sale un mensaje de corrupción, pero, al mismo tiempo, testifica de lo que el Fuerte de Jacob puede realizar en medio de las consecuencias destructoras del pecado en el corazón del hombre perdido: esto es, la poderosa gracia de Dios.
En este ataúd, pusieron y llevaron el cuerpo de José. Así lo ordenó él (Génesis 50:25). José creía firmemente en la promesa dada por Dios a Abraham, a Isaac y a Jacob. Cuando su padre llegaba al final de sus días, vio en Jacob con toda claridad la fe en la promesa de Dios (48:21). Entonces se encontraba José en la mitad de su vida. Aunque algunas decenas de años hayan transcurrido, las palabras que escuchó en esta ocasión permanecieron en él. Y al despedirse de sus hermanos, habló con el mismo espíritu que él de su padre (50:24). Quiso ser enterrado en el país de la promesa, el futuro país de Israel. El hombre que se nos describe como el arquero con brazo fuerte tiene el deseo de reposar en su heredad que le fue dada por Jacob. Por cien monedas de plata Jacob compró aquel campo (33:19). Seguro que el enemigo lo hubiera sustraído de sus manos, pero con el arco y la espada de Jacob, esta tierra debía ser reconquistada (48:22). Para un héroe como José, era digna semejante herencia, y él puso el precio. El arquero fue enterrado en un campo que testificaba del poder del arco.
Cuando llegó el fin de José, al morir hizo mención de la partida de los hijos de Israel e impartió una orden en cuanto a sus huesos. Cuando sus hermanos le juraron hacer lo que él pedía, ningún otro deseo más le quedaba sobre esta tierra. Después de muchos años, cuando el pueblo de Israel abandonó Egipto, los huesos de José fueron llevados con ellos durante todo el tiempo que duró la peregrinación por el desierto, para después ser enterrados en la heredad que Jacob compró (Josué 24:32; Juan 4:5). Así se cumplió la promesa de Dios y el deseo de José. La fe en la palabra de Dios jamás es decepcionada.
José era un hombre rico y poderoso. En su casa halló bendición y prosperidad. Con Asenat, sus hijos y toda su descendencia, Dios le recompensó por toda su pena y dolor. Sus hermanos le amaron y le honraron. Los tesoros de Egipto fueron su porción; nada le faltó sobre esta tierra. No obstante, Egipto siempre fue para él el país de la opresión, y fue un extranjero en la tierra de Cam (Salmo 105:23). Todo lo que poseía en Egipto no le trajo ninguna satisfacción, sino que la promesa de Dios fue lo que llenó su corazón. La miró de lejos y la saludó confesando que era extranjero y peregrino sobre esta tierra (Hebreos 11:13). Y el príncipe (José) que podía mandar que le fuera edificada una tumba que pudiera despertar la admiración del hombre, no quiso un monumento semejante, sino que deseó el reposo en el país de la promesa.
En sus últimos momentos, José no tuvo ningún pensamiento acerca de lo que hizo o de lo que fue, ni para asegurarse de que se le hiciera un honroso y magnífico entierro, con un glorioso recuerdo. Esto no fue lo que iluminó sus últimos momentos, sino la promesa y fidelidad de Dios. En ninguna otra parte, la fe de José brilla tan intensamente como al anochecer de la muerte. Así nos despedimos de José, como un extranjero en la tierra.
En Hebreos 11, José tiene su lugar entre los héroes de la fe, los que son como “tan grande nube de testigos” en derredor de nosotros (11:22; 12:1). También nos enseña, por su manera de andar y su conducta al final de su vida, a retener lo que tenemos y a recibir la promesa por la fe y la paciencia.
Como cristianos tenemos una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pedro 1:3). Como nuestro precursor, Jesús entró en el lugar santísimo donde podemos seguirle (Hebreos 6:20). Allá se encuentra nuestra ciudadanía, pues somos miembros de la familia de Dios (Efesios 2:19).
El Señor mismo vendrá, según su propia Palabra, para llevarnos y estar con él para siempre. Y llevando en nuestros corazones esta bienaventurada y viva esperanza, podemos andar como extranjeros aquí abajo. Así podemos permanecer en separación del mundo, aun cuando esto ocasione la privación de bendiciones terrenales. Entonces solamente, nuestros corazones serán verdaderamente felices. Muchos de los que esperaban la venida del Señor ya han marchado; ahora esperan en la gloria, con todos aquellos que “duermen en Él”, Su gloriosa venida. Pero nos exhortan a retener lo que tenemos, esperando Su venida.
“Dios ciertamente os visitará”, fueron las últimas palabras de José antes de morir. “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo” (Juan 14:3), prometió el Señor antes de regresar al Padre. “He aquí, yo vengo pronto”, nos ha dicho el Señor desde el cielo. Que todos podamos decir: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 3:11; 22:12, 20).
Que la gracia del Señor Jesucristo permanezca con todos nosotros.