La vida de José /5

José, juez y salvador, vive

5. José, juez y salvador, vive

La conciencia despierta

Después de muchos años, comenzó el tiempo en que Dios volvió a tomar el hilo de la historia de los hermanos de José. Veinte años habían pasado desde que José fue vendido, cuando llegó el tiempo del hambre. Entretanto, la Biblia no dice nada de los hermanos de José, salvo de Judá. Este último fue el que propuso la venta de José. Era un calculador, por eso dejó a sus hermanos y buscó sus placeres en medio de los gentiles (Génesis 38). Al parecer, llegó a alcanzar su propósito, porque recibió nobleza (Hira) y riquezas (Súa).

Pero Dios vino a su encuentro, y la decepción y la pena fueron su porción. Entre las naciones buscó la palmera (Tamar) para su linaje, pero en lugar de tranquilidad llegaron la muerte y la perdición. Luego, quedó sumido en un profundo mal moral. Sin duda era él quien hubiera merecido ser quemado. Después de esto, Judá retrocedió, movido por la vergüenza, y llegó a tener una vida tranquila y honesta. Pero su historia entre los cananeos es como una mancha sombría, triste y abominable. Entonces ocurrió como si viéramos brillar (Fares) el poder de la gracia del Fuerte de Jacob y aparecer el alba (Zara) de un nuevo día después de la oscura noche de pecado y de culpa. Nos conmueve esa poderosa gracia al hallar el nombre de Tamar en el libro de la genealogía de Jesucristo (Mateo 1:3).

Pero antes que pudiera aparecer la alegre luz de la gracia de Dios sobre José y sus hermanos, debían pasar por el oscuro camino de la prueba, para que la conciencia se despertara y el corazón se quebrantara. No era suficiente que se fuesen convertidos en hombres honrados. Se necesitaba un verdadero arrepentimiento y confesión de la culpa. Y cuando Dios los puso en contacto con José, éste actuó con sabiduría para con ellos. Aparentemente con dureza, pero con un verdadero amor procuró darles la verdadera felicidad y santidad. José actuó como Dios lo hará un día con Israel: “Por tanto, Jehová esperará para tener piedad de vosotros, y por tanto, será exaltado teniendo de vosotros misericordia; porque Jehová es Dios justo (el mal debe ser juzgado); bienaventurados todos los que confían en él” (Isaías 30:18). Cuando es necesario, Dios hace llegar la disciplina hasta el último extremo, de modo que todo desaparezca sin quedar nada de la caída, excepto su gracia plenamente suficiente.

José obró en completa conformidad con los pensamientos y caminos de Dios. No buscó su propia gloria al ejercer el castigo. No quiso un rápido reencuentro con su querido padre y con Benjamín. Tampoco buscó el interés temporal de su descendencia. No, lo que él tenía ante sus ojos era, en primer lugar, el bien de sus almas. Debían ser llevados a la luz de Dios a fin de que la gracia pudiera actuar para con ellos.

El amor de Dios fue la base de todos sus hechos. Con sabiduría divina avanzaba hacia el blanco deseado. Hasta cuando José los trataba aparentemente con dureza, pensaba en ellos con misericordia (Jeremías 31:20). Pero debió contenerse delante de ellos para mostrar su misericordia en el momento oportuno (Isaías 63:15). Se contuvo en su presencia, pero lloró en secreto (Génesis 42:23; 43:30). Actuó así hasta el momento preciso, pero ni un minuto más. Su ardiente corazón no hubiera podido soportarlo por más tiempo (45:1-2).

Volvamos al principio de la historia. El hambre llegó también a Canaán, y la casa de Jacob comenzó a padecer necesidad. Muchos fueron a Egipto en busca de pan, sin embargo, los hijos de Jacob no se movían. Jacob no comprendía esta vacilación de parte de sus hijos y les preguntó: “¿Por qué os estáis mirando?” Sí, ¿por qué? Cuando la necesidad los obligó a pensar en Egipto, el único lugar donde podían adquirir trigo, comenzaron a venirles los recuerdos de la historia de José de veinte años atrás. Podían responder a la pregunta de su padre, pero no pensaron entonces en llevarla a cabo. Se habían vuelto piadosos, pero sin confesar sus culpas.

Por fin, los hermanos de José decidieron salir para Egipto. Pero Benjamín no los acompañó, porque Jacob dijo: “No sea que le acontezca algún desastre” (42:4). Además, pensaba en José; y los hermanos, al escuchar esto, probablemente pensaron también en él. Habían buscado su ruina, y ahora iban por el mismo camino obligado por el que anduvo José veinte años atrás. Ellos también se vieron forzados a ir, pero por el hambre. En el transcurso del viaje tuvieron tiempo para pensar en esto y, una vez en Egipto, su conciencia probablemente les habló fuertemente: ¿Vivía José aún? ¿Estaba todavía en Egipto? ¿Era posible que se encontraran de repente con él? Se hacían miles de preguntas en sus conciencias pesadas.

Y cuando no lo esperaban se hallaron en presencia de José. Pero qué diferencia en la actitud, los vestidos, el intérprete entre ellos; todo ello les imposibilitaba reconocerlo (v. 7-9). José los reconoció y pensó en sus sueños: se inclinaron postrándose en tierra ante él. De este modo comenzaron a cumplirse sus sueños, pero esto no era lo que el corazón de José deseaba. No, iba a utilizar el poder que le había dado Faraón, a fin de que fuera como medio en las manos de Dios, en verdadera bendición para sus hermanos. Pero debía saber si sus corazones habían sido quebrantados. De no ser así, esto debía producirse antes de que pudiera darse a conocer a ellos. Por esta razón, se contuvo y actuó con ellos con sabiduría. El camino de sus hermanos recayó sobre sus propias cabezas, lo cual les era necesario (Ezequiel 9:10). Y las duras palabras que fueron pronunciadas contra ellos debieron traer a la memoria las ásperas palabras que ellos habían utilizado para con José (Génesis 42:7). Lo que había sido rechazado de la memoria de los hermanos de José, Dios lo traía de nuevo, pues “Dios hace volver lo que había pasado” (Eclesiastés 3:15, V.M.).

José los trató como si fueran espías, y respondieron asegurando que no lo eran, sino que eran hombres honrados (Génesis 42:10-13). Eran doce hermanos, el menor se quedó con su padre y el otro ya no existía. Sí, pero se trataba entonces de este último. ¿Por qué no apareció más el otro hermano? ¿Y cómo podían llamarse hombres honrados cuando hablaban de él? A éste que ya no estaba, lo habían tratado como si hubiera venido a espiarlos. No obstante, José no vino a ellos para llevar sus quejas ante su padre, sino para preocuparse del bienestar de ellos. En cambio, ellos lo trataron como espía. Cuando vieron a José llegar de lejos, se apresuraron para actuar con él con astucia y con violencia. Consiguieron la oportunidad de llevar a cabo su hostil plan, y ahora ellos mismos se hallaron como espías en la cárcel (v. 14-17). Cuando pasaron tres días en la cárcel no sospechaban que nueve de ellos permanecerían atrás, y uno tendría que ir en busca de Benjamín.

En otro tiempo, los nueve hermanos vendieron a José, mientras que uno planificaba devolver a José a su padre. Pero esto no lo consiguió. ¿Lograría éste, que entonces sería enviado, conmover a Jacob para que enviase a Egipto al hijo de su diestra? De esa llegada dependía la vida de los hermanos de José. Después de tres días, fueron otra vez llevados en presencia de José (v. 18-19). Y en un país idólatra oyeron de la boca de José: “Yo temo a Dios”. Entre ellos hubo también un hermano que temía a Dios, pero les molestaba y se deshicieron de él. La segunda propuesta de José fue totalmente diferente. Seguro que pensó en la gran tristeza de su padre cuando viera regresar a uno solo. Por eso mandó que quedara uno en Egipto y que los otros fueran en busca de Benjamín. Simeón fue tomado prisionero a la vista de ellos (v. 24).

Cuando José fue vendido, Simeón, el mayor del grupo, tenía la responsabilidad de primogénito, la cual le hacía aumentar su culpabilidad. Entonces vieron cómo por culpa de ellos José fue llevado a Egipto.

Aunque esto ya había pasado veinte años atrás, los gritos de súplica de su joven hermano todavía resonaban en sus oídos. Y vieron la angustia de su alma como si aquel terrible acontecimiento se produjera delante de sus ojos (v. 21-22). Comenzaron a sentirse culpables; pecaron al derramar la sangre inocente y la sangre de José les era demandada. “Ciertamente el que bate la leche sacará mantequilla” (Proverbios 30:33). Y aquellos que con un alma atormentada, presionados por un viejo pecado, fueron a Egipto para comprar alimentos, regresaron con una conciencia despierta. Cuando, al abrir sus sacos, hallaron el dinero que habían dado para comprar el trigo, comprendieron que Dios intervenía en su vida a través de lo que les sucedía. Espantados dijeron: “¿Qué es esto que nos ha hecho Dios?” (Génesis 42:28). En otro tiempo, prefirieron el dinero antes que a José, ahora tenían el dinero en la boca de sus costales. Pero esto les recordaba en sus conciencias de una manera terrible las veinte piezas de plata de entonces.

Llenos de inquietud e infelices regresaron a Jacob. ¿Era para confesar sus culpas...? No, a pesar de que sus conciencias estaban despiertas, tan lejos aún no habían llegado, incluso cuando oyeron la afligida queja de Jacob: “Me habéis privado de mis hijos” (v. 36). Estas últimas palabras debieron atravesar sus corazones como un puñal. Pero permanecieron silenciosos. Intentaron por todos los medios a su alcance persuadir a su padre de su sinceridad. Aquel hombre, el señor de aquel país, habló con dureza. Sin embargo, le aseguraron que ellos eran hombres sinceros. ¿Qué podrían hacer si no les creyera?

Cuando Jacob dijo: “¿Por qué me hicisteis tanto mal?” (43:6), intentaron todo lo posible para convencerlo de que no le habían perjudicado en nada. En efecto, en este momento no. Sin embargo, ese “por qué” debió hablarles de lo que habían hecho veinte años atrás. En aquel tiempo, actuaron mal para con su padre, y esto sin motivo. Pero, estaban allí y hacían aún todo lo posible para encubrir su pecado.

Pobres hombres, cuánto lucharon contra Dios y contra sus conciencias hasta el final, hasta que el Fuerte de Jacob se mostrara más fuerte que ellos, hasta que sus corazones fuesen quebrantados, para después hallar la curación en Su rica y soberana gracia.

El corazón quebrantado

Cuando Judá se hizo fiador de Benjamín, Jacob aceptó que fuese con él. A su propuesta, tomaron un presente y el doble del dinero para el trigo (Génesis 43:8-12). Pero cuán diferente hablaba Jacob ahora que cuando envió el presente a Esaú. Entonces dijo: “Apaciguaré su ira con el presente” (32:20) y ahora: “El Dios Omnipotente os dé misericordia delante de aquel varón, y os suelte al otro vuestro hermano, y a este Benjamín. Y si he de ser privado de mis hijos, séalo” (43:14). Jacob había aprendido a confiar totalmente en la misericordia de Dios. En todas las cosas, siempre fue inclinado a obrar por sí mismo, pero ahora confiaba todas las cosas en Dios. También dejó ir al hijo de su diestra a fin de que su mano se apoyara solamente en Dios. Entonces, el Fuerte de Jacob era todo para él. No poseía nada más.

Dios llegó hasta ese extremo con Jacob y, con el sentimiento de su completa debilidad, apoyándose en la misericordia del Dios Todopoderoso, lo hallamos ante nuestros ojos como un príncipe de Dios. Los hermanos fueron por segunda vez a Egipto, llevando consigo un presente compuesto de cosas valiosas, como las que transportaban los comerciantes ismaelitas que llevaron a José a Egipto (37:25; 43:11).

¿Tendría esto algún significado para ellos? Todas las cosas debían ayudar a bien para volver a traer a sus memorias todos los detalles de aquella historia. Una vez que llegaron a Egipto, se presentaron ante José, quien dio orden de que los llevaran a su casa para comer con él (43:16). Cuando fueron introducidos en casa de José, otra vez se les llenó el corazón de gran temor (v. 18). Esto les aconteció por su mala conciencia, porque habían prendido a José para venderlo como esclavo. Ahora pensaban que a ellos también les ocurriría lo mismo. Llenos de temor, se acercaron al mayordomo de la casa para intentar mostrarle su honradez (v. 19-23). Estas palabras, que conmovían el corazón de José, los alentaron y les hablaron de su Dios y del Dios de sus padres. Pero, ¿podría esto consolarlos verdaderamente? Ellos mismos habían reconocido la mano de Dios en todas estas cosas, y esto los ponía más preocupados. Cuán amargos son los resultados del pecado. ¡Qué terrible es tener una conciencia cargada! Pobres hombres que preferían arrastrar esa carga sobre ellos a presentarse desnudos y abiertos ante Dios. No obstante, es allí, cerca de Dios, donde se halla la salvación, el perdón y la paz.

Cuando José llegó a su casa, sus hermanos le trajeron el presente y se inclinaron ante él. Les preguntó cómo se encontraba su padre y mostró un particular interés por Benjamín. Con toda amabilidad dijo: “Dios tenga misericordia de ti, hijo mío” (v. 26-30). José mismo sintió que, en comunión con sus hermanos, esa misericordia les era muy necesaria. Se le encendieron sus entrañas y hubiera querido estrechar a Benjamín entre sus brazos, pero se contuvo. Aún no podía hacerlo. Por eso lloró de nuevo a escondidas de ellos.

Luego, sus hermanos comieron con él. Sin embargo, debieron sorprenderse de la notable actitud del señor de la casa, pues los hizo sentar a la mesa según sus edades. Parecía conocerlos. Benjamín recibió cinco veces más que los otros. Atónitos, se miraban el uno al otro (v. 32-34). Este príncipe, que por su clase pertenecía a los sacerdotes, ¿entendería secretos? En su casa estaba la copa de los sacerdotes egipcios, la señal de su posición. Pero si este señor los conocía de la manera que fuese, ¿qué pasaría si conociera toda su historia?

Uno a quien Dios le manifestó los secretos y le comunicó el futuro estuvo en otro tiempo en la tienda de su padre, pero en aquel momento no pensaban en eso, aunque estaban sorprendidos y en su nueva disposición de espíritu daban el primer lugar a Benjamín. Sus corazones aún no estaban quebrantados, a pesar de todo lo que habían sufrido. Les parecía que todas las cosas se habían vuelto a su favor, que no corrían peligro de muerte ni ningún riesgo de perder la libertad. Tranquilamente podían sentarse a la mesa real. En cierta ocasión, comieron y bebieron junto a una cisterna donde fue puesto José.

Aunque toda esta historia hubiera debido recordarles a José y su gran culpa, no obstante comieron y bebieron hasta que fueron completamente saciados. Sin embargo, no estaban aún quebrantados, porque necesitaban todavía el último y más difícil golpe. Con toda tranquilidad, salieron al día siguiente (44:3), en un estado de ánimo diferente del que tenían cuando llegaron. Tenían una paz que provenía de circunstancias aparentemente agradables y de un sentimiento de felicidad. Pero no era la paz de la conciencia que es libre de la carga del pecado para recibir el perdón. Por lo tanto, esa tranquilidad debía dejar lugar a una tristeza y a un angustiado espíritu, a fin de recibir después gloria, óleo de gozo y manto de alegría (Isaías 61:3).

Mientras se alejaban, vieron que se les aproximaba el mayordomo de la casa de José, que les había hablado de su Dios y del Dios de su padre. Pero, ¿por qué les había hablado de esta manera? ¿No habían traído el doble de dinero para pagar el trigo y no habían mostrado que eran hombres honestos? Después que el mayordomo les habló acusándolos, pensaron entre ellos: ¿Recogían mal por bien y obraron con tanto error, de manera que hubieran robado una copa para así enriquecerse con plata u oro? Aquel en quien se hallara la copa debía morir, y todos los demás volverían a Egipto para ser siervos. El mayordomo estuvo conforme con ese acuerdo, pero alivió su sentencia: aquel en cuyo costal se hallare la copa debería ser el siervo, y los otros serían sin culpa (Génesis 44:4-10).

Entonces comenzó la búsqueda. El mayordomo de José comenzó por el mayor, y en la boca de su costal halló el doble de dinero; y así pasó con los otros nueve. En otro tiempo, se repartieron treinta monedas de plata y cada uno recibió una doble porción. Ahora se trataba de la copa, y cuando se abrió el costal de Benjamín, allí la hallaron (v. 11-17). Ahora ¿qué se debía hacer? ¿Tendrían que llevar a Benjamín como siervo a Egipto y ellos volver a Jacob? No, todos volvieron a Egipto. El último golpe se había jugado y el corazón estaba quebrantado. Dios había descubierto su iniquidad. El hecho de robar a José, los hizo mil veces más culpables que robar esa copa. Con sus vestidos rasgados, se volvieron a José y se encontraron con él. No solamente se inclinaron como la vez anterior (42:6), sino que como verdaderos culpables se postraron en tierra delante de José (44:14). No se justificarían ante su presencia, aunque él, que podía descubrir secretos, podía saber que la copa no fue robada. Pero la iniquidad que Dios había descubierto en los hermanos de José hizo que se postraran en tierra. ¿Merecían todos la pena de ser siervos y de quedarse en Egipto? No, fue la respuesta, “el varón en cuyo poder fue hallada la copa, él será mi siervo; vosotros id en paz a vuestro padre”. Así ocurrió cuando José fue vendido: el asunto fue cubierto por la túnica teñida con la sangre, y los hermanos de José se marcharon en paz a su padre (37:31-35).

Semejantes palabras debían entonces partirles el corazón. Merecido, merecido, justamente merecido, gritaban sus conciencias. Ahora veían claramente en el espejo de la verdad la imagen de su pasado en toda su perversidad. Esta vez, no se hallaban más rostro a tierra como hombres piadosos, sino como pecadores en el polvo y en un silencio angustiado, hasta que Judá se levantara y tomara la palabra. No era digno de hablar; la ira de José podía encenderse contra él y el poder de Faraón hacerlo desaparecer. Pero su esperanza se apoyaba en la seguridad de que ellos serían protegidos porque ¿no preguntó ese señor de Egipto, con un interés lleno de cariño, por su anciano padre? ¿No los escucharía por amor a su padre? Su corazón rebosaba de arrepentimiento y de dolor, lleno de profundo amor para con su padre.

Sus palabras rompieron como una fuerte corriente de aguas a través del silencio. Conmovidos por su ternura y no por su justicia, hicieron un llamamiento al corazón de José. Mencionando siempre el nombre de su padre, Judá terminó su defensa llena de amor con estas palabras: “Ahora, pues, cuando vuelva yo a tu siervo mi padre, si el joven no va conmigo, como su vida está ligada a la vida de él, sucederá que cuando no vea al joven, morirá; y tus siervos harán descender las canas de tu siervo nuestro padre con dolor al Seol. Como tu siervo salió por fiador del joven con mi padre, diciendo: Si no te lo vuelvo a traer, entonces yo seré culpable ante mi padre para siempre; te ruego, por tanto, que quede ahora tu siervo en lugar del joven por siervo de mi señor, y que el joven vaya con sus hermanos. Porque ¿cómo volveré yo a mi padre sin el joven? No podré, por no ver el mal que sobrevendrá a mi padre” (44:30-34).