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La santificación

 

Prefacio

Este libro surgió después de una serie de conversaciones fraternales durante las cuales hemos considerado la función que cumple la santidad en la vida del cristiano, o sea, el hecho de ser apartado para Dios. Dios realizó esta obra de forma absoluta en Cristo, y también la realiza progresivamente en nosotros; el hecho de ser apartados acondiciona y marca todo lo que concierne a los «santos»: la posición en Cristo, el andar, la lucha y el testimonio.

En estas conversaciones nos propusimos, pues, meditar las enseñanzas de la Palabra de Dios que conciernen a la santidad absoluta del creyente en Cristo, la realización práctica de esta santidad, así como la liberación del poder del pecado. Sin embargo, nos pareció útil también examinar las dificultades y los obstáculos que el creyente encuentra en la santificación.

Con este propósito, hemos estudiado algunas porciones de las Escrituras que muestran las condiciones morales de la preparación para la lucha, los enemigos que tenemos que enfrentar, pero también los preciosos recursos de la fe. El doloroso ejemplo de David nos ayudó a sacar a la luz las causas principales de una caída, así como la manera en que Dios, por su gracia todopoderosa, restaura a quien se arrepiente y confiesa su pecado.

Para terminar, hemos considerado unos pasajes que describen las victorias logradas por algunos hombres de Dios, lo que nos permitió hacer resaltar las características de la victoria sobre el enemigo y sus artimañas, así como las condiciones morales de las cuales ella depende.

Este escrito está destinado a jóvenes creyentes. ¡Que sea útil a quienes anhelan glorificar al Señor Jesús mediante una vida de santidad y de obediencia a la Palabra de Dios! Sin embargo, también deseamos que sea de bendición a los creyentes de cualquier edad, que anhelan “seguir... la santidad” (Hebreos 12:14) y, de esta manera, asemejarse cada día más al divino Modelo, mientras aguardan el glorioso día en el cual seremos semejantes a él en perfección.

 

1. La santificación

1) ¿Qué es la santificación?

La santificación es la acción por la cual Dios aparta para sí a quienes llama.

a) La santidad absoluta del creyente en Cristo

Este hecho de ser apartado tiene lugar en el momento del nuevo nacimiento. El creyente es un «santo llamado» o «santo por llamamiento» (véase 1 Corintios 1:2 en la versión Reina-Valera, revisión 1909), es decir, que ha sido santificado en virtud del llamamiento de Dios y de la obra de la cruz. “Somos de Dios” (1 Juan 5:19). “Por él estáis vosotros en Cristo Jesús” (1 Corintios 1:30). “Ya habéis sido santificados” (6:11).

Esta santidad absoluta es la parte bendita e inalterable de toda alma salvada. Dios mismo la ha otorgado en Cristo, y el creyente la recibe y goza de ella por la fe. “Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho… santificación” (1:30). Nos “escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor” (Efesios 1:4-5). Este aspecto de la santidad se fundamenta en la obra de la cruz: “Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre… Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:10, 14).

Tal es la posición del redimido: puesto que está en Cristo, a los ojos de Dios está revestido de la santidad de Cristo.

Cada uno de nosotros puede, pues, entre otras cosas, apoderarse de esta gloriosa revelación en plena certidumbre de fe y por el poder del Espíritu: Cristo, mi santidad. No busquemos nada fuera de él, sino regocijémonos de estar en él, ser uno con él y, por consiguiente, gozar de todo lo que él es en sí mismo para nosotros.

¡Qué privilegio tan glorioso tenemos de poseer la santidad misma de Cristo! Al aceptar esto por la fe, veremos que es realidad.

b) La realización práctica de esta posición

La misma gracia y la misma justicia que nos aseguran una posición aparte delante de Dios en el cielo, nos dan una posición en la tierra, con la consiguiente responsabilidad que implica.1 Después de haber liberado a una alma de la muerte y del poder de Satanás, Dios la forma para hacerla siempre más semejante a Cristo. Es preciso quitar mucha materia inútil de la «piedra bruta»; sin embargo, Dios en su gracia trabaja sin cesar, para producir progresivamente en cada uno de los suyos una santificación práctica en todo: afectos, costumbres, el andar, etc. Por tal motivo, la Palabra nos exhorta a “seguir... la santidad” (Hebreos 12:14). No se trata de “seguirla” porque no la poseemos; sino porque, siendo santos, hemos de manifestar lo que somos en virtud de nuestra posición en Cristo. “Sois luz en el Señor; andad como hijos de luz” (Efesios 5:8). El creyente posee una nueva naturaleza, santa (1 Juan 3:9 y 5:18), con móviles nuevos; gracias a esta nueva naturaleza, es posible realizar esta santificación práctica. Sin embargo, ésta es gradual, ya que la vieja naturaleza sigue aún presente, incorregible. Si la realizamos, habrá fruto en nuestra vida, para gloria del Señor, gozaremos de su comunión y él se verá reflejado en nosotros. Cuando la santidad práctica falta, el Espíritu Santo está contristado, y el testimonio del creyente se ve impedido: no hay en él gozo, paz ni poder. Tal cristiano es “carnal”, pues la carne obra en él y no el Espíritu. En vez de ser un “varón perfecto”, es un “niño” que no soporta la “vianda” (Efesios 4:13; Hebreos 5:12-14; 1 Corintios 3:1-3). No «ve» a Cristo, con esta visión actual, privilegio de quien “sigue la santidad”.

2) ¿Cómo se produce la santificación práctica?

a) Por la obra de Dios en nosotros

Dios mismo obra en nosotros por su gracia para producir nuestra identificación progresiva con Cristo, para que “Cristo sea formado en nosotros” (Gálatas 4:19). Esta obra se sigue llevando a cabo diariamente y culminará en el día de Cristo: “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 1:6 y 2:13). El creyente puede, pues, poner toda su confianza en Dios y en su promesa de guardarlo irreprensible —espíritu, alma y cuerpo— hasta la venida del Señor. “Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23-24).

Pero si por nuestra desobediencia estorbamos esta acción de gracia en nosotros, Dios debe recurrir a la disciplina, para nuestro provecho y para que participemos de su santidad. Entonces nos trata como a hijos, porque “¿qué hijo es aquel a quien el Padre no disciplina?” Esta disciplina es la expresión del amor de Dios para con nosotros. “El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo”. Cuando esta disciplina ha obrado en nosotros, “da fruto apacible de justicia”, y es manifestada por la santificación práctica.

Por eso somos exhortados a no menospreciar la disciplina del Señor, ni a desmayar cuando el Señor nos reprende (Hebreos 12:4-11). Al contrario, podemos bendecir el amor que nos educa y pedir como David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23-24).

b) Por la intercesión de Cristo

Cristo, nuestro sumo sacerdote, intercede por los suyos junto al Padre, a fin de que sean guardados de caer. “Permanece para siempre… por lo cual puede también salvar perpetuamente (hasta el fin de nuestra vida terrenal) a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:24-25). No permitirá que uno solo de los redimidos se pierda durante la travesía del desierto, sino que los salvará a todos enteramente por su poderosa intercesión. ¡Qué consuelo es para el creyente poseer a un Cristo vivo que ora por él!

c) Por la acción del Espíritu Santo

Por el Espíritu, el creyente “hace morir las obras de la carne” (Romanos 8:13), o sea las manifestaciones de la carne que mora en él. Su cuerpo es templo del Espíritu Santo y ya no le pertenece, pues ha sido comprado por gran precio: la sangre preciosa de Cristo. Por eso tiene que vigilar para no estorbar la acción del Espíritu en él, para “glorificar a Dios en su cuerpo” (1 Corintios 6:19-20).

d) Por la acción de la Palabra de Dios

El creyente que se somete humildemente a la acción de la Palabra, progresa en la santificación. “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). ¡Cuidémonos de no apartarnos del filo de esta espada! En su oración sacerdotal, el Señor Jesús pide a Dios santificar a los suyos en su verdad, y añade: “Tu palabra es verdad” (Juan 17:17). “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).

Sin embargo, si deseamos que la Palabra produzca esta santificación de todo nuestro ser, es preciso que la conozcamos y que la obedezcamos. El salmista pudo decir: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11). Hace falta, pues, que nos alimentemos de ella, que la “comamos”, como lo decía Jeremías (Jeremías 15:16).

Y, como ya lo dijimos, hace falta obedecer a la Palabra. Cuando esta obediencia falta, la Palabra no puede ejercer su acción santificadora y el corazón se endurece, y uno se engaña a sí mismo. “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22). El Señor Jesús insistió varias veces en la necesidad de “guardar” su palabra, sus mandamientos (Juan 14:15, 21, 23-24).

La Palabra nos da advertencias solemnes sobre esto: “El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él” (1 Juan 2:3-6; véase también 3:24; 5:3-4).

e) Por la contemplación de la gloria de Cristo

La santificación práctica siempre está ligada a un Cristo en la gloria. El Señor Jesús se “santificó” por los suyos, o sea que se puso aparte como hombre en la gloria, “para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:19).

En la medida que no contristemos al Espíritu Santo, él dirigirá nuestros afectos hacia un Cristo glorificado, para hacernos más semejantes a él cada día.

El apóstol Pablo deseaba que el Señor afirme los corazones de los tesalonicenses, “irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Tesalonicenses 3:13, véase también 1 Juan 3:2-3). El creyente cuyo tesoro es Cristo, necesariamente tendrá su corazón en el cielo (Mateo 6:21).

Esta contemplación de Cristo en la gloria produce en el cristiano una conformidad progresiva con su divino Modelo. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta… la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). Si hacemos de su gloriosa persona el objeto de nuestra contemplación habitual, sus perfecciones se reflejarán necesariamente en nosotros, por la fe que las reproducirá en el hombre interior y en nuestra vida.

De hecho, esta conformidad con Cristo se manifiesta en todo el comportamiento del creyente, quien se convierte así en una “carta de Cristo”, conocida y leída por todos los hombres (2 Corintios 3:2-3).

3) La aplicación de la santificación

La santificación se aplica a todo lo que somos y a todo lo que hacemos

a) A nuestro cuerpo

La Palabra declara que nuestro cuerpo es “para el Señor” (1 Corintios 6:13). Es el templo del Espíritu Santo; por eso tenemos que “glorificar a Dios en nuestro cuerpo” (6:19-20). El creyente es exhortado a “señorearse de su propio cuerpo, en santificación y honra, no en la pasión de concupiscencia… Porque no nos ha llamado Dios a vivir en inmundicia, sino a santidad” (1 Tesalonicenses 4:4-7; V.M.). Tenemos el precioso privilegio de “presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios”, es decir consagrarlos por completo a su servicio (Romanos 12:1; véase 6:13).

b) A nuestros pensamientos

Dios exhorta a la santificación “del hombre interior” (Efesios 3:16): “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón” (léase Proverbios 4:23-27). David proclama: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo” (Salmo 51:6). El apóstol Pablo instaba a los corintios a limpiarse de toda contaminación de carne y de espíritu, “perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). La vida de Cristo en nosotros no puede hallar su gozo en donde Cristo no hallaría el suyo. El Espíritu de Cristo, en nosotros, no puede ser distinto del Espíritu que moraba en Cristo. “El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17).

c) A nuestras palabras

La santificación de nuestras palabras resultará de la santificación de nuestros pensamientos. Hemos de evitar tres escollos:

  • las maledicencias (1 Pedro 2:1, V.M.),
  • las palabras corrompidas o deshonestas (Efesios 4:29; 5:4),
  • la mentira.

¡Cuántas disensiones y divisiones fueron provocadas por las maledicencias! Uno de nuestros antiguos hermanos escribió: «Nada es más indicativo de nuestro deplorable estado del corazón, ni puede constituir un mayor impedimento para la bendición, que un espíritu de censura y de crítica». La Palabra condena de manera igualmente severa las “palabras deshonestas, las necedades y las truhanerías”. La mentira, finalmente, de la cual Satanás es el padre, es incompatible con la santidad. “No mintáis los unos a los otros” (Colosenses 3:9). “Desechando todo engaño” (1 Pedro 2:1). La mentira es el reflejo de una falsedad interior de la que Dios se horroriza, ya que él ama la verdad en lo íntimo (Salmo 51:6).

d) A nuestro andar

El creyente es llamado a manifestar la santidad en todo su andar, según el modelo perfecto que el Señor nos ha dejado. “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Se ha dicho que todo lo que es indigno de Cristo, es indigno de un cristiano. Esta santidad estará caracterizada por la luz en nuestro comportamiento entero. “Sois luz en el Señor; andad como hijos de luz… comprobando lo que es agradable al Señor” (Efesios 5:8, 10).

La meta de la santificación es, pues, que el creyente se asemeje más y más a Cristo en esta tierra. La perfección se alcanzará en el cielo, pues allá “seremos semejantes a él”. Entonces ya no habrá diferencia entre el Modelo y los que han sido santificados. La meta gloriosa de Dios habrá sido plenamente alcanzada: seremos “hechos conformes a la imagen de su Hijo”, quien habrá “transformado el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (1 Juan 3:2; Romanos 8:29; Filipenses 3:21). La obra de Cristo en la cruz hace posible el cumplimiento de este admirable designio de Dios. Progresaremos en la santificación en la medida que apreciemos el valor de esta obra. Tal es el deseo del Señor: que todos sus amados lleguen a “un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” y que crezcan “en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo” (Efesios 4:12-15).

 

  • 1La santidad del creyente aquí abajo tiene dos caracteres distintos: la santificación progresiva —tema de este estudio— y la santidad llamada «posicional», o sea, la que deriva de la posición dada a los cristianos (Hebreos 13:12) o a sus hijos (1 Corintios 7:14).