6. La victoria
1) Las características de la victoria
- Siempre es obtenida por Cristo mismo. “Sustenta mis pasos en tus caminos, para que mis pies no resbalen” (Salmo 17:5). “En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37). “Estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (14:4).
- La victoria produce:
- gozo: “Porque has sido mi socorro, y así en la sombra de tus alas me regocijaré” (Salmo 63:7);
- agradecimiento y alabanza: “Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto; cantaré, y trovaré salmos” (Salmo 57:7). - Nunca debe producir orgullo: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).
- La victoria no se logra de una vez para siempre, ya que el enemigo nunca se da por vencido, sino que siempre anda alrededor de nosotros, esperando el momento que le parezca propicio para lanzar un nuevo ataque (1 Pedro 5:8). Por eso el creyente, después de una victoria, debe redoblar la vigilancia y la firmeza para, una vez acabado todo, estar firme (Efesios 6:13).
En ningún lugar se nos dice que podemos deponer la armadura en algún momento. Gozaremos del reposo en el cielo; no hemos de buscarlo en la tierra. “Estad así firmes en el Señor, amados” (Filipenses 4:1). Esta firmeza se demuestra por la constancia y la perseverancia en el combate, a pesar de todos los obstáculos y peligros. Por eso, necesitamos ser “fortalecidos con todo poder… para toda paciencia y longanimidad; con gozo” (Colosenses 1:11). Sabemos donde se halla esta fuerza: en el Señor. “Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza” (Efesios 6:10). “Pero fiel es el Señor, que os afirmará y guardará del mal” (2 Tesalonicenses 3:3).
Aquel que nos guardó de cometer un pecado en una ocasión, puede preservarnos en todo tiempo. “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús” (2 Corintios 2:14). - El Señor promete una recompensa al vencedor. “Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prueba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Santiago 1:12). “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa” (Hebreos 10:35-36). También en Apocalipsis 2 y 3 hallamos varias recompensas prometidas al que venciere.
Sin embargo, la más bella recompensa del redimido será la glorificación de Cristo en su venida. “Aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe… sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:6-7).
2) Varios tipos de victoria
Hemos visto que nuestra lucha es contra Satanás y sus agentes (huestes espirituales de maldad) y que el enemigo se sirve de diversos medios para seducirnos. La Palabra menciona diversas victorias.
a) La victoria sobre Satanás
“Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno” (1 Juan 2:14). ¿De dónde, pues, los “jóvenes” obtuvieron la fuerza que les permitió vencer al maligno? De la Palabra de Dios que permanecía en ellos. La eficacia de esta espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, fue demostrada plenamente por el Señor Jesús mismo. Cuando fue tentado por el diablo en el desierto, no lo venció invocando su autoridad divina, como bien lo podía haber hecho. Pero, como Hombre perfecto y obediente, sólo recurrió a la autoridad de la Palabra de Dios, oponiéndola a cada una de las tentaciones por las cuales Satanás se esforzaba en hacerle abandonar la posición de dependencia respecto de Dios. Imitemos este ejemplo y venceremos como él, diciendo con fe: “Escrito está”.
Otra fuente de poder para vencer a Satanás se halla en la sangre del Cordero. “Nuestros hermanos… le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos” (Apocalipsis 12:10-11). Cristo logró la victoria sobre Satanás en la cruz. “Para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). El creyente siempre puede apoyarse en esta victoria de Cristo, porque es suya, puesto que ha muerto y resucitado con Cristo. Triunfa en la cruz de Cristo, como él mismo triunfó sobre el poder de Satanás por la victoria en la cruz. La sangre del Cordero posee un poder inmutable, poder de “la sangre del pacto eterno” (13:20), la que despliega sus efectos tanto para la salvación de los pecadores como para el andar del creyente. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
b) La victoria sobre el error
En la cristiandad hay espíritus “que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne” (1 Juan 4:3). ¿Cómo distinguirlos y vencerlos? Por el poder del Espíritu Santo que nos “guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere” (Juan 16:13-14). “Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido (a los espíritus de error); porque mayor es el que está en vosotros (el Espíritu Santo), que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4).
c) La victoria sobre el mundo
El Señor Jesús mismo venció al mundo (Juan 16:33). ¿Cómo puede el cristiano, a su vez, lograr la victoria sobre este sistema diabólico? Por la fe. “Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Juan 5:4-5). De esto, tenemos un ejemplo en Abraham. Cuando tuvo que separarse de Lot, no alzó sus ojos hacia Sodoma. Dios le había hecho promesas y su corazón estaba tan apegado a ellas por la fe que no pensaba en la llanura del Jordán. Sucede lo mismo con nosotros hoy en día: en la medida en que nuestros corazones estén apegados a las promesas de Dios por la fe, podremos vencer al mundo.
d) La victoria sobre la adversidad
El apóstol Pablo enumera varias circunstancias o manifestaciones de poder que el creyente encuentra en su carrera, las cuales deberá vencer para que no lo separen del amor de Cristo ni del amor de Dios (Romanos 8:35-39). Estas circunstancias y poderes adversos, ¿podrán ser superados victoriosamente, o nos aplastarán hasta tal punto que ya no gozaremos de este amor? El apóstol Pablo dice: “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”. Es más que una victoria; es el triunfo de la fe que se apoya enteramente en Jesús, el gran vencedor. La fe no busca cómo evitar la adversidad, sino que la afronta con la certidumbre de que todo lo puede en Aquel que lo fortalece (Filipenses 4:13). Tal es el poder que permitió a innumerables mártires permanecer firmes y felices hasta la muerte.1
3) Ejemplos de victoria
Es instructivo estudiar algunos ejemplos de hombres de Dios que triunfaron; este estudio hace resaltar ante todo cuáles son las condiciones morales de la victoria, condiciones válidas en todo tiempo.
a) Gedeón (Lea Jueces 6:11-16; 7:1, 2, 7, 15-22; 8:28)
Gedeón se dio cuenta de la ruina de su pueblo (6:13), pero tuvo cuidado de poner a salvo el alimento necesario para sí mismo y los suyos (v. 11). Es importante alimentarse de la Palabra desde la juventud y almacenarla.
Gedeón manifestaba humildad y reconocía su debilidad (v. 15).
Conocía a Dios y tuvo la experiencia de su gracia, de su bondad. Le edificó un altar y lo llamó “Jehová-salom” (nota: Jehová es paz) (v. 24).
Obedeció a Dios y destruyó los ídolos de su padre, dando así testimonio de su fe (v. 25-32).
Fortalecido de esta manera, vino sobre él el Espíritu de Jehová y llamó al pueblo al combate (v. 34-35).
Su fe fue puesta a dura prueba: de los 32.000 hombres que se habían presentado para la batalla, Dios sólo conservó 300 (¡menos de 1%!) (7:1-8). Allí también se manifestó la obediencia de Gedeón que prueba su fe en la promesa de Dios al despedir al resto del pueblo.
Todo debía ser de Dios. Antes de la batalla, fortaleció a Gedeón (v. 9-14). Un pan de cebada, figura de un Gedeón sin fuerza ni valor a los ojos de los hombres, aniquiló el campamento de Madián. Gedeón adoró (v. 15).
Trescientos hombres, cargando cántaros vacíos con teas ardiendo dentro, y trompetas, pero sin armas, permaneciendo cada uno en su puesto, quebraron sus cántaros, tocaron las trompetas y gritaron: “¡Por la espada de Jehová y de Gedeón!” (v. 20). Los enemigos se mataron unos a otros, la victoria fue completa; Dios solo la logró, utilizando un instrumento sin fuerza, pero obediente. La victoria de Gedeón es la victoria de la fe.
b) Samuel (Lea 1 Samuel 7:1-14)
Samuel empezó por reunir al pueblo en Mizpa, donde ayunaron y confesaron sus pecados. Si toleramos el pecado en nuestro andar, no tendremos comunión con el Señor, ni poder para triunfar. La confesión debe ir acompañada de una verdadera humillación (Israel ayunó y derramó agua delante de Dios) (v. 5-6).
Samuel, en presencia del enemigo, ofreció un cordero en holocausto a Dios e intercedió por Israel. Él no tenía parte alguna en los pecados del pueblo. Así pudo acercarse a Dios e invocar su socorro. “Y Jehová le oyó” (v. 7-9). En esta circunstancia, Samuel es una hermosa figura del Señor: Jesucristo, el justo, es nuestro abogado para con el Padre, y la propiciación por nuestros pecados (1 Juan 2:1-2).
Dios intervino en persona y atemorizó a los filisteos. Samuel reconoció que la victoria era la consecuencia de esta intervención en gracia: alzó la piedra de Eben-Ezer y dijo: “Hasta aquí nos ayudó Jehová” (v. 10-12).
c) David (Lea 1 Samuel 17)
La victoria de David sobre Goliat hizo resaltar dos hechos primordiales que condicionaron esta victoria:
- Su confianza absoluta en Dios: “Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo” (v. 37). Esta confianza inquebrantable en Dios caracterizó a David durante toda su vida y la expresó varias veces en sus Salmos. Es la primera condición para la victoria, pues sin la fe en el poder de Dios vamos al encuentro de la derrota. “Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: que de Dios es el poder” (Salmo 62:11).
- David sólo tenía en vista la gloria de Dios. Dijo a Goliat: “Yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado… y toda la tierra sabrá que hay Dios en Israel” (1 Samuel 17:45-46). ¡Ojalá tengamos siempre la gloria de Dios en vista, en el momento en el cual el enemigo se acerca para pelear con nosotros!
d) Josafat (Lea 2 Crónicas 20:1-30)
La victoria extraordinaria de Josafat —pero ¿no son extraordinarias todas las victorias de la fe?— hace resaltar unas lecciones muy instructivas para nosotros.
Primeramente hallamos en Josafat, como también en los hombres de Dios ya mencionados, una absoluta confianza en Dios. Cuando le anunciaron que el enemigo se estaba acercando con una gran fuerza, no buscó un socorro humano (por ejemplo, haciendo un pacto con un rey extranjero), sino que “humilló su rostro para consultar a Jehová, e hizo pregonar ayuno a todo Judá” (v. 3-4).
Josafat sabía de qué manera hablar a Dios. Subió, como quien dice, hasta la fuente, recordándole a Dios su promesa a Abraham “tu amigo”, y la manera cómo Dios había cumplido esta promesa, dando la tierra de Canaán a Israel para siempre (v. 7-11). ¡Qué reposo para el corazón del cristiano, comprometido en la lucha, poder hablar al Señor y recordarle sus promesas!
La confianza de Josafat se tradujo en una serenidad total, a diferencia de la incredulidad de la carne que se agita febrilmente y hace mil arreglos a fin de «conseguir las mayores ventajas para sí» (véase por ejemplo a Jacob en muchas circunstancias). “En nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos” (v. 12).
Dios contestó por boca de Jahaziel: “No es vuestra la guerra, sino de Dios… No habrá para qué peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros” (v. 14-17). ¿Qué hizo Josafat? Adoró, con el pueblo entero, y dio gracias ¡por una victoria futura! Estableció cantores que proclamaban ante las tropas: “Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre” (v. 18-21). Josafat tenía una confianza tal en la Palabra de Dios que, para su fe, la victoria ya se había logrado. ¡Qué ejemplo es esta fe del corazón, la cual es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1)! Por ella, nos apoderamos de las promesas de Dios, estando “plenamente convencidos de que es también poderoso para hacer todo lo que ha prometido” (Romanos 4:21).
4) Algunos consejos
Las enseñanzas de la Palabra expuestas en las páginas que preceden habrán permitido al lector recibir muchas exhortaciones. Sin embargo, queremos darle aún, como conclusión, algunos consejos concernientes a la santidad en la vida práctica.
a) Nuestra identificación con Cristo
En primer lugar, recordemos que la santidad tiene por objeto volvernos cada vez más semejantes a Cristo, y transformarnos de gloria en gloria en la misma imagen. Esta identificación sólo será perfecta cuando estemos en el cielo. Pero, mientras estemos en la tierra, se realiza en tres puntos:
Cristo ha muerto y el creyente ha muerto con él. Por consiguiente, tiene el inmenso privilegio de considerarse muerto cuando la carne quiere obrar, y esto por el poder del Espíritu Santo. Mantener la carne en la muerte, no sólo es hacer caso omiso de sus deseos, sino también negarse a entablar una lucha con ella. «Cuando atendemos las demandas de la carne, o, incluso, si entramos en lucha con ella, reconocemos como vivo algo que deberíamos considerar muerto. No hacer caso de las pretensiones de la carne, constituye el verdadero combate, el que siempre logra la victoria» (J. N. Darby).
Cristo ha resucitado y el creyente ha resucitado con él. Por consiguiente, tiene el privilegio de vivir de la vida de Cristo, en el poder del Espíritu Santo, y de estar apegado a las cosas del cielo. Cristo está en él. De manera que, cuando Satanás procura seducirlo con alguna tentación, siempre puede contestarle con la firmeza de la fe: «¡No, tengo algo mucho mejor!» El gozo de las cosas celestiales y, ante todo, de Cristo mismo, colman el corazón con tal plenitud que las vanidades que el diablo puede ofrecer aparecen entonces claramente como lo que son: basura.
Cristo está sentado en los lugares celestiales, y el creyente está sentado allí en él. Su meta es, pues, la gloria en la cual será introducido pronto para estar allí con Cristo, y ya no sólo estar en él. Mientras espera ese día, recordará que, en esta tierra, ya está en Él, y que sólo este glorioso privilegio, del que se echa mano y se hace realidad por la fe, le da poder para llevar fruto, “porque separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
b) Cultivar la vida nueva en Cristo
Nuestro cuerpo necesita cuidados, sin los cuales se debilita y enferma; igualmente, la salud y el vigor del nuevo hombre dependen de que se cumplan ciertas reglas que se podrían llamar «higiene espiritual». Lo mismo que el cuerpo físico, el nuevo hombre necesita alimento, aire, ejercicio y aseo corporal.
El alimento del nuevo hombre es la Palabra de Dios. Tengamos cuidado de no privarlo de él, sino al contrario, velemos para que no se aparte de nuestra boca, como Dios le ordenó a Josué (Josué 1:8).
El aire necesario para el nuevo hombre es la oración, esa respiración del alma. Sin ella, aparece progresivamente la asfixia. Por eso, muchos pasajes nos exhortan a “perseverar en la oración” (Colosenses 4:2), a “velar y orar” (Marcos 14:38; Lucas 21:36), a “orar sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17), a orar “en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia” (Efesios 6:18).
El ejercicio, es el servicio para el Señor. Allí donde no hay celo para Cristo, la vida espiritual no tarda en declinar, mientras que un servicio cumplido fielmente, y en la dependencia del Señor, constituye un poderoso factor de fuerza y gozo. El Señor desea confiar “a cada uno su obra” (Marcos 13:34) y cuenta con que le sirvamos gozosos, conforme al poder que Dios da. “En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Romanos 12:11). “Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1 Corintios 15:58). ¿Puede haber una ambición más noble, especialmente para un joven discípulo, que la de ser un instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra? (2 Timoteo 2:21). La meta de Dios para nosotros es, como alguien lo dijo, tener en este mundo un pueblo que, purificado de obras muertas por la sangre de Jesucristo (véase Hebreos 9:14), le sirva voluntariamente, un pueblo celoso de buenas obras. “Quita las escorias de la plata, y saldrá alhaja al fundidor” (Proverbios 25:4).
El aseo corporal es el juicio de sí mismo. Si un creyente lleva consigo un mal no juzgado, el Espíritu Santo estará contristado, y la derrota estará asegurada. Si la comunión está interrumpida, no hay fuerza para la lucha. Lo que interrumpe la comunión y paraliza al Espíritu debe ser reconocido, confesado, juzgado y abandonado. Entonces el Espíritu es liberado, la comunión restablecida y, con ella, la fuerza, el gozo y la paz. El juicio de sí mismo es uno de los ejercicios más saludables de la vida cristiana. Por eso hay que repetirlo constantemente, porque nos lleva a juzgar la mancha en nosotros y nos preserva de caídas.2 En general, debemos tener cuidado de no apartarnos de la santidad interior, pues cuando el corazón se aleja del Señor, nos privamos de la luz de lo alto, y nuestro camino se torna peligroso. “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23).
Ojalá que todos, cualquiera sea nuestra edad, podamos hacer de Cristo el Señor de nuestra vida, y decir como el apóstol Pablo: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20); entregarnos enteramente a él, sin condiciones. Entonces Cristo mismo vivirá en nosotros una vida de victoria. ¿Acaso el último deseo que expresó en su oración sacerdotal, no fue: “para que… yo (esté) en ellos”? Nuestro deseo, entonces, ¿no será el que expresó Juan el Bautista: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30)?
- 1Tal fue el caso, al principio del siglo III, de una joven viuda que pertenecía a la nobleza cartaginesa, llamada Vibia Perpetua. Tenía 22 años y, a causa de su fe cristiana, fue condenada a ser arrojada a una vaca furiosa, en la arena. Al ir al suplicio entonó un salmo. Igualmente, Jerónimo de Praga, a quien quemaron en Constanza el 30 de mayo de 1416, fue a la hoguera «como a una fiesta alegre», tal como lo describe el futuro papa Pío II. De entre las llamas se pudo oír claramente que cantaba en latín el himno de Pascuas: «¡Oh, día de fiesta para el mundo digno de ser celebrado con perpetuo culto y veneración!». Se podrían relatar un gran número de otros hechos similares.
- 2Es preciso no confundir el juicio de sí mismo con la ocupación de sí mismo. Lo primero tiende a la santidad práctica, lo segundo busca dar importancia al «yo», ponerlo ante el alma como objeto de su contemplación, tanto para glorificarlo como para denigrarlo. La ocupación de sí mismo es una fuente de debilidad y de esterilidad, y hace imposible toda comunión con el Señor. No hay pues una ocupación más perniciosa.